Muchos años atrás, antes de que llegara todo esto, había habido otra gran desaparición, la primera de todas, la de la madre, suicidada o asesinada o tal vez confundida a la hora de tomarse esas pastillas con las que solía atiborrarse. La encontraron ya fría, olvidada y rígida en su cama, con una espuma sanguinolenta y seca sellándole la boca. Nadie besaría ya esos labios pringosos, nadie sacaría a la princesa durmiente de su infinito sueño. En aquellos momentos, los gemelos tenían quince años y aún faltaba mucho para que conocieran a la Blanca. Pero la vida se iba cerrando en torno a ellos como una trampa, chasquido tras chasquido y pieza a pieza, como los cuadrados de colores del cubo de Rubik. Gracias a la herencia de la madre, manejaban un dinero de bolsillo que sus compañeros de colegio juzgaban pasmoso. Su desdichada condición de huérfanos les parecía razón suficiente para permitírselo todo. ¿De dónde sacan los humanos la fuerza suficiente para resistir el dolor sin sentido, el mal irrazonable? Sea como fuere, Zarza y Nico no se resistían. Tan sólo se aturdían. Empezaron a beber de manera excesiva y desordenada, botellas de vino que birlaban de la despensa o combinados caseros de ron y de ginebra, alcoholes fuertes que eran adquiridos en el supermercado por un compañero de mayor edad previo pago de una modesta comisión. Se acostaban muy tarde y se levantaban a mediodía; de madrugada, la casa resonaba con sus tropezones. Siempre habían sacado buenas notas, pero de repente dejaron de estudiar Tuvieron que repetir curso y el director del colegio concertó una entrevista con el padre. Pero llegó la hora de la cita y el señor Zarzamala no acudió. No se puede decir que el padre prestara a sus hijos por entonces una atención desmesurada. A veces se lo cruzaban por las noches, muy tarde, cuando los gemelos regresaban a casa; y papá se limitaba a observarlos desde lejos con una mirada lenta y calculadora, mientras se retorcía los pelos del bigote.
Pero hubo un par de ocasiones en las que el señor Zarzamala se acercó a sus hijos, y su proximidad fue siempre peligrosa. Como aquel anochecer de primavera, pocos meses después de la muerte de la madre. El tiempo estaba lluvioso y tibio y papá hizo pasar a los gemelos a su despacho. El sillón de orejas, la pesada mesa, la puerta corredera que daba sobre el jardín. Y un puñado de recuerdos fantasmales flotando en el aire quieto de la habitación como el humo rancio de un cigarro.
– Parece que te estás haciendo un hombre, Nicolás…-dijo papá, muy suave y sonriente-. Estos últimos meses has dado un estirón y ya casi me alcanzas… en altura.
Soltó una pequeña carcajada, como si hubiera dicho algo muy chistoso. Zarza hizo ademán de irse; desde el suicidio, o el asesinato, no soportaba la presencia de su padre.
– ¡Tú quédate quieta en esa silla sin moverte! -Ladró él, señalándola imperativamente con el dedo.
Zarza volvió a sentarse. El padre dio unos cuantos pasos por el despacho, serenando el gesto hasta dibujar de nuevo una sonrisa.
– Bien… Decíamos, Nicolás, que estás creciendo mucho… y que te crees un hombre. Nada me complacería más que comprobarlo, querido Nicolás, te lo aseguro… ¿Qué te parece si nos tomamos una copita para celebrar tu hombría? ¿Una copa mano a mano tú y yo? ¿Como colegas?
Nico le miró con suspicacia.
– ¿Qué es lo que quieres de mí?
El padre levantó sus manos con las palmas abiertas hacia arriba, como rubricando su inocencia.
– Nada, hijo. Quiero compartir un buen rato contigo. Hace mucho que no nos hablamos… ¿Tomamos esa copa para animarnos?
Nico se encogió de hombros.
– Bueno.
– Yo me voy -dijo Zarza.
– Tú te quedas -repitió el padre, con menos brusquedad que antes pero igual de inflexible-. Tú te quedas y participas en la conversación. Aunque no en la bebida, porque a las chicas tan jóvenes no os sienta nada bien el alcohol… Tu hermano es otra cosa, claro, porque tu hermano es todo un hombre… Si quieres, creo que por aquí tengo un poco de zumo para ti…
Hablaba mientras rebuscaba en una pequeña nevera que tenía empotrada en la biblioteca. Sacó tres vasos, los llenó de hielos y sirvió dos whiskies generosos y un jugo de piña. Colocó las bebidas delante de cada cual y volvió asentarse.
– Muy bien, queridos hijos… Brindemos por nosotros. ¡Por la familia!… Adentro con ello, Nicolás… No arrugues el morrito, como una damisela…
– Yo no arrugo nada -se indignó el chico.
