Recuerdo la estructura formal de todo aquello, el tiempo puro y el otro, el atmosférico, y para de contar. En la tarde húmeda y suave se mecen los plátanos con su tintineo crispado. No recuerdo la voz de Ignacio. Sólo recuerdo la irrealidad e instantaneidad de todo aquello y el haber pensado (con extraña envidia infantil entonces) que tío Eduardo e Ignacio hacían buena pareja.

El efecto que Ignacio iba causando en tío Eduardo pudo calcularse un día en que, sin más ni más, Ignacio salió temprano en su moto y se estuvo quince días sin volver por la casa. Se acabaron los tés y las invitaciones, y tío Eduardo podía verse dando vueltas por el jardín y la casa con el mismo aspecto desguazado de los días del ventarrón de izquierdas. Dejó de arreglarse y casi de comer y se pasaba las tardes hasta bien entrada la noche en el hall pendiente del teléfono; ¡tío Eduardo que odiaba los teléfonos!

Uno podía en cierto modo calcular la desazón de tío Eduardo por la propia. Sin saber bien por qué, la posibilidad de que Ignacio no volviera nos parecía a todos una catástrofe. Registrábamos las frases de Ignacio en busca de una pista cualquiera. ¡Y qué pocas cosas había dicho en realidad, a pesar de haber hablado casi continuamente! Mientras estaba ausente llegó una carta dirigida a él. Era una carta larga, rara y estrecha, extranjera y como de señora, con una elaborada «L» negra en lugar de remite. La dirección estaba mal escrita con letra grande y descuidada. Durante quince días se estuvo la carta en la bandeja del hall y parecía resplandecer y cambiar de color a medida que pasaban las horas con todas las otras cartas amontonándose al lado, fuera de la bandeja, como indignadas. Tío Eduardo bajaba todas las mañanas el primero de todos y se sentaba en el hall mirando la carta fijamente como si fuera posible, a fuerza de mirarla, adivinar su contenido. Yo registré la habitación de Ignacio en vano. Parecía no poseer nada. Detenido en medio del dormitorio vacío, suya era la ausencia por completo. Detenido en medio de la habitación no sabía yo si reír o llorar, si aquella falta de Ignacio era, como parecía serlo en aquel momento, de verdad una quiebra en la estructura de las cosas o sencillamente una broma de mal gusto. Una crueldad innecesaria. Pero, a la vez, ni siquiera el concepto mismo de crueldad podía aplicarse, puesto que implica una cierta deliberación e intención por parte del verdugo -una cierta división del universo en víctimas y verdugos-, y éramos en realidad solamente nosotros y no Ignacio quienes habíamos imaginado (y deseado) todo. Cabía suponer, en efecto, que Ignacio había decidido súbitamente regresar con la Micaela y el profesor de Química o en busca de su padre perdido en los entresijos de una hazaña contada.

Hasta que un día por la mañana bajó tío Eduardo a ver la carta como todos los días y la carta no estaba en la bandeja. A tío Eduardo le entró como un temblor y empezó a gritos nunca jamás hasta la fecha oídos en la casa. Quería que se llamara a la policía, al gobernador civil, al presidente de la Diputación; tío Eduardo, que jamás se había ocupado de esas gentes y que jamás había hecho uso de su prestigio en la ciudad para nada, se engallaba ahora. Ahora quería que la autoridad cazara al ladrón y hacerle confesar y darle garrote vil si fuera necesario. Toda la casa se envolvió en el guirigay de la carta perdida. Y nos acusábamos unos a otros de haberla robado, leído y escondido. Destruido, quemado, enviado de vuelta a aquella misteriosa «L» del remite. De pronto se oyeron unos pasos en el pasillo de arriba y escalera abajo. Y bajó Ignacio sonriente, preguntando qué ocurría. Dicen que tío Eduardo le acariciaba y decía entre hipos «no te vayas más, no te vayas más, por favor no te vayas más». Ignacio se fue, creo, a la mañana siguiente.

