Miguel sonrió:
– Los colores tranquilos son bonitos. Los colores tranquilos que estaban ahí dentro.
– ¿Lo has hecho tú? ¿Tú solo? -preguntó Zarza, mientras un escalofrío le tensaba la espalda.
– Por las noches pongo todos los cuadraditos en su casa -dijo Miguel.
– No puede ser, Miguel. No puede ser.
Con manos nerviosas, Zarza empezó a deshacer el cubo. Volteó una y otra vez los engranajes, haciendo girarlos cuadrados al azar a toda prisa. Unos instantes después, el cubo estaba completamente desordenado: bastaban unos cuantos movimientos para desbaratar el juguete. Zarza, expectante, devolvió el rompecabezas a Miguel. El chico sujetó el objeto articulado entre sus finos dedos y lo hizo rotar con delicadeza. Sus movimientos parecían casuales y carentes de método, pero a los pocos segundos el Rubik volvía a mostrar un único color en cada una de sus caras. Zarza, estupefacta, tomó de nuevo el cubo y lo deshizo, poniendo en la labor destructiva toda su saña. Pero Miguel recompuso una vez más la solución con una facilidad y una simpleza sobrehumanas.
– Son los colores tranquilos que están dentro -repitió, satisfecho.
Sólo había una posición en la cual las caras se ordenaban. Una única posición entre quintillones de posibilidades. Zarza se quedó mirando a su hermano, estupefacta, sobrecogida ante su misterioso potencial de monstruo distinto. Era Miguel el tonto, Miguel el sabio, Miguel el Oráculo. Aquí estaba, con la cabeza hundida entre sus hombros picudos y los omóplatos emergiendo en su espalda como las alas plegadas de un murciélago. O como las plumosas alas de los ángeles.
– No llores volvió a decir el chico.
Y Zarza advirtió que las lágrimas seguían cayendo por sus mejillas, ahora sin dolor y sin aspavientos.
– Yo te quiero, Zarza. Era un hombre malo pero yo te quiero -susurró Miguel.
Toda esa inocencia la redimía. La inocencia de los subnormales, de los seres puros, de los idiotas. Criaturas transparentes que constituían el contrapeso de la maldad. No eran más que unos pobres tipos anormales a los que considerábamos defectuosos y, sin embargo, compensaban con su candidez la atrocidad del mundo y mantenían a raya las tinieblas. Qué otra cosa podían ser, sino auténticos ángeles. Los únicos tangibles y reales. Zarza se dobló sobre sí misma, extenuada, y apoyó la frente en las rodillas de su hermano, cubiertas por la sábana y la manta. Miguel se sobresaltó al advertir el roce, pero aguantó quieto, sin retirar las piernas.
– Zarza guapa… -dijo.
Extendió la mano, titubeante y agarrotado, y empezó, cosa extraordinaria, a acariciarla. O más bien a propinarle pequeños golpecitos sobre la cabeza con la palma extendida y los dedos tiesos, un tableteo rítmico y ligero. Ea, ea, ea, musitaba Miguel, el Ángel Tonto, mientras rozaba torpemente la nuca de su hermana, ea, ea, ea, y las leves palmadas tenían la misma cadencia que el corazón de Zarza.
Cuando Zarza recuperó el control de sí misma ya eran las 3:10 de la madrugada. Estaba de pie en la acera desierta, frente a la residencia de Miguel. Cansado de esperar, el celador había subido a buscarla y, tras arrancarla de los rígidos brazos de su hermano, la condujo sin demasiados miramientos hasta la calle. Allí permaneció Zarza durante unos minutos, sumida en una especie de trance. La noche era neblinosa y las farolas estaban coronadas de un halo opalino. Era un mundo inhumano, ese mundo nocturno y espectralmente vacío. Era una ciudad barrida por la peste, una población abandonada por todos ante la inminente llegada de los tártaros. Zarza respiró hondo; la piel de sus mejillas estaba tirante, los ojos le ardían. Cuando uno no está acostumbrado a llorar, las lágrimas producen efectos secundarios; una suerte de agujetas emocionales. Tiritó de frío y volvió a mirar el reloj; las 3:16. Súbitamente recordó el mensaje de Nicolás: «a las cuatro en tu apartamento o te arrepentirás.» Todavía estaba a tiempo de llegar. El problema era dilucidar si quería hacerlo; si estaba dispuesta a acudir a la cita. Y sí, si lo estaba. Era la única forma de acabar con esto. De una manera confusa e inconexa, Zarza barruntaba que algo estaba cambiando en su interior. Puertas que se abrían y se cerraban, piezas que iban encajando a la búsqueda del diseño original, del dibujo explicativo de todos los misterios, de los colores tranquilos que conforman el alma de las cosas.
