– ¿Gumersindo?

– Soy yo. Ése es mi nombre verdadero. Pero es feísimo y me lo cambié. Daniel queda más fino, ¿no?

Mientras hablaba, el hombre se rascaba el tatuaje con un gesto automático e inconsciente.

– ¿Y eso? -preguntó Zarza, sin poderlo evitar.

– ¿El qué? -contestó Daniel con aire inocente, aunque movió el brazo y ocultó el dibujo.

– Eso. Perdona la curiosidad, pero un tatuaje es una especie de anuncio público, ¿no? ¿Quién es ese Javier?

Daniel levantó el brazo, frunció el ceño y contempló la mancha entintada.

– No es, era.¿Se murió? Se marchó. Me dejó. Y no hay más que decir. Ni siquiera me acuerdo de su cara. Es una cabronada que los tatuajes duren más que la memoria.

– Lo siento.

La papada de Daniel retembló levemente y Zarza pensó por un momento que el hombre iba a llorar. Pero, para su sorpresa, se echó a reír:

– No es verdad, O sea, no es una cabronada. Me gusta mi tatuaje, sabes… No sé cómo decirte. Es mi pequeño equipaje.

Zarza sólo guardaba en la memoria una imagen de su madre levantada, de una madre vertical y mundana, antes de que se metiera en la cama para siempre como quien se cae por un precipicio. Tuvieron que existir muchos otros días andariegos, días de alamedas soleadas como la de la foto de la caja de música, en el transcurso de los cuales los blancos y delicados pies de su madre debieron de hollar el polvo de la Tierra; pero Zarza no recordaba absolutamente ninguno de ellos. Cuando sucedió el episodio que alimentó esa única memoria de una madre transeúnte, Zarza debía de tener cuatro o cinco años.

Ella era una niña pequeña, pues, y se encontraba escondida dentro de la despensa de la cocina. El chalet familiar de Rosas tenía una enorme cocina revestida de azulejos blancos, tan imponente y desapacible como un quirófano, y una despensa que era un cubículo alto y estrecho cubierto de baldas de madera desde el suelo hasta el techo. Zarza se recordaba metida en el cuartito, en la penumbra, sin otra claridad que la que se colaba por el montante de la puerta, que era de vidrio esmerilado. Las estanterías, repletas de latas de conserva, botes de cristal con azúcar y arroz, cajas de galletas y botellas de aceite, pendían inundadas de sombras sobre la cabeza de Zarza, abarrotadas e informes, amenazadoras en el perfil agresivo de sus bultos y en lo tenebroso de sus rincones, que la fantasía infantil poblaba de bichejos inmundos. A los niños imaginativos y asustadizos no les gustan los recovecos oscuros, de modo que resultaba un poco sorprendente que la pequeña Zarza se hubiera encerrado en aquel cuartucho. Sin embargo allí estaba, aguantando la respiración para no hacer ruido, con el corazón batiéndole en el pecho, entre el olor a podrido de los quesos y el aroma a hierba recién cortada de las pastillas de jabón. Entonces alguien abrió la puerta de la despensa, o talvez se abrió sola, porque ahora Zarza se recordaba quieta en el umbral y veía a su madre de pie, al otro lado de la pesada mesa de madera blanca que había en mitad de la cocina. Mamá estaba mirando a Zarza intensamente y Zarza, que era pequeña y contemplaba la escena desde abajo, sólo alcanzaba a ver la cara de mamá, con su hermoso pelo rojo cayéndole en dos cascadas de rizos sobre los hombros; luego la mesa le tapaba el resto del cuerpo, desde el codo a los muslos; y después, por debajo del tablero, aparecían las largas y finas piernas enfundadas en una ajustada falda gris, medias de cristal, tacones altos. Mamá miraba intensamente a Zarza desde ahí arriba y Zarza le devolvía la mirada. Hacía mucho calor, hacia bochorno, debía de ser verano, por la ventana de la cocina entraba una luz pardusca y agobiante, debía de estar atardeciendo, sobre la mesa de la cocina había un conejo muerto y ya despellejado, seguramente la tata lo iba a cocinar para la cena. Zarza sólo alcanzaba a ver un fragmento de carne gomosa y triangular que parecía un muñón y que debía de ser la cabeza del animal. Mamá miraba intensamente a Zarza desde el otro lado de la mesa y del conejo, y Zarza le devolvía la mirada.

Entonces mamá se inclinó hacia adelante, sus rizos se movieron y rozaron sus blancas mejillas de irlandesa. Mamá estaba haciendo algo que Zarza no veía, manipulaba allá arriba, movía los brazos, había un tintineo de metal, tal vez estuviera preparando ella misma el conejo. La tata apareció en ese momento en la puerta de la cocina y soltó un alarido. El alarido coincidió con un trueno espantoso, la ventana se abrió con un seco estampido y golpeó contra el marco, entró una bocanada de viento abrasador y la cegadora lividez eléctrica de un rayo. Zarza no sabía si la tata había gritado por miedo a la tormenta, o por el susto de la ventana que se abrió, o porque la criada sí que podía contemplar, desde su altura, los terribles e indecibles misterios de los adultos. Lo que sucedía por encima del tablero, lo que su madre estaba haciendo. Por debajo de la mesa, a la exacta medida de su niñez, Zarza vio caer al suelo un cuchillo manchado y unos goterones oscuros y lentos, ojalá fuera la sangre del conejo, mientras papá, porque ahora recordaba Zarza que papá también estaba encerrado, escondido con ella en la despensa; mientras papá, pues, apretaba protectoramente sus hombros infantiles, y olía a tierra mojada y al jabón de hierbas que usaba papá, y el cielo reventaba por encima de sus cabezas, y la ventana golpeaba, y parecía que era el final del mundo. Pero no.

Los Arcos eran dos grandes patios que, comunicados por arcadas de ladrillo, ocupaban el interior de un enorme edificio de oficinas. Los patios habían sido ideados, en un principio, como un centro comercial elegante y moderno. Pero la Blanca había ido conquistando la zona palmo a palmo, y las dueñas de las inocentes boutiques originales acabaron por irse, y dos de los primitivos propietarios de los restaurantes amanecieron un día con las rodillas rotas, y al final, después de un par de años, en los Arcos sólo quedaban abiertos los garitos de copas, muchos pubs, muchos bares, y los dueños eran todos habitantes de la ciudad nocturna de la Reina. Bárbaros llegados desde la estepa gélida para acabar con la vida civilizada, tártaros violentos de corazón torcido. Pero ahora eran las 14:30 de un día de enero y la mayoría de los locales de los Arcos estaban cerrados. Por suerte para Zarza, el San Patricio era uno de los pocos antros abiertos. Como pretendía ser un pub irlandés, servía comidas rápidas en la barra. Dos o tres oficinistas despistados masticaban emparedados en silencio. Zarza se acerco al tipo que trajinaba detrás del mostrador. Joven, con la nariz larga y un ojo bizco.

– Buenas tardes. Estoy buscando a Martillo.

El tipo clavó en ella su ojo desviado.

– Ya. ¿Por qué?

– Vengo de parte de Gumersindo -aventuró Zarza.

El hombre callaba y la miraba.

– De parte de Gumersindo el de Hortaleza -amplió ella, cada vez más nerviosa.

El tipo la seguía contemplando en silencio, o tal vez en realidad ni siquiera la estuviera mirando y anduviera concentrado en la cerveza que estaba sirviendo, con los bizcos nunca se sabía. Zarza