A veces se nos llena la conciencia como una vasija y somos el agua desbordante, que diria Rilke. Nunca se sabe cuándo tendrá lugar ese accidente o si tendrá lugar. Nadie sabe cuánto dura, a qué profundidad nos afecta o para qué sirve. Dada la gratuidad general del mundo, probablemente no sirve para nada. No nos enseña casi nada y lo poco que nos enseña es incomunicable. El resto es ya la muerte, un paso en falso que puede durar años o solamente un día o una hora. Se habla a veces del efecto desfondante del amor. La palabra amor, a fuerza de aplicarse a millares de sentimientos heterogéneos, no significa nada en absoluto. Decir que tío Eduardo, a sus setenta años, se enamoró de Ignacio es no decir gran cosa. No hay ninguna fotografía. Se ha perdido el rastro de Ignacio por completo. Debió tener diecinueve o veinte años cuando llegó a casa de tío Eduardo. Aún se conserva -en casa de unos primos- el retrato de tía Adela. Tía Adela y tío Eduardo se han vuelto el símbolo nostálgico de una generación y de una época. Tío Eduardo murió al año siguiente. La muerte es sosa y franca, sosa y fértil como el tictac inmóvil del reloj de la sala vecina que aún se cuela, como un prodigio imaginario y sin sustancia alguna, en el comedor a la hora del té, aprovechando los hiatos, los lugares comunes y las pausas de las conversaciones.

Aroma de nostalgia

(Cuento corto)

Había dos chicos -los dos chicos peores en el curso- que eran muy amigos. Se sentaban en el refectorio en la misma mesa de Agustín. Siempre se les veía juntos. Uno era un poco más alto que el otro. Y Agustín lo vio todo.

Pues estos dos chicos no le tenían ningún amor a la Santísima Virgen. Y lo peor es que uno -el que era un año menor que el otro- incluso era congregante. Se sentaban juntos en todas las clases. Los dos eran ocurrentes, los dos eran graciosos pero no eran estudiosos. Agustín, en cambio, era estudioso y sudoroso. La otra diferencia invisible -o visible solamente al trasluz de la rutina colegial que identificaba a todos los de un curso como «del curso» pura y simplemente- era la de dónde venía cada cual. Agustín, que venía de Mochil y que era el único hijo de unos labriegos algo ricos, pasó a ser «uno de pueblo» en el colegio de los padres jesuitas. Los dos chicos que no amaban a la Santísima Virgen venían, un poco más sencillamente de los apellidos, del dinero, de la despreocupación de sus casas. Visto junto a otros chicos de su edad era Agustín extrañamente parvo y consciente de sí mismo, ralo y guipón y cuentero, como se es en Mochil, sin él mismo, a pesar de su constante preocupación por sí mismo, darse cuenta.

Un jueves por la tarde, a la hora de visitas, habían venido sus dos tías -las dos hermanas de su madre- a verle. A Agustín le gustaban esas visitas de los jueves, con el placer añadido de oír su nombre voceado por los altavoces de todos los patios del colegio. Solían traerle una caja de pasteles y contaban siempre interminablemente cosas de Mochil.

Las tías estaban muy pequeñas al fondo de la sala de visitas, sentadas en las sillas que quedan a la derecha del trono del Sagrado Corazón de Jesús. La sala de visitas ocupa toda la planta baja del edificio antiguo del colegio. Era una sala larga, adornada con palmeras y azulejos verde oscuro y había que hablar callando para que todo de punta a punta no se oyera. Las tías se veían, como de costumbre, cargadas de paquetes. Las dos iguales, con sus zapatos de tacón bajo y las piernas gordas. Y decía la tía Consuelo cuando entró Agustín: «¡Hija, si es que estoy matada de toda la mañana de compras! ¡Y que no he podido encontrar la percalina que quería la Luisa! ¡Si es que no la había más que en azul y ella dice que en azul que no, que hace triste! Porque es que -añadía la tía Consuelo- como se ha puesto ahora a las incubadoras dice que no gana para vestidos y quiere ver a ver si con unas batitas pues se arregla!»

Estas historias sin fin sobre las compras y los usos de la gente de Mochil y lo cansadísimas que estaban sus dos tías, entretenían a Agustín que, en cualquier caso, odiaba los jueves (a excepción de la paella del mediodía) teniendo que estarse en el patio sin hacer nada hasta la siete que era el cine. Y luego los pasteles que traían las tías. «Para que te los comas en el cine, hijo, que te estás quedando en los huesos.» Agustín no se comía los pasteles en el cine sino en el retrete, un poco por no tener que repartir y otro poco por no pasar la vergüenza de explicar quiénes eran las tías que le traían pasteles (cosa que avergonzaba a Agustín casi tanto como sus pies planos). Allí estaban sus dos tías, las dos con un abrigo igual, las dos iguales. Tan inconfundiblemente mochileñas como él mismo. Reverentes en aquella sala de visitas del colegio que a las tías, como al propio Agustín, parecía el colmo de la solemnidad y el buen tono.