Y se bebió el vaso de whisky aparatosamente, en cuatro tragos, con fanfarronería de muchacho.
– ¡Bravo!, así me gusta -exclamó papá, apurando también su copa.
Luego volvió a llenar los vasos hasta cubrir los hielos aún intactos.
– Me parece que va a ser una velada muy divertida…-declaró, sonriente, al recostarse de nuevo en el respaldo.
Ésas fueron las últimas palabras que se dijeron. Después de eso tan sólo bebieron y sirvieron, bebieron y sirvieron. Siempre la misma cantidad en los dos vasos, siempre la misma furia. La noche caía rápidamente y el perfil de Nico y de su padre se recortaba en la penumbra sobre el azulón intenso de la ventana. Eran tan parecidos: los mismos ojos árabes, la misma estructura ósea grande y fuerte, aunque en los últimos tiempos papá se hubiera estropeado bastante, y sus hombros empezaran a cargarse, y su barriga a hincharse, y la calvicie estuviera conquistando su cabeza. Eran tan parecidos, pero Nico tenía quince años y papá más de cuarenta. A la mitad de la segunda botella, Nicolás se desmayó. Sin sentido y exangüe sobre el suelo, comenzó a vomitar con los ojos en blanco. El padre se puso en pie y encendió la lámpara de la mesa con mano temblorosa. Un halo de despiadada luz cayó sobre el cuerpo desplomado, como un foco.
– Míralo, qué espectáculo… -dijo, despectivo y un poco farfullante-. Ahí tienes a tu hombrecito.
Y se marchó del despacho, erguido y lento, apoyándose con disimulo en las paredes.
Ya sé dónde está Nicolás, pensó de pronto Zarza. Sé dónde está. Pero qué estúpida era, cómo no se le había ocurrido antes. Encerrada en uno de los ominosos retretes de los Arcos, Zarza se daba palmadas en la frente, maldiciendo su falta de agudeza. Había entrado en los baños para poner a punto su pistola; la sacó de la caja y de la felpa roída, y anduvo dándole varias vueltas en las manos, repasando mentalmente su funcionamiento. Las viejas lecciones de Nico rebotaban en el interior de su cabeza, inconexos fragmentos que no parecían servir de gran cosa. Cuando introdujo las balas en sus nichos metálicos, empezó a sentir verdadero miedo: la pistola le quemaba los dedos, como si ese artefacto arisco y pesado fuera capaz de matar por simple contacto. Entonces puso el seguro al chisme y probó a disparar contra el muro más lejano. Nada. No sucedía nada. Resultaba imposible accionar el gatillo. Zarza suspiró, bastante más tranquila. En realidad, esperaba que la pistola cumpliera tan sólo un papel disuasorio, porque no pensaba disparar a Nico. Pero de todas formas le vendría muy bien andar armada, ahora que creía saber dónde estaba su hermano.
En Rosas 29, por supuesto. En la casa de siempre, de la infancia; en el chalet familiar, que permanecía vacío y abandonado. Al principio, nada más desaparecer el padre, el juez embargó la casa cautelarmente; luego vinieron los diversos juicios y el pago de las deudas y las multas. Nico y Zarza, siempre necesitados de dinero, vendieron su parte de la herencia a Martina. El inmueble era ahora de la hermana mayor, aunque ésta no podía ponerlo en el mercado hasta que no declararan muerto al padre. El chalet llevaba más de diez años cerrado, pero Zarza tenía todavía un juego de llaves. Qué extraño que hubiera mantenido consigo ese llavero inútil, mientras todo lo demás desaparecía de su vida como desbaratado por un huracán.
Seguro que su hermano estaba en Rosas 29. Era un lugar discreto y carente de gastos. Lo primero le vendría muy bien para poder atosigarla sin dejar ningún rastro, cosa imposible de lograr de alojarse en una pensión o en un hotel; en cuanto a lo segundo, era una ventaja considerable para quien no dispone de dinero. Sí, Zarza conocía bien a Nico, su hermano tenia que estar en Rosas 29. Zarza podía ir allí, al chalet familiar, y tomar por sorpresa a Nicolás. Podía hablar con él, y tal vez convencerle. «Siéntate», le diría, apuntándole cuidadosamente con la pistola. «Siéntate y hablemos». Tal vez consiguieran llegar a un acuerdo. Le pediría perdón, le ofrecería dinero. Pero Zarza sólo tenía 300.000 pesetas. Estaba segura de que a Nico le parecería una suma ridícula; estaba segura de que valoraba su traición en mucho más. A ella misma también le parecía muy poca cosa: ofrecer 300.000 pesetas por siete años de cárcel resultaba miserable, casi ofensivo, aunque representara todo el capital de Zarza. Y aún le quedaban por saldar deudas peores. Sacudió la cabeza y desconectó su memoria: había recuerdos abismales a los que no quería, no se podía asomar.