– Y usted a nosotros.

– Es el que me cogió el otro día -dice la segunda figura.

– Vine dando un paseo.

Al decir esto don Gerardo tiene la sensación de estar inventando una disculpa. Queda sólo un gajo de sol al fondo. Transparencia del aire. Don Gerardo se tranquiliza de pronto. Entran los tres en la garita. Uno de los muchachos enciende una vela.

– Siéntese usted, está usted en su casa.

Don Gerardo se sienta. Ya no hay gajo de sol. La noche es tierna como una melodía difícil de construir, alegre como una enorme melodía que no se oye bien porque las voces tapan la luz del fondo de ese ritmo. Los pinos tapan lo poco que queda de la luz de la tarde. No pasa nada. Durante una hora o cosa así se están los tres sentados en el suelo de la garita. Y yo supongo que hablarán o no hablarán. Algo se dice, yo supongo. Pero no hace falta consignarlo. El caso es que al cabo de una hora don Gerardo les deja. Y vuelve casi a brincos a casa. Todo está apagado. Los jardineros tienen la tele puesta. La madre de don Gerardo estará en la cocina. Don Gerardo sube a su piso. Besa en la frente a su madre como todas las noches. Y se acuesta. Antes de dormirse sostiene el breviario sin leerlo con las dos manos sobre el pecho, como muerto. Y dice: Dios mío, Dios mío. O una frase parecida. A la mañana siguiente don Gerardo dice misa. Y después de leer el Evangelio, antes del Credo, sin ser costumbre, ni venir a cuento, predica lo siguiente:

«Hermanitas: Nosotros somos como niños y niñas al pecho de su madre. Aunque seamos viejos no somos nunca viejos, porque el dolor ajeno y la alegría ajena es cosa nuestra. Y será nuestra hasta la muerte. Conmigo, alegraos conmigo dulcemente, porque el pecho de Dios y el templo de Dios es infinito. Alegraos conmigo, porque el secreto de la Cruz se comadrea en todo el universo. Alegraos conmigo, porque el secreto de la Cruz es el secreto de la libertad del hombre. Porque la libertad y la cruz son uno y lo mismo. Hermanitas; alegraos conmigo con el júbilo de vuestras más secretas lágrimas.»

La madre superiora es una madre de media edad, y hecha a rarezas, viniendo como viene de una ilustre familia guipuzcoana. Sería de sobra a estas alturas madre provincial si no se hubiera decidido que trabaja demasiado y le conviene un poco de descanso. Superiora ahora meramente de estas ancianitas. Pero las rarezas a que ella está hecha son rarezas todas de gente de su clase, extravagancias finas y pudientes. Y laicas todas. En la iglesia, a la madre Superiora le gustan las cosas algo sosas y muy muertas, como el color de los trajes de sus primas que exactamente saben que negro o verde oscuro es lo elegante por la tarde. Así es que semejante sermón de sopetón la volcaniza un tanto y la irrita. ¿Quién se creerá éste que es, fray Luis de Granada? A las monjitas ancianas -por lo menos a dos que son amigas y tienen latas secretas de bizcochos escondidas debajo de las camas- el sermoncillo, en cambio, les divierte. Y aunque por puro sacrificio y disciplina se arrodillan separadas a opuestos extremos del primer banco de la primera fila, ahora se miran de reojo, y sin hablarse deciden las dos hacerle un feo al director espiritual, un cursi, un ordinario y un pelma, que invariablemente las confiesa, y confesar las dos de hoy en adelante con don Gerardo, el capellán. La madre superiora, por su parte, decide hablarle a don Gerardo esa misma mañana acerca de fondos y de formas en sermones de misas de las ocho. Pero justo esa mañana tiene ella que salir a una cosa del señor obispo. Y don Gerardo vuelve a casa a desayunar intacto. Su madre le mira fijamente, mientras pela la pera y bebe, haciendo, como todos los días, una mueca de asco al tragarse el café negro sin azúcar.

Don Gerardo al salir habla a la Matilde, que está barriendo a la puerta.

– Buenos días, Matilde.

– Buenos días, don Gerardo.

Don Gerardo se para un poquito y la Matilde se le viene con la palabra encima.

– Que digo yo que hoy en día, don Gerardo, no sabe una a que atenerse.

