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Gibreel Farishta, en Goodsway, es llamado desde las sombras y desde las luces, y, al principio, aprieta el paso. ¿Qué tiene eso que ver conmigo? Malditas titis. Pero luego aminora la marcha y se para, al oír que desde las farolas y las sombras llama algo más, una necesidad, una súplica muda, que se esconde bajo las voces chillonas de unas busconas de diez libras. Sus pisadas se hacen más lentas y al fin se detienen. Está prendido en sus deseos. ¿De qué? Ahora se acercan, como peces arrastrados por anzuelos invisibles. Al acercarse, sus andares cambian, sus caderas pierden el contoneo, sus caras empiezan a revelar su verdadera edad a pesar del maquillaje. Cuando llegan donde está él se arrodillan. ¿Quién decís que soy?, pregunta, y quiere agregar: Yo sé cómo os llamáis. Os conocí en otro tiempo y en otro sitio, detrás de una cortina. Erais doce, igual que ahora. Ayesha, Hafsah, Ramlah, Sawdah, Zainab, Zainab, Maimunah, Safia, Juwairiyah, Umm Salamah la Makhzumita, Rehana la Judía, y la hermosa María la Copta. Ellas callan, arrodilladas. Sus deseos le son formulados sin palabras. ¿Qué es un arcángel más que un muñeco? Kathputli, marioneta. Los fieles nos doblegan a su antojo. Nosotros somos fuerzas de la naturaleza y ellos, nuestros amos. O nuestras amas. Le pesan las extremidades, tiene calor y en los oídos un zumbido como de abejas en las tardes de verano. No le costaría nada desmayarse.

No se desmaya.

Se queda quieto entre las niñas arrodilladas, esperando a los chulos.

Y, cuando por fin ellos vienen, él saca y se lleva a los labios su inquieta trompeta: Azraeel, el exterminador.

* * *

Cuando el chorro de fuego ha salido de la boca de su trompeta dorada y consumido a los hombres que se acercaban, envolviéndolos en un capullo de fuego, sin dejar ni los zapatos chisporroteando en la acera, Gibreel comprende.

Echa a andar, dejando atrás la gratitud de las prostitutas, en dirección al barrio de Brickhall, con Azraeel otra vez en su amplio bolsillo. Las cosas empiezan a verse claras.

Él es el arcángel Gibreel, el ángel de la Recitación, que posee el poder de la revelación. Él puede llegar al corazón de los hombres y las mujeres, extraer sus más íntimos deseos y hacerlos realidad. Él es el que otorga deseos, el que sofoca concupiscencias, el que realiza sueños. Él es el genio de la lámpara y su amo es el Roc.

¿Qué deseos, qué imperativos hay en el aire de la noche? Él los aspira. Y asiente, sí, sea. Que haya fuego. Ésta es una ciudad que se ha purificado en las llamas, que ha expiado sus culpas ardiendo hasta los cimientos.

Fuego, lluvia de fuego. «Éste es el juicio de Dios en su cólera -proclama Gibreel Farishta a la noche de tumultos-; que a los hombres se les concedan los deseos de su corazón y que sean consumidos por ellos.»

Casas altas y baratas le rodean. Negro come mierda del blanco, sugieren las paredes con escasa originalidad. Los edificios tienen nombre: «Isandhlwana», «Rorke's Drift». Pero se observa el efecto de una tendencia revisionista, porque dos de los cuatro rascacielos han sido rebautizados y ahora se llaman «Mandela» y «Toussaint l'Ouverture». Las casas están edificadas sobre pilares, y en los espacios muertos que deja el hormigón debajo y entre las casas el viento no para de aullar y los desperdicios se amontonan: cocinas abandonadas, neumáticos de bicicleta deshinchados, puertas astilladas, piernas de muñeca, restos de verduras extraídos de bolsas de plástico por gatos y perros hambrientos, paquetes de comidas preparadas, latas que ruedan, perspectivas de empleo rotas, esperanzas abandonadas, ilusiones perdidas, cóleras desahogadas, rencores acumulados, miedo vomitado y una bañera oxidada. Él permanece inmóvil mientras pequeños grupos de residentes pasan por su lado en distintas direcciones. Algunos (no todos) llevan armas. Palos, botellas, navajas. En todos los grupos hay jóvenes blancos además de negros. Él se lleva la trompeta a los labios y empieza a tocar. Pequeños capullos de fuego saltan sobre el asfalto, y prenden en los enseres y sueños desechados. Hay un montoncito putrefacto de envidia que arde en la oscuridad con llama verde. Los fuegos tienen los colores del arco iris y no todos necesitan combustible. Él sopla con su trompeta las florecitas de fuego que bailan en el asfalto, sin necesidad de materiales combustibles ni de raíces. ¡Ahí va una color de rosa! ¿Qué quedaría bien ahora? Ya sé, una rosa de plata. Y ahora los capullos se agrupan en macizos y estallan, y trepan como enredaderas por los costados de los rascacielos y se extienden hacia los edificios vecinos, formando setos de llamas multicolores. Es como contemplar un jardín luminoso que crece a una velocidad miles de veces superior, un jardín que florece y que se hace selva impenetrable, un jardín de espesas quimeras entrelazadas que, en su versión incandescente, rivalizan con el espino que, en otro cuento, hace mucho tiempo, envolvió el palacio de la Bella Durmiente.

