Cómo podría explicarle esto a Nicolás, pensó la deslumbrada Zarza. Con qué palabras podría hacerle entender que en el fondo de todo anidaba un prodigio. Y que incluso en el corazón de las tinieblas, en el centro del Tártaro, se escondía un giro final un movimiento último, un camino para llegar a los colores tranquilos.
– Escucha: aunque no te lo creas, puedes decidir. Pese a todo, siempre se puede decidir -dijo Zarza con voz atragantada.
Entonces sucedió. La mirada de Zarza tropezó con el podrido espejo de la sala, y en un instante fulminante pudo abarcar toda la escena. Se vio a si misma, desencajada y pálida, las ojeras violáceas, la cabellera como un fuego que se extingue; y le vio a él, justo detrás de ella, emergiendo borrosamente de las sombras, envuelto en una gabardina gris, alto y pesado, las mejillas caídas, los cabellos raleando en la cabeza, su mirada enfebrecida y turbia clavada en la de Zarza por encima de la resbaladiza superficie del azogue.
No era Nicolás.
Era su padre.
Zarza sintió que la tierra se le abría bajo los pies y la sangre se pulverizaba dentro de sus venas. Un terror indecible la atravesó como el coletazo de una descarga eléctrica. Cerró los ojos, incapaz de seguir contemplando a ese espectro feroz salido de las cavernas de la infancia. Cerró los ojos y le pareció flotar, a la deriva, en el maremoto de su pánico. Transcurrió así un tiempo sin tiempo, indiscernible, tal vez cinco segundos, tal vez cinco minutos, mientras Zarza era incapaz de pensar y de moverse, Zarza petrificada por la Gorgona, cayendo y cayendo hasta que ya no pudo caer más, hasta topar con el fondo más remoto de si misma.
Desde esa sima abisal volvió a emerger, lenta y agónica. Si la vida fuera sólo una cuestión de méritos, Zarza se ganó el derecho a su vida con el heroico esfuerzo que tuvo que realizar para alzar nuevamente los párpados. Gimió, crispó los puños y consiguió posar otra vez su mirada en el espejo. Detrás de ella no había nadie. Giró la cabeza, cautelosa, tan rígida en sus movimientos como si tuviera las vértebras soldadas. No cabía la menor duda, la sala estaba vacía. Se asomó al vestíbulo: la puerta de la calle se encontraba entreabierta. Regresó a la habitación con el pulso desenfrenado y el paso incierto; el dinero de la chimenea había desaparecido y en su lugar estaba la cajita de música. La creciente luz del día diluía con rapidez los remansos de sombra de los rincones y Rosas 29 empezaba a parecer un lugar sin historia y sin misterio, una simple casa abandonada y sucia que algún día comprarían y habitarían otras personas. Un pasado desechable, prescindible.
Un taxi la llevó hasta su piso. Zarza no recordaba haber estado nunca tan cansada; era una fatiga milenaria, un raro entumecimiento del cerebro y de los músculos. Pero el deseo de vivir seguía aleteando dentro de su pecho, como el mirlo aleteaba en el jardín helado. La asistenta había hecho la cama y ordenado un poco, aunque el apartamento continuaba teniendo un aspecto de cuarto de hotel recién desalojado. Zarza apartó los libros que cubrían el aparador de la sala y colocó la caja de música. Dio un par de pasos hacia atrás para ver el efecto: era el primer detalle decorativo que ponía en su casa. Le gustó. Se veía bien. Era un objeto hermoso. Levantó la tapa y la musiquilla china que nunca fue china empezó a llenar la habitación con el fino y delicado flujo de sus notas. Zarza sintió ganas de reír. Era esa risa floja y sin sentido de la niña que regresa, extenuada, tras un feliz día de excursión. La caja de música irradiaba un aura de tibieza, haciendo que el apartamento pareciera un lugar agradable. Zarza miró a su alrededor y se sintió satisfecha. De la casa, de los libros, del color plomizo del cielo de invierno, del calor de la calefacción, de la blanda cama en la que iba a acostarse, del manuscrito de Chrétien en el que estaba trabajando. Porque, para alguien que ha vivido en el infierno, la vida cotidiana es la abundancia.
