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Mirza Saeed se indignó. «Esa gente no estaba en la maldita barricada -gritó-. Éstos estaban trabajando bajo la maldita tierra.»

«Cavaron sus propias tumbas», respondió Ayesha.

* * *

Entonces avistaron las mariposas que regresaban. Saeed contemplaba la nube dorada con incredulidad, viendo cómo se congregaba y luego enviaba alada luz dorada en todas las direcciones. Ayesha quería volver al cruce de caminos. Saeed argumentaba: «Aquello está inundado. No tenemos más remedio que bajar por el otro lado de esta montaña sin pasar por la ciudad.» Pero Ayesha y Mishal ya volvían atrás; la profetisa sostenía por la cintura a la mujer de la cara cenicienta.

«Mishal, por Dios -gritó Mirza Saeed a su mujer-. Por el amor de Dios. ¿Qué hago con el coche?»

Pero ella siguió bajando la cuesta, hacia la inundación, apoyándose pesadamente en Ayesha, la vidente, sin mirar atrás.

Así fue cómo Mirza Saeed Akhtar abandonó su adorado Mercedes-Benz combinable cerca de la entrada de las inundadas minas de Sarang, y se unió a los caminantes que se dirigían al mar de Arabia.

Los siete viajeros estaban con el agua hasta los muslos, en el cruce de la calle de los reparadores de bicicletas y el callejón de los cesteros. Despacio, despacio, el agua había empezado a bajar. «Admítelo -argumentó Mirza Saeed-. La peregrinación ha terminado. Los vecinos del pueblo están Dios sabe dónde, quizás ahogados, quizás asesinados y, desde luego, extraviados. No queda nadie más que nosotros. -Se encaró con Ayesha-. De manera que olvídalo, hermana; estás acabada.»

«Mira», dijo Mishal.

De todos los pequeños talleres de los alrededores salían los vecinos de Titlipur, volviendo al punto en el que se habían dispersado. Desde el cuello hasta los pies estaban cubiertos de mariposas doradas, y largas hileras de las pequeñas criaturas los precedían, como cuerdas que los sacaran de un pozo para dejarlos en lugar seguro. Los habitantes de Sarang miraban desde sus ventanas atemorizados, y mientras las aguas del castigo se retiraban, en medio de la calle volvía a formarse la Ayesha Haj.

«No puedo creerlo», dijo Mirza Saeed.

Pero era verdad. Hasta el último peregrino había sido localizado por las mariposas y conducido a la calle principal. Y después se hacían afirmaciones aún más extrañas: que cuando las criaturas se posaron en un tobillo roto, la lesión había curado, o que una herida se había cerrado como por arte de magia. Muchos caminantes dijeron que cuando volvieron en sí del desmayo sintieron que las mariposas aleteaban en sus labios. Algunos incluso creían que habían muerto, ahogados, y que las mariposas los habían resucitado.

«No seáis necios -exclamó Mirza Saeed -. Os ha salvado la tormenta; arrastró a vuestros enemigos, por lo que no es de extrañar que pocos de vosotros estéis heridos. Un poco de sensatez, por favor.»

«Usa los ojos, Saeed -le dijo Mishal, señalando al centenar de hombres, mujeres y niños envueltos en resplandecientes mariposas-. ¿Qué dice a esto tu sensatez?»

* * *

Durante los últimos días de la peregrinación, la ciudad se extendía alrededor de ellos, envolviéndolos. Funcionarios de la Corporación Municipal se reunieron con Mishal y Ayesha para trazar el itinerario a través de la metrópoli. En el recorrido había mezquitas en las que los peregrinos podrían dormir sin cortar las calles. En la ciudad reinaba gran excitación: todos los días, cuando los peregrinos emprendían la marcha hacia el siguiente punto de reposo, enormes multitudes los contemplaban. Algunos se mostraban desdeñosos y hostiles, pero muchos les llevaban obsequios de dulces, medicinas y comida.

Mirza Saeed, agotado y sucio, se sentía profundamente decaído a causa de su incapacidad para convencer más que a un puñado de peregrinos de que era preferible confiar en la razón que en los milagros. Los milagros no les habían ido mal, le replicaban los vecinos de Titlipur de forma bastante razonable. «Las malditas mariposas -murmuró Saeed al sarpanch- De no ser por ellas, habríamos tenido una posibilidad.»