Pero aquí no hay bella que duerma en su interior. Aquí está Gibreel Farishta, que camina por un mundo de fuego. En la High Street, ve casas construidas de llamas, con paredes de fuego, y cortinas de llamas colgando de sus ventanas. Y hay hombres y mujeres de cara encendida que pasean, corren y dan vueltas alrededor de él, vestidos con trajes de fuego. La calle está al rojo vivo, se licua, es un río color de sangre. Todo, todo está ardiendo mientras él sopla su alegre trompeta, dando a la gente lo que quiere: el pelo y los dientes de la ciudadanía están humeantes y rojos, el cristal arde y los pájaros pasan volando con alas llameantes.

El adversario está muy cerca. El adversario es un imán, es el ojo de un tornado, el centro irresistible de un agujero negro; su fuerza de gravedad crea un horizonte de evento del que ni Gibreel ni la luz pueden escapar. Por aquí, dice el adversario. Estoy aquí.

No es un palacio, sino sólo un café. Y, en las habitaciones de encima, una pensión para dormir y desayuno. No una princesa dormida, sino una mujer amargada, asfixiada por el humo, yace inconsciente, y a su lado, junto a la cama, en el suelo, también inconsciente, su marido, Sufyan, que ha estado en La Meca y fue maestro de escuela. Mientras, en otros puntos del incendiado Shaandaar, gentes sin rostro están en las ventanas, agitando los brazos para pedir auxilio, ya que no pueden gritar (no tienen boca).

El adversario: ¡por ahí resopla!

Silueteado sobre las llamas del Shaandaar Café, ahí está el hombre.

Azraeel salta espontáneamente a la mano de Farishta.

Hasta un arcángel puede tener una revelación, y cuando, durante un fugacísimo instante, Gibreel mira a los ojos a Saladin Chamcha, entonces, en aquel momento breve e infinito, el velo se rasga ante sus ojos: se ve a sí mismo caminando con Chamcha por Brickhall Fields, revelando, en su exaltación, los más íntimos secretos de sus noches con Alleluia Cone, los mismos secretos que, después, cuchichearían por teléfono multitud de voces aviesas bajo las que Gibreel descubre ahora el talento único del adversario, grave y agudo, insultante y lisonjero, impertinente y reservado, prosaico, ¡sí!, y poético. Y ahora, por fin, Gibreel Farishta advierte por vez. primera que el adversario no simplemente ha adoptado las facciones de Chamcha como un disfraz; no se trata de un caso de posesión paranormal, de robo de un cuerpo por un invasor infernal; en suma, que la maldad no es ajena a Saladin, sino que brota de algún rincón de su propia y verdadera naturaleza, que ha estado extendiéndose por su cuerpo como un cáncer, borrando lo que tenía de bueno, asfixiando su espíritu, y haciendo estas cosas con fintas y regates, simulando retroceder a veces; mientras en realidad, bajo la ilusión de la remisión, escudándose en ella, por así decir, seguía extendiéndose perniciosamente; y ahora, sin duda, lo ha llenado; ahora no queda de Saladin nada más que esto: el tenebroso fuego de la maldad en su alma, que le consume tan totalmente como el otro fuego, multicolor e imparable, devora la ciudad tumultuosa. Verdaderamente, éstas son «llamas horrendas, perversas, repugnantes, no las buenas llamas de un fuego corriente».