El primer problema que Zarza tenía que solventar si pretendía entrar en Rosas era que las llaves del chalet estaban en un cajón de su apartamento. Al salir huyendo esa mañana, Zarza no pensó en coger el viejo llavero. Eso significaba que tendría que regresar por fuerza a su casa, lo cual no le hacía ninguna gracia; de hecho, le parecía incluso peligroso, porque Nicolás podía estar esperándola. Zarza sonrió fríamente para sí, consciente de lo contradictorio de su miedo: quería ir en busca de su hermano y, sin embargo, le asustaba que su hermano fuera en busca de ella. Claro que no era lo mismo ir a Rosas 29 y tomar por sorpresa a Nico que caer inocentemente en una trampa. No era lo mismo ser el depredador o la gacela. Zarza acarició la sólida culata de la pistola, tan pesada como una piedra dentro del bolso, y envidió a Martillo, que aseguraba no temer a nadie. Tal vez fuera verdad, o tal vez no. Tal vez sí tuviera miedo, pero se lo aguantara. Zarza resopló, reuniendo coraje. Iría a buscar las llaves y tendría cuidado.

Hizo parar el taxi dos manzanas antes de su portal y se acercó despacio, merodeando por los kioscos de prensa y deteniéndose a disimular en los escaparates. Se metió en el bar de la esquina y observó la entrada de su edificio durante diez minutos. Eran las 17:00 de la tarde y el portero no había llegado todavía. No pudo apreciar nada anormal: era el mismo barrio familiar de siempre, con casas antiguas y nuevos bloques de apartamentos entremezclados, como dientes postizos en la mandíbula de un viejo. Los peatones pasaban por delante de la ventana del bar, emergiendo de un lateral del astillado marco y desapareciendo por el otro lado, como figurantes de un teatrillo. Todos ellos parecían venir de algún lugar o dirigirse con clara y determinada voluntad hacia algún sitio. Resultaba extraordinario que todos los habitantes del planeta ofrecieran esa misma sensación de tener un destino, cuando Zarza sabía que toda acción y todo movimiento eran inútiles. Incluso este deseo suyo de escapar de Nico no era más que un espasmo ciego de sus células, un absurdo mandato genético de supervivencia. En realidad, ¿qué más daba morir hoy, ahora mismo, o esperar a la muerte cierta que nos aguarda a todos? Tuvo Zarza un desfallecimiento momentáneo, un atisbo de la nada, un sudor, un vahído; pero enseguida volvió a concentrarse en la pelea, como el animal herido que desconecta la percepción del dolor para ahorrar energías. Respirar y seguir.

Al fin decidió entrar. Cruzó la calle velozmente, sujetando la pistola con la mano dentro del bolso; abrió el portal, lo cerró con un enérgico tirón a sus espaldas, salvó de tres zancadas el vestíbulo e irrumpió de un empellón en el ascensor, que, por fortuna para ella, estaba esperándola, plácido y vacío, en la planta baja. Subió los cinco pisos conteniendo el aliento; en su descansillo no se escuchaba un ruido. Sacó el arma y prendió la luz de la escalera. La pistola temblaba en su mano derecha como un pájaro queriendo liberarse. Si ahora saliera alguno de mis vecinos, pensó Zarza, se moriría del susto. Abrió la puerta y olfateó el ambiente: más quietud, más silencio. «No va a estar, no está», se dijo, intentando animarse; pensará que no soy tan imbécil como para volver a mi propia casa. Era un apartamento tan pequeño que enseguida pudo verificar que estaba limpio. Miró detrás del sofá, en el armario de la entrada, debajo de la cama, dentro de la bañera. No había nadie. Más tranquila ya, empezó a contemplar su entorno con desapasionados ojos de testigo, como si fuera el tasador de un banco, o el comisario que ha de instruir un caso de asesinato. La cama abierta con la ropa revuelta, la luz del baño prendida y el grifo del lavabo goteando con un sórdido redoble sobre la loza. Cerró bien la canilla y la casa se hundió en un tenso silencio. El lugar había quedado impregnado por la huida, y en el aire aún vibraba esa estela de vacío que dejan tras de si las ausencias bruscas. Fuera de ese rastro fugitivo, en el piso no había nada. Ni memorias, ni ecos, ni vivencias. El investigador que tuviera que reconstruir la personalidad de la víctima no tendría ningún indicio al que agarrarse. De repente a Zarza le sobresaltó la inhumana frialdad del apartamento. La aridez de ese espacio carente de objetos personales y completamente indiferente a un afán estético. «Toda esa aspereza también era un castigo», se dijo Zarza, atónita de no haber descubierto antes algo tan evidente.