«Pero han venido con nosotros desde el principio», respondió el sarpanch encogiéndose de hombros.

Mishal Akhtar estaba próxima a la muerte; empezaba a oler a eso, y se había vuelto de un blanco de yeso que asustaba a Saeed. Pero ella no le dejaba acercarse. También se había apartado de su madre, y cuando, la primera noche que los peregrinos durmieron en una mezquita de la ciudad, su padre se tomó un respiro en sus tareas bancarias para hacerle una visita, ella le dijo que se fuera. «Las cosas han llegado a un punto en el que sólo los puros pueden estar con los puros», anunció. Cuando Mirza Saeed oyó la entonación de la profetisa Ayesha en boca de su mujer, perdió casi el último vestigio de esperanza.

Llegó el viernes, y Ayesha accedió a que la peregrinación se detuviera durante un día para participar en las oraciones del viernes. Mirza Saeed había olvidado casi todos los versos árabes que un día le hicieran aprender de rutina, y apenas recordaba cuándo tenía que estar de pie con las manos extendidas como un libro, o arrodillarse, o tocar el suelo con la frente, y durante toda la ceremonia estuvo equivocándose, cada vez más irritado consigo mismo. Pero al final de las oraciones ocurrió algo que paralizó a la Ayesha Haj.

Mientras los peregrinos observaban cómo la congregación salía del patio de la mezquita, delante de la puerta principal se alzó un revuelo. Mirza Saeed se acercó a investigar. «¿A qué viene este griterío?», preguntó, mientras luchaba por abrirse paso entre la multitud que se apiñaba en las escaleras de la mezquita; y entonces vio el capazo que estaba en el último peldaño. Y oyó el llanto de un recién nacido, que salía del capazo.

El niño tendría unas dos semanas y, evidentemente, era ilegítimo. No menos evidentemente, sus opciones en la vida eran limitadas. La gente estaba confusa y vacilante. Entonces, en lo alto de las escaleras apareció el imán de la mezquita y, a su lado, estaba Ayesha, la vidente, cuya fama se había extendido por la ciudad.

La multitud se dividió como el mar, y Ayesha y el imán bajaron hasta el capazo. El imán examinó al niño brevemente, se puso en pie y se volvió hacia la gente.

«Esta criatura nació del pecado -dijo-. Es hijo del diablo.» Era un hombre joven.

Los ánimos de la multitud se encendieron de indignación. Mirza Saeed Akhtar gritó: «Tú, Ayesha, kahin. ¿Qué dices tú?»

«Todo se nos pedirá», respondió ella.

La multitud no precisó más clara invitación para lapidar al niño.

* * *

Después de esto, los Peregrinos de Ayesha se negaron a seguir adelante. La muerte del niño abandonado creó un ambiente de rebeldía entre los cansados caminantes, ninguno de los cuales había cogido ni arrojado una sola piedra. Mishal, ahora ya más blanca que la nieve, estaba muy debilitada por su enfermedad para animarlos a continuar; Ayesha, como siempre, se negaba a parlamentar. «Si volvéis la espalda a Dios -previno a los antiguos vecinos de Titlipur-, no os sorprenda que Él haga otro tanto con vosotros.»

Los peregrinos se hallaban reunidos, en cuclillas, en un rincón de la gran mezquita, que estaba pintada verde limo por fuera y azul eléctrico por dentro, e iluminada, cuando era necesario, por tubos de neón multicolores. Después de la advertencia de Ayesha, se volvieron de espaldas a ella y se acurrucaron más juntos todavía, aunque el tiempo era bastante caluroso y húmedo. Mirza Saeed no desperdició la ocasión de volver a desafiar abiertamente a Ayesha. «Dime -empezó con suavidad -, con exactitud, ¿cómo te da el ángel toda esa información? Tú nunca nos transmites literalmente sus palabras sino sólo tu interpretación. ¿Por qué esa mediatez? ¿Por qué no te limitas a citarle?»