En ese momento empezó a escuchar un ruido extraño, un blando retumbar, un estrépito turbio que parecía acercarse. Abrió bien los ojos y miró con ansiedad la calle solitaria, los brillos sombríos del asfalto húmedo. Durante unos instantes no vio nada, aunque el ruido aumentaba en intensidad, amenazador e indescifrable. Al fin apareció en el lomo de la calzada un revuelo de sombras y gañidos: eran cuatro perros grandes y oscuros, cuatro perros sin dueño ni collar. Corrían por mitad de la carretera, poderosos y ágiles, y sus patas producían un sordo redoble al golpear el suelo. Quizá fueran una manada y galoparan juntos camino de quién sabe qué destino; o quizá se estuvieran persiguiendo, tal vez los de detrás intentaban cazar al que marchaba delante para despedazarlo con sus blancos colmillos. Corrían y corrían a través de la ciudad desierta, rítmicos y ausentes, con esa total concentración de los animales en lo que hacen, los feroces morros alzados en el aire, jadeando y gruñendo sordamente. Pasaron por delante de Zarza, un relámpago negro de peligro y belleza, y luego desaparecieron en la noche y regresó el silencio. Zarza tuvo que caminar un buen rato hasta tener la suerte de encontrar un taxi vacío. Se adormiló al calor del interior del vehículo y, cuando el conductor se detuvo delante de su portal, sufrió un instante de pánico al ser incapaz de discernir si estaba despierta o atrapada dentro de algún sueño. Bajó del coche todavía volando, con esa inseguridad en el entorno que uno suele sentir en las pesadillas, como si en cualquier momento la realidad fuera a prescindir de las leyes físicas y la calle pudiera empezara deformarse o desleírse. Las 3:50. Faltaban diez minutos para la cita.
No tenía nada claro qué hacer y le asustaba entrar sola en el edificio oscuro y silencioso, así es que cruzó de acera y volvió a guarecerse en el bar de enfrente, es decir, en el umbral del bar, porque el local se encontraba cerrado. Se apoyó en la persiana metálica, helada y rugosa, e intentó fundirse con las sombras que inundaban el quicio retranqueado. Hacía un frío punzante que parecía irradiar desde el suelo, hiriendo los pies, las piernas, la espalda, las manos, las mejillas. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo de voluntad para no empezar a patear las sucias baldosas: no quería delatarse con el ruido. Tiritaba y le castañeteaban los dientes, y el mármol que recubría el dintel parecía más caliente que sus dedos. Así esperó durante un tiempo que se le antojó interminable, mientras su cuerpo se iba agarrotando y su mente, emborrachada por el agotamiento y la falta de sueño, se evadía del entorno y flotaba entre alucinadas vaguedades.
Y así, pensó absurdamente que todo era un problema de habitaciones, de cuartos clausurados, de alcobas amenazadoras o secretas. La torre del martirio de Gwenell, esa habitación tapiada en la que la mujer aguantó viva durante décadas, envuelta en sus detritus y cegada por las tinieblas, golpeando locamente las paredes. La choza milagrosa de la bruja francesa, con la equívoca belleza de sus muros pintados. El cuarto tenebroso de la madre enferma, la cama de los llantos y la muerte. La celda de la cárcel en la que Zarza estuvo, y el escueto dormitorio de Miguel en la Residencia: lugares limitados por rejas y cerrojos. La puertecita mágica que Mirval no quería abrir, temiendo caer de bruces en el infierno. La puerta del despacho del padre de Zarza, entornada sobre una oscuridad maligna y definitiva. Un tumulto de moradas interiores, espacios dentro de espacios, cubos dentro de cubos, como el ingenioso artefacto de Rubik. Un caos monumental y trillonario.