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A la quinta semana, la salud de la mayoría de los peregrinos más viejos se había deteriorado considerablemente, las provisiones escaseaban, se hacía difícil encontrar agua y a los niños se les habían secado los lagrimales. Las bandadas de buitres no dejaban de rondar.

A medida que los peregrinos dejaban atrás las zonas rurales y entraban en territorio más poblado, el acoso iba en aumento. Eran muchos los autobuses y camiones que no se desviaban, y los peregrinos tenían que apartarse de su camino, gritando y atrepellándose. Los ciclistas, las familias de seis personas que viajaban en motos Rajdoot y los pequeños tenderos los insultaban. «¡Locos! ¡Palurdos! ¡Musulmanes!» En varias ocasiones tuvieron que viajar durante toda la noche porque las autoridades de tal o cual pueblo no querían que semejante chusma durmiera en sus calles. Se hicieron inevitables más muertes.

Y un día el toro de Osman, el converso, se arrodilló entre las bicicletas y el estiércol de camello de un pueblo sin nombre. «¡Levántate, idiota! -le gritaba Osman, impotente-. ¿Qué te has creído? ¿Es que vas a morirte delante de esos puestos de fruta de unos desconocidos?» El toro movió afirmativamente la cabeza para decir que sí y expiró.

Las mariposas cubrieron su cuerpo, adoptando el color gris de su piel, sus cucuruchos y sus cascabeles. El inconsolable Osman corrió hacia Ayesha (que se había puesto un sucio sari como concesión a la pudibundez urbana, a pesar de que las mariposas aún la envolvían en una nube de gloria). «¿Los toros van al cielo?», preguntó él con voz quejumbrosa; ella se encogió de hombros. «Los toros no tienen alma -dijo fríamente-. Y lo que nosotros queremos salvar con nuestra marcha son las almas.” Osman la miró fijamente y comprendió que ya no la amaba. «Te has convertido en un demonio», le dijo con repugnancia.

«Yo no soy nada -dijo Ayesha-. Soy una mensajera.»

«Entonces dime por qué tu Dios está tan deseoso de destruir a los inocentes -dijo Osman furioso-. ¿De qué tiene miedo? ¿Tan poco confía, que ha de obligarnos a morir para demostrar nuestro amor?»

Como en respuesta a esta blasfemia, Ayesha impuso medidas disciplinarias más rigurosas, insistiendo en que todos los peregrinos rezaran las cinco oraciones y decretando que el viernes sería día de ayuno. Al término de la sexta semana había hecho que los caminantes abandonaran otros cuatro cadáveres en el lugar en el que habían caído: dos ancianos, una anciana y una niña de seis años. Los peregrinos seguían andando, volviendo la espalda a los muertos; pero Mirza Saeed Akhtar recogía los cadáveres y se aseguraba de que recibieran un entierro decente. En esto le ayudaban el sarpanch Muhammad Din y Osman, el ex intocable. En estas ocasiones se quedaban bastante rezagados, pero un Mercedes «combi» no tarda mucho en dar alcance a más de ciento cuarenta hombres, mujeres y niños que caminan cansinamente hacia el mar.

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El número de los muertos aumentaba, y los grupos de peregrinos desorientados que acudían al Mercedes se hacía mayor cada noche. Mirza Saeed empezó a contarles cuentos. Les habló de los lemmings y de la hechicera Circe, que convertía a los hombres en cerdos; también les contó el cuento del flautista que se llevó a todos los niños de una ciudad a una cueva de las montañas. Después de contarles el cuento en su propia lengua, les recitó versos en inglés, para que escucharan la música de la poesía aunque no entendieran las palabras. «La ciudad de Hamelin está en Brunsvick -empezó-. Próxima a la célebre Hannover. El río Weser, profundo y ancho, lame sus muros por el Sur…»

Entonces le cupo la satisfacción de ver a la joven Ayesha avanzar hacia él con expresión de furor, mientras las mariposas relucían como la hoguera que tenía a su espalda, haciendo que pareciera que las llamas partían de su cuerpo.

«Los que presten oído a los versos del diablo, recitados en la lengua del diablo, se irán con el diablo», exclamó.

«Entonces -respondió Mirza Saeed-, la elección está entre el diablo y el fondo del mar azul.»