– No, pues no, no se sabe.

– Ahora que se sabe más de lo que creen algunos que se sabe, porque los hay como las ranas, ¡el culo al aire que la cabeza la arrebujan, pero vaya si se ve el culo, vaya si se ve!

El carácter siniestramente simbólico de casi todo lo que Matilde dice -o implica- divierte en general a don Gerardo. Incluso cuando el simbolismo es pura agresión personal (no como en esta ocasión esta mañana, piensa don Gerardo, porque esta mañana particular don Gerardo no piensa en agresiones) el simbolismo de la Matilde -por sí solo, aunque le duela- le divierte. Después de un rato, don Gerardo se va. Y llega la tarde. Y don Gerardo pasea hacia el pinar. Y otra vez se sientan los tres en la garita. Pero como don Gerardo ha ido más temprano esta tarde todavía hay luz. Y ahí los dos jóvenes le miran curiosamente, afectuosamente, y sobre todo el joven a quien don Gerardo había recogido el día de la clase del Instituto. Don Gerardo no sabe alemán -ni yo tampoco-, pero lo que sucede se dice en alemán, así -Rilke lo dice así-: «Jungling dem Jüngling, wie er neugiering hinaussah.» Don Gerardo vuelve a casa otra vez esa noche. Al día siguiente es día de Instituto. Las monjitas de los bizcochos pierden esa mañana tres veces el hilo de la letanía nerviosamente de esperar a ver si don Gerardo, el capellán, predicará otra vez, de sopetón. Pero la misa transcurre sin incidente alguno, excepto, claro está, ese incidente cotidiano de la frase dichosa que tanto nos perturba en estos años o relatos: «Este es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre», una frase, repito, que aunque no significa nada en concreto, es más acontecimiento que todo acontecimiento real, posible o imposible porque designa, en cuanto acto humano, un acto de valor personal, de arrojo, más grande que el cual nada puede pensarse. Luego el día transcurre; un largo día hasta la tarde. Los niños del Instituto, preocupados con un examen, están, por una vez, casi en silencio y, aunque no escuchan, no hablan. No hay preguntas a la salida. Y don Gerardo regresa a su casa temprano y se prepara para su paseo. La Matilde está en la calle, haciendo que hace algo cuando él sale. Don Gerardo va ahora un poco más de prisa de lo que quisiera ir. Ahora necesita, según parece, ver a los dos muchachos y esa prisa se refleja en un cierto apresuramiento al decir «Buenas tardes», que la Matilde pesca al vuelo y resiente en el acto.

– ¿Qué? ¿De paseo, don Gerardo?

– Pues sí, a dar un paseo.

– Que digo yo que siguen ésos en el pinar y no tienen por qué, porque vaya pelos que se traen, ¿usted los ha visto? Lo que es hoy en día una no sabe qué es pollo y qué es gallina, porque es que no se sabe ¿no le parece a usted?

– Pues… sí -dice don Gerardo, divirtiéndose, pero a la vez sabiendo que se juega el tipo sin saber por qué lo sabe ni a qué, en concreto, hace referencia su sabiduría-. Tiene usted razón, Matilde. Hoy en día ni fu ni fa.

