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Desde el aire, la cámara observa la entrada del club Cera Caliente. Ahora la policía ha terminado con las figuras de cera y está sacando a personas de carne y hueso. La cámara se aproxima a los arrestados: un albino alto; un hombre con traje de Armani que parece el negativo de De Niro; una muchacha de… -¿cuántos años?, ¿catorce, quince?-, un chico hosco de unos veinte. No se dan nombres; la cámara no conoce estas caras. Poco a poco, no obstante, salen a la luz los hechos. El disc-jockey del club, Sewsunker Ram, alias «Pinkwalla», y el propietario, Mr. John Maslama, serán acusados de narcotráfico en gran escala -crack, azúcar moreno, hachís y cocaína-. El hombre arrestado con ellos, dependiente de la tienda de música «El Buen Viento», propiedad de Maslama, próxima al lugar de los hechos, es dueño de una furgoneta en la que se ha descubierto una cantidad no especificada de «droga dura», así como cintas de vídeo porno. La jovencita se llama Anahita Sufyan, es menor de edad y, al parecer, había bebido copiosamente y, según se insinúa, copulaba con uno por lo menos de los tres arrestados. Tiene antecedentes de absentismo escolar y de asociación con conocidos criminales; evidentemente, se trata de una delincuente. Un periodista iluminado ofrecerá estos bocaditos muchas horas después de los hechos, pero la noticia ya corre por las calles: ¡Pinkwalla!, y el Cera: han destrozado el local, arrasado. Es la guerra.

No obstante, esto -como tantas otras cosas- ocurre en sitios que la cámara no puede ver.

* * *

Gibreel:

avanza como en sueños, porque después de recorrer la ciudad durante días sin comer ni dormir, con la trompeta llamada Azraeel bien guardada en un bolsillo del abrigo, ya no reconoce la diferencia entre los estados de vigilia y de sueño; ahora tiene un atisbo de lo que debe de ser la omnipresencia, porque él avanza por varias historias a la vez; hay un Gibreel que sufre por la traición de Alleluia Cone, y un Gibreel que gravita sobre el lecho de muerte de un Profeta, y un Gibreel que observa en secreto el avance de una peregrinación al mar, esperando el momento de manifestarse, y un Gibreel que siente, cada día con más fuerza, la voluntad del adversario, que le atrae hacia sí, llevándolo hacia el lugar del abrazo final: el adversario astuto e hipócrita que ha adoptado la cara de su amigo, de Saladin, su mejor amigo, para hacer que se confíe y baje la guardia. Y hay un Gibreel que recorre las calles de Londres tratando de comprender la voluntad de Dios.

¿Tiene él que ser agente de la ira de Dios?

¿O de su amor?

¿Él es venganza o es perdón? ¿Debe conservar la trompeta fatal en el bolsillo, o sacarla y tocar?

(Yo no le doy instrucciones. También yo estoy intrigado por su elección, por el resultado de su combate. Personaje contra destino: lucha libre. Si caen lo dos, combate nulo, o el fuera de combate decidirá.)

Gibreel, luchando en sus muchas historias, sigue adelante.

Hay momentos en los que suspira por ella, Alleluia, su solo nombre, una palpitación; pero luego recuerda los diabólicos versos, y ahuyenta su recuerdo. La trompeta que lleva en el bolsillo está pidiendo que la toquen; pero él se contiene. No es el momento. Buscando una clave -¿qué se debe hacer?-, va por las calles de la ciudad.

Por una ventana abierta a la noche ve un televisor. En la pantalla hay una cabeza de mujer, una célebre «presentadora», entrevistada por un no menos célebre y risueño «anfitrión» irlandés. «¿Qué es lo peor que puedes imaginar?» «Oh, yo creo, estoy segura, sería, oh, sí: encontrarme sola en Nochebuena. Tendrías que enfrentarte a ti misma, ¿verdad?, mirarte en un espejo inmisericorde y preguntarte: ¿Esto es todo lo que hay?» Gibreel, solo, sin saber qué día es, sigue andando. En el espejo, a su mismo paso, se acerca el adversario que viene llamándole, abriéndole los brazos.