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Habían transcurrido ocho semanas, y las relaciones entre Mirza Saeed y Mishal, su esposa, se habían deteriorado hasta el extremo de que ya no se hablaban. Ahora, y a pesar del cáncer que la había vuelto gris como la ceniza funeraria, Mishal se había convertido en el brazo derecho y la más devota discípula de Ayesha. Las dudas de otros caminantes sólo habían servido para robustecer su propia fe, y de todas las dudas ella categóricamente echaba la culpa a su marido.

«Además -le había reprochado en su última conversación-, no hay en ti calor humano. Me da miedo acercarme a ti.

«¿No hay calor humano? -gritó él-. ¿Cómo puedes decir tal cosa? ¿Que no hay calor? ¿Por quién ando yo en esta estúpida peregrinación? ¿Para cuidar de quién? ¿Porque quiero a quién? ¿Quién me preocupa, quién me angustia, quién me llena de tristeza? ¿Es que no me conoces? ¿Cómo puedes decir eso?

«No hay más que oírte -dijo ella con una voz que empezaba a sonar turbia y sorda-. Siempre, la cólera. Una cólera fría, helada, como una fortaleza.»

«No es cólera -vociferó él-. Es angustia, es pena, es dolor, es aflicción. ¿Dónde está la cólera?»

«La oigo -dijo ella-. Cualquiera puede oírla, en kilómetros a la redonda.»

«Ven conmigo -suplicó él-. Te llevaré a las mejores clínicas de Europa, Canadá, Estados Unidos. Confía en la tecnología de Occidente. Hacen maravillas. A ti siempre te gustaron las cosas técnicas.”

«Yo voy en peregrinación a La Meca», dijo ella, dando media vuelta.

«Maldita zorra estúpida -rugió él-. Porque tú tengas que morir no has de arrastrar contigo a toda esta gente.» Pero ella se alejó por el campamento instalado al lado de la carretera, sin mirar atrás; y ahora que él le había dado la razón perdiendo el control y diciéndole lo indecible, cayó de rodillas, sollozando. Después de aquella pelea, Mishal se negó a dormir a su lado. Ella y su madre extendían las esterillas al lado de la profetisa cubierta de mariposas que los llevaba a La Meca.

Durante el día, Mishal trabajaba incansablemente para dar confianza y tranquilidad a los peregrinos, extendiendo sobre todos ellos el ala de su dulzura. Ayesha se encerraba más y más en el silencio, y Mishal Akhtar se convirtió en la consejera de los peregrinos. Pero una peregrina se sustraía a su influencia: Mrs. Qureishi, su madre, esposa del director del Banco del Estado.

La llegada de Mr. Qureishi, padre de Mishal, fue un acontecimiento. Los peregrinos se habían detenido a la sombra de una hilera de plátanos, y estaban atareados recogiendo leña y limpiando las ollas cuando apareció el cortejo motorizado. Inmediatamente, Mrs. Qureishi, que pesaba doce kilos menos que al comienzo de la caminata, se puso en pie de un salto, sacudiéndose el polvo de la ropa y arreglándose el pelo con movimientos frenéticos. Mishal, al ver a su madre manejar con dedos torpes un barra de labios semiderretida, dijo: «¿Qué te pasa, ma? Tranquila, va.»

Su madre, con débil movimiento de la mano, señaló los coches que se acercaban. Momentos después, la figura alta y severa del gran banquero estaba delante de ellas. «Si no lo veo, no lo creo -dijo-. Cuando vinieron a contármelo, dije bah, bah, no puede ser. Por eso he tardado tanto en enterarme. Marcharse de Peristan sin una palabra… Dime, ¿qué canastos significa esto?»

Mrs. Qureishi temblaba, indefensa, ante la mirada de su marido y empezó a llorar, sintiendo los callos de los pies y la fatiga en cada poro de su cuerpo. «Ay, Dios mío, no lo sé, perdona -dijo-. Sólo Dios sabe lo que pasó.»

«¿Es que no te das cuenta de que yo ocupo un puesto muy vulnerable? -exclamó Mr. Qureishi-. La confianza del público es esencial. ¿Qué pensará la gente si mi esposa anda vagando por ahí con unos bhangis?»