Pausa. ¿Por qué va y viene al pinar don Gerardo? Porque don Gerardo ha dado ese paseo ininterrumpidamente todas las tardes desde que hace diecisiete años vino de capellán de las monjas. Ahora parece, sin embargo, que a esa costumbre se superpone otro motivo. Ahora parece que don Gerardo va de paseo al pinar como era su costumbre, pero en concreto, además, a ver a los dos muchachos o a uno de ellos. Sucede, empero, que saberlo -lo que se dice saberlo- no se sabe. Podemos, ¿qué duda cabe?, inventar un motivo como puede inventarlo la Matilde -como de hecho la Matilde está ya inventándolo o lo ha inventado desde el principio de los siglos- para deshacer a don Gerardo, a quien odia con ese odio puro y simple con que odian las Matildes de este mundo. Pero eso sería una invención y no un dato. No hay por qué suponer que don Gerardo ha concebido una súbita pasión -definidamente sexual- por estos dos muchachos o por uno de ellos. Eso sería mucho suponer Fábulas que lo suponen todo -o demasiado- son fábulas sin gracia y sin sustancia. Fábulas que lo suponen todo -o demasiado- no pueden ser certeras. De don Gerardo no sabemos más -hasta la fecha-, ni la Matilde, ni el lector, ni yo, que lo que se ha visto o dicho hasta la fecha. Y como no sé más, a eso me atengo. Al lector habrá que contentarle con consignar lo que es visible (inmediata o mediatamente). Don Gerardo se libra por fin de la Matilde, que le sigue con la vista hasta que la pesada figura del sacedorte desaparece de la vista de Matilde -haciendo, al desaparecer, que Matilde se sienta como si le robaran algo o la privaran de un capricho. (Quiere decirse, pues, que la perversidad de don Gerardo, su escapatoria, es en este caso perfectamente natural y debida a la naturaleza del espacio o a las leyes que rigen nuestra percepción de objetos en espacios tridimensionales.) Es ese, sin embargo, un mal estado para estar la Matilde. Malo es que a la Matilde se le excite con cosas que ni del todo se le enseñan ni del todo se le ocultan. Porque la Matilde a su manera brutal es muy zahori, y a su manera indeciblemente absurda, tan quiere saber la verdad a todo trance como lo desea un poeta o un sabio. No se trata aquí de achicar o despreciar a la Matilde. Se trata de no dar a la figura de Matilde más importancia de la que en realidad tiene -o tendrá- en este relato o en la vida. Quiere decirse, pues, que lo que durante diecisiete años no ha sorprendido u ocupado la imaginación de Matilde, a saber: el paseo vespertino de don Gerardo va a ocuparla, de ahora en adelante, porque la presencia de los dos muchachos barbudamente jóvenes en la garita del pinar, viniendo de vez en cuando a buscar agua, vestidos de ese modo provocante, ha disparado en Matilde lo que todo el mundo sabe. Así es que el sentido del paseo de don Gerardo -su carácter figurado, además de real- proviene en parte de una cosa que le pasa a la Matilde -¡que diciesete son los años ya que está hasta el gorro del utensilio del marido!- y en parte de una cosa que nos pasa a nosotros, al lector y a mí, a saber: que nos gustaría dejar caer este relato hacia su sino con toda sencillez, siguiendo el hilo fácil de un desenlace perfectamente previsible desde un principio. Pero sucede que don Gerardo, sencillamente, va una vez más al pinar. Se sienta un rato a charlar con los muchachos -que invariablemente están ahí- y se retira luego de vuelta a casa con toda sencillez. La verdad es que no hablan gran cosa. Porque los tres se han acostumbrado a estar juntos. Así es que cada uno de los tres está a lo suyo. Don Gerardo fuma su pitillo y los dos muchachos hacen lo que sea. Hasta que llega el momento de irse y don Gerardo se va. Durante una semana o dos semanas, o tres las cosas siguen asi. Al cabo, por ejemplo, de tres semanas don Gerardo ya no va al pinar con angustia o regresa jubiloso a casa. Va con gesto ordinario al pinar y vuelve con gesto ordinario a casa. Quiere decirse, pues, que don Gerardo se ha acostumbrado a esa costumbre. Una cosa don Gerardo evita: pensar que un día irá al pinar y no estarán ya ahí los dos muchachos. Don Gerardo -habiendo evitado y evitando ese pensamiento- piensa, en cambio, en lo que hará después de que ese acontecimiento tenga lugar. Tan da por descontado que eso tendrá lugar, que puede a la torera saltárselo y enfrentarse con la idea siguiente, que es la idea de una soledad más grande de la cual nada puede pensarse. Y don Gerardo piensa, a la vez, que cuando esa soledad llegue se la ofrecerá a Dios. Hace falta ser don Gerardo para pensar así: quiero decir que hace falta tener la clase de grandeza de ánimo que don Gerardo tiene. En cualquier caso así vive día tras día. Pero la grandeza de ánimo, que enfrenta por sí sola y en carne viva sus difíciles, ha de enfrentar también dificultades que ella misma no genera. Dificultad ajena -menos difícil de enfrentar que la propia, pero acaso más mortal (quiero decir que lleva consigo, de ordinario, la estricta y precisa defunción del magnánimo). Me refiero concretamente al hecho de que la Matilde ha empezado ya a fijarse en don Gerardo. Y ha declarado guerra a muerte.