– Aquí no se puede ver a Caruso así como así, tú qué crees…

– Dile que soy Zarza. Me conoce.

Zarza habló con toda la convicción de la que fue capaz, pero no estaba ni mucho menos tan segura de que Caruso quisiera verla. En realidad, temía ser despedida sin contemplaciones. El gorila sacó un teléfono móvil, marcó un número, se cuadró de manera casi imperceptible.

– Una chica con el pelo rojo quiere ver al señor Caruso… Dice que se llama Zarza y que la conoce…

Transcurrieron unos instantes, durante los cuales el norteafricano mantuvo sin pestañear su posición de firmes. Luego escuchó algo, suspiró, se relajó. Cortó el móvil.

– Que subas -sonrió, amistoso y coqueto de repente-. Es el noveno piso.

– Ya lo sé.

Entró en el portal y cogió el ascensor de uso general, pringoso y lleno de pintadas. El otro ascensor era privado y sólo subía a las dos últimas plantas, pero necesitabas llave para utilizarlo. Pulsó el botón del noveno y el aparato ascendió ruidoso y renqueante. Cuando llegó al piso, Zarza aporreó la puerta para que la abrieran; en el noveno y en el décimo, la puerta del ascensor de los bárbaros estaba cerrada con cerrojos por fuera, para que los clientes no molestaran al jefe.

– Calma, escandalosa -gruñó Fito, liberándola de su encierro.

Fito era el matón de confianza de Caruso. Un tipo con la nariz aplastada y una nube blanca en un ojo. Tenía aspecto y comportamiento de bulldog; detestaba el desorden, el ruido, la vida social, la humanidad. Con un gesto, Fito indicó a Zarza que levantara los brazos y la cacheó rápida y eficientemente. Hacía siete u ocho años que no se veían, pero la contemplaba con una absoluta falta de interés, como si hubiera estado con ella el día anterior. Fito sacudió la cabeza, señalando a Zarza que podía pasar. El entró detrás de ella y cerró la puerta.

El solo hecho de volverse a encontrar en aquella sala hizo que Zarza rompiera a sudar copiosamente. El lugar seguía más o menos igual que antes: los mismos espejos, los mismos sillones entre macarras y modernos tapizados de leopardo sintético, la librería de cristal y bronce sin un solo libro, el piano de cola con el que Caruso solía acompañarse, con dedos aporreantes, cuando cantaba fragmentos de zarzuela. Ahora había, además, un modoso tresillo de flores que Zarza no recordaba, una mesa de comedor con ocho sillas y un enorme árbol de Navidad, saturado de bolas y con las luces de colores encendidas.

– Vaya, vaya, vaya, qué sorpresa… aunque no tanta, porque el Duque ya me había dicho que andabas por aquí…

Caruso bajó por la escalera interior con andares de estrella. Era un tipo bajo y cuarentón con los hombros caídos, los mofletes caídos, la barriga caída. Parecía poseer una masa carnal demasiado blanda y haber sufrido los efectos de una aceleración brutal. Sus labios, lisos y muy estrechos, estaban constantemente ensalivados. Ahora esa boca fina y húmeda se distendía en una sonrisa sarcástica:

– Pero la auténtica sorpresa es comprobar que sigues viva… La última vez que te vi pensé que reventarías, la verdad…

Caruso apartó un pequeño triciclo que había en la base de la escalera y se acercó a ella.

– De mi hijo pequeño. Ya ves, me he casado. Están arriba, durmiendo. Una niña y un niño. Y mi mujer. Ser padre de familia es lo más grande. Lo más grande. Te lo digo yo, que lo he vivido todo. Y que lo sigo viviendo, no te creas. Yo, en mi casa, hago lo que me da la gana. Y mi mujer se aguanta. Ella es cubana. Completamente blanca, pero cubana. Tenía catorce años cuando me casé con ella. Y era virgen. Ya sabes, yo aquí siempre me he quedado con lo mejor.

Zarza apretó los puños. Tenía las manos chorreando. Caruso dio una vuelta en torno a ella, contemplándola con ojo crítico. Iba vestido con un traje gris bastante vulgar, con camisa lila y sin corbata. La camisa, abierta hasta el tercer botón, dejaba entrever un pecho liso y lampiño, una carne gomosa, como de pollo.

– Chica, no sólo no te has muerto, sino que vuelves a estar bien. Pero que muy bien. Primera clase, con ese aire de princesa desdeñosa que tienes… Gustan mucho las princesas desdeñosas. Es un placer follártelas y ver cómo se tragan el orgullo…, además de otras cosas…

Rió con voluntaria zafiedad, sin ninguna alegría, más para violentarla que otra cosa.

– ¿Y qué quieres de mí, princesa? ¿Vienes a buscar trabajo?