Apretó los puños y se obligó a salir de su estupor. Corrió hacia el cajón de los cubiertos de la cocina: allí, al fondo de la bandeja de plástico, entre un revoltijo de abrelatas oxidados y cucharillas de café desparejas, estaba el llavero de Rosas 29, un simple aro de acero con tres llaves. Lo cogió y lo arrojó dentro del bolso. En ese justo instante comenzó a sonar el teléfono, un timbrazo que Zarza sintió como una descarga eléctrica. Quedó petrificada, algo encogida sobre sí misma, aguantando los trallazos de las llamadas. Dos, tres, cuatro, cinco… A la sexta, el contestador entró en funcionamiento. El rutinario mensaje de salida sonó extraño, demasiado normal para una situación tan anormal, como si se tratara de uno de esos sueños aparentemente cotidianos que de pronto se deslizan hacia el horror. La máquina pitó, dando paso a un silencio profundo y cavernoso, un silencio que recorría toda la línea y llegaba hasta la mano, hasta la boca, hasta el aliento de quienquiera que fuese el que estuviera llamando. Zarza esperó, el apartamento esperó, el edificio entero esperó encorvado y ansioso en torno a ese silencio. Y al cabo se escuchó la voz firme y áspera:

– Sé que estás ahí.

Zarza se tapó la mano con la boca para no perder el corazón.

– Sé que estás ahí. Casi da pena verte, golpeándote ciegamente una y otra vez contra los barrotes de tu jaula. Pero no podrás escapar de mí. Soy el gato que juega con el pájaro de las alas cortadas. Soy el monstruo en que me has convertido. Me mereces.

La comunicación se cortó y la máquina rebobinó con tonta diligencia. Zarza dejó escapar el aire que había estado reteniendo sin darse cuenta. Tenía que irse de aquí. Tenía que marcharse. Brincó hacia la salida, reviviendo la anterior huida de aquella mañana, la misma sensación de irrealidad y delirio. En dos zancadas alcanzó la puerta, pero una vez allí se paró en seco: había alguien en el descansillo, al otro lado. Se escuchaba un arrastrar de pies, un roce de ropas, un tintineo metálico. No se atrevió a salvar el último metro hasta la hoja para atisbar por la mirilla; se encontraba paralizada por el miedo. Hubo un pequeño silencio, un instante en el que todo pareció detenerse: los latidos de Zarza, el tic tac del reloj, la rotación de la Tierra. Después, el sonido de una llave o quizá una ganzúa en la cerradura. De manera que Nicolás había estado todo el tiempo aquí, se dijo Zarza con aturdimiento; sin duda había telefoneado desde el descansillo. Apretó la culata de la Norinco con ambas manos y estiró instintivamente los brazos, como para protegerse detrás de la pistola, mientras las décimas de segundo transcurrían con aterradora lentitud. El mecanismo de la cerradura giró, el resbalón se retrajo y la hoja comenzó a abrirse poco a poco, milímetro a milímetro, con una parsimonia impensable, imposible, como si Zarza estuviera dentro de uno de sus primeros viajes de ácido, antes de la Blanca, antes del fin del mundo. Un milímetro más, y la luz del descansillo se colaba por el quicio entreabierto, obstaculizada por el cuerpo de alguien. Un milímetro más y ese alguien asomó la cara.

– ¡Virgen de la Regla! -chilló una voz agónica.

Era Trinidad, la asistenta, a punto de desmayarse en el dintel ante la inesperada visión de Zarza y su pistola, de ese agujero negro y amenazante que apuntaba hacia ella apenas a dos palmos de su cara.

– ¡Trinidad! Perdóneme, perdone…

Zarza dejó el arma en el suelo y se apresuró a sujetar ala mujer, que se escurría pared abajo sobre sus piernas temblorosas.