La ciudad le envía mensajes. Aquí, le dice, es donde el rey holandés decidió residir cuando llegó a esta ciudad hace tres siglos. En aquel entonces esto era el campo, un pueblo situado en la verde campiña inglesa. Pero cuando el rey vino a instalarse, en los campos surgieron plazas de Londres, edificios de ladrillo rojo con almenas holandesas recortándose en el cielo, para que sus cortesanos tuvieran donde vivir. No todos los inmigrantes son gente sin poder, susurran los edificios que aún se mantienen en pie. Ellos imponen sus necesidades en la tierra nueva, traen su propia coherencia al país adoptado, lo imaginan de nuevo. Pero, cuidado, advierte la ciudad. También la incoherencia tiene su momento. Cabalgando por los parques que había elegido para residencia -que él había civilizado-, Guillermo III fue derribado por su caballo, cayó pesadamente en el duro y recalcitrante suelo y se partió la real nuca.

A veces se encuentra entre cadáveres que andan, grandes muchedumbres de muertos que se niegan a reconocer que están acabados, cadáveres rebeldes que siguen comportándose como personas vivientes, que hacen la compra, toman el autobús, flirtean, van a casa a acostarse con su pareja y fuman cigarrillos. Pero si estáis muertos, les grita. Zombies, a la tumba. Ellos hacen caso omiso, o se ríen, o se quedan cortados, o le amenazan con el puño. Él no dice más y se aleja rápidamente.

La ciudad se hace difusa, amorfa. Empieza a ser imposible describir el mundo. Peregrinación, profeta y adversario se funden, se diluyen en la niebla, reaparecen. Lo mismo que ella: Allie, Al-Lat. Ella es el ave enaltecida. La deseada. Ahora lo recuerda: hace tiempo, ella le habló de los poemas de Jumpy. Quiere reunidos en un libro. El artista que se chupa el dedo, con sus ideas infernales. Un libro es producto de un pacto con el diablo, un contrato de Fausto a la inversa, dijo a Allie. El doctor Fausto sacrificó la eternidad a cambio de dos docenas de años de poder; el escritor se resigna a arruinar su vida y obtiene a cambio (eso si tiene suerte), si no la eternidad, por lo menos la posteridad. De uno u otro modo (era la idea de Jumpy) es el diablo el que sale ganando.

¿Qué escribe un poeta? Versos. ¿Qué sonsonete resuena en el cerebro de Gibreel? Versos. ¿Qué le ha partido el corazón? Versos y más versos.

La trompeta, Azraeel, llama desde el bolsillo del abrigo. ¡Sácame de aquí! Sisisí: la Trompeta. Al infierno con todo este lastimoso zafarrancho; hincha los carrillos y tararí-tatí. Venga ya, es la hora del baile.

Qué calor: bochornoso, asfixiante, intolerable. Esto no es el mismo Londres: esta ciudad repugnante. Pista Uno, Mahagonny, Alphaville. Avanza por entre una confusión de lenguas. Babel: contracción del asirio «babilu», «La puerta de Dios». Babilondres.

¿Dónde está?

Sí. Una noche deambula detrás de las catedrales de la Revolución Industrial, las terminales de ferrocarril de Londres Norte. King's Cross, Cruce del Rey, pero rey sin nombre, la torre de St. Pancras, que se cierne sobre uno como murciélago amenazador. Los depósitos de gas rojos y negros, hinchados como gigantescos pulmones de hierro. En el lugar en el que la reina Boadicea cayó en la batalla, ahora Gibreel Farishta pelea consigo mismo.

The Goodsway, pasaje de mercancías; y qué suculentas mercancías las que se ofrecen en los portales y al pie de las farolas de tungsteno, qué exquisiteces las que se ofrecen en el pasaje. Haciendo molinete con el bolso, llamando, con falditas plateadas y medias de malla: mercancía no sólo tierna (edad promedio trece a quince), sino barata. Sus historias son cortas e idénticas: todas tienen niños colocados en algún sitio, todas han sido echadas de casa por unos padres iracundos y puritanos, ninguna es blanca. Chulos con navaja se quedan con el noventa por ciento de lo que ellas ganan. Al fin y al cabo, la mercancía no es más que mercancía, sobre todo si es de baratillo.