Caruso apresó las mejillas de Zarza con su mano derecha:

– Por mi puedes quedarte y empezar ahora…

Zarza sacudió la cabeza para liberarse y dio un paso hacia atrás.

– No vuelvas a tocarme -dijo, con una voz más temblorosa de lo que ella hubiera deseado.

– Está bien. ¡Está bien! Soy un civilizado hombre de negocios. Claro que no te tocaré, si tú no quieres. Tú te lo pierdes, chica. Aquí podrías ganar mucho dinero… Acuérdate, al principio lo ganabas. Luego te perdió tu mala cabeza. Pero siéntate, ¡siéntate! ¿Quieres tomar algo?

Caruso se repantigó en uno de los sillones de leopardo e indicó a Zarza que ocupara el otro.

– No, gracias. No quiero nada -contestó ella, permaneciendo de pie.

– Pues tú dirás. Y dilo prontito, porque no tengo tiempo -dijo Caruso con creciente fastidio.

Las luces parpadeantes del árbol de Navidad ponían reflejos verdosos y rosados en su cara. Zarza jadeó, angustiada, e intentó tragar saliva infructuosamente. Su cerebro era una cámara oscura, una cubeta de revelado en la que se iba positivando, poco a poco, en confusos y todavía indiscernibles manchones, la fotografía de su pasado.

– Mi hermano… -farfulló al fin, con la boca seca.

– ¿El chulo ese que tenias? Ya me ha dicho el Duque que va detrás de ti…

– ¡No! No… No me refiero a ese… Hablo del otro… de mi hermano pequeño… Recordarás que yo le… Un chico subnormal… Quería preguntarte qué pasó con él…

Caruso abrió los ojos, sinceramente sorprendido:

– ¿Quién? ¿Qué? Pero, ¿de qué me hablas?

– Mi hermano subnormal… Yo le traje un día aquí y…¿Tú sabes de qué habla, Fito? -preguntó Caruso.

Fito, que seguía adherido a la puerta de entrada, tieso como una gárgola, movió la cabeza negativamente. Caruso frunció el ceño.

– Déjate de chorradas, Zarza. No me puedo creer que hayas venido hasta aquí sólo para preguntarme por no sé qué hermano tonto al que nadie conoce… Di la verdad,¿qué es lo que andas buscando?

Zarza cerró los ojos y aguantó la respiración: ésa era la gran pregunta, desde luego. En realidad, ¿qué andaba ella buscando? ¿Por qué había venido?

– ¡Contesta! ¿Para qué has venido?

Zarza soltó el aire despacio y miró a Caruso. Esas mejillas blandas, esa boca babosa.

– He venido… -dijo lentamente-. He venido para saber que soy capaz de resistirlo. He venido para no seguir teniendo miedo de encontrarte por la calle algún día. He venido para poder olvidarte.

Caruso la miró atónito durante unos instantes, y luego soltó una risotada salpicada de perdigones de saliva.

– ¡Lo que tiene uno que aguantarle a estas zorras, Fito, hay que joderse…! Anda y lárgate con tu culebrón a cuestas, so pringada, que yo tengo mucho trabajo… -dijo Caruso, poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la escalera.

Pero antes de empezar a subir se volvió hacia Zarza:

– Y te diré una cosa, loquita: durante el par de años que te estuve follando no tenias esos humos.

– Tú ni me has rozado -silabeó Zarza, ronca y trémula-. Yo ya no soy aquélla. Tú ni me has rozado.

Y salió del piso sin esperar respuesta, agitada y altiva, la perfecta princesa desdeñosa.

Zarza abandonó la Torre en un estado cercano al estupor, ciega y sorda, ajena a todo lo que no fuera la idea obsesiva que acababa de hincarse en su cerebro. Súbitamente había visto con dolorosa y deslumbrante claridad lo que tenía que hacer; comprendía que no podía postergarlo más, que estaba obligada a enfrentarse a ello de inmediato, con la misma urgencia que si de ello dependiera su vida. Porque de alguna manera dependía. Azuzada por esa tensión insoportable, Zarza pasó como una exhalación junto al norteafricano, cruzó de cuatro zancadas la plazuela, desembocó por la calleja de la Gloria en la avenida principal y allí detuvo un taxi atravesándose en mitad de la calzada; y luego machacó al taxista durante todo el trayecto exigiéndole que se diera prisa, que se apurara, mientras el conductor circulaba con fluidez por la ciudad vacía y observaba por el retrovisor a Zarza, receloso, convencido de que ya se le había vuelto a meter en el coche una colgada y de que trabajar en el turno de noche era una actividad peligrosa y jodida. Hasta que al fin llegaron a la Residencia, entraron en el descuidado jardín, que siempre permanecía abierto, y se detuvieron delante de la puerta principal. Allí dejó el taxista a Zarza, muy aliviado, ante el caserón apagado y dormido. Eran las 2:20de la madrugada.