Descolgó el teléfono y marcó el número de Urbano, sintiendo un cosquilleo en el estómago: era la primera vez en muchísimos años que alguien esperaba su llamada, y esa expectación le producía euforia y temor al mismo tiempo. De manera que habló con el carpintero y le contó lo que había sucedido, y que estaba en casa y que se iba a acostar para dormir un poco; pero que luego, si a Urbano no le importaba, le gustaría verle. Y a Urbano al parecer no le importó.
También telefoneó a la editorial y habló con Lola, la otra editora de la colección:
– Hola, Lola, soy Zarza… Soy Sofía Zarzamala. Oye, ya me he decidido, voy a incluir en el libro la segunda versión de Harris… No, no voy a cambiar el texto, sólo añadiré el otro final… Creo que hay que publicar las dos versiones. Te quería pedir un favor, si no te importa vete anunciando lo del segundo texto en la reunión de esta mañana… Yo iré al despacho por la tarde y ya hablaré con los de la imprenta.
Incluso Lola parecía estar más accesible y más amable en ese nuevo día de la nueva era. Zarza entró en el dormitorio, abrió la cama y se quitó la ropa, sucia y arrugada, como si se estuviera arrancando una piel vieja. Se metió entre las sábanas con un suspiro de alivio y de placer, convencida de poder dormir un buen sueño sin sueños. Esto es, sin pesadillas. Ahora que lo pensaba, Zarza no estaba del todo segura de la identidad del hombre del espejo. Podía ser su padre, desde luego, como creyó en un principio. Pero también podía haber sido Nicolás. Estaba envuelto en las sombras, se le distinguía mal, hacía siete años que no se veían, su hermano debía de haber envejecido y a fin de cuentas siempre se parecieron físicamente. Claro que, por otra parte, la malignidad del acoso al que había sido sometida, ese estúpido juego persecutorio, casaba más con el perverso talante de su padre. En cualquier caso, y fuera quien fuese el que estuvo en Rosas 29, lo cierto era que ambos, padre y hermano, se encontraban todavía ahí, en algún lugar del exterior, en el mundo ancho y enemigo. Podrían reaparecer en cualquier momento, peligrosos y enfermos, y volver a hostigarla y perseguirla.
«O tal vez no».
Dentro de unas horas vería de nuevo a Urbano, recapacitó Zarza blandamente, enroscada en la cama, mientras sentía que la somnolencia le iba alisando los pensamientos como las olas del mar alisan la arena de la playa; dentro de unas horas vería al carpintero, y sin duda recomenzarían su relación, y ella volvería a abandonarle en unos pocos meses, ella volvería a hacerle daño y a destrozarlo todo.
«O tal vez no.»
La hepatitis C podría acabar reventando el hígado de Zarza y provocarle una cirrosis como la de Harris. O talvez no. El anhelo insaciable de la Blanca, eternamente inscrito a fuego en su memoria, podría volver a arrojar a Zarza en brazos de la Reina.
«O tal vez no.»
La vida era una pura incertidumbre. La vida no era como las novelas decimonónicas; no tenía nudo y desenlace, no existía una causa ni un orden para las cosas, y ni siquiera las realidades más simples eran fiables. Y así, Zarza creía que había mantenido relaciones prohibidas con su padre, pero Martina pensaba que no. El hombre del espejo podía haber sido Nicolás, pero también ese padre tal vez incestuoso. Y El Caballero de la Rosa podía ser una obra de Chrétien o una falsificación de Harris. Incluso era posible que el mismo Harris no hubiera existido jamás, ni tampoco la bruja de Poitiers, ni ese Mirval que Borges no escribió. ¿Y Capote, existió Truman Capote? ¿Y Ferry, el asesino enano de las piernas tullidas? Al borde ya de la tibia inconsciencia, apunto de zambullirse en el agua gelatinosa de los sueños, Zarza pensó que, en realidad, sólo había una cosa que supiera con total seguridad, y era que algún día moriría. Pero tal vez para entonces hubiera descubierto que, pese a todo, la vida merece la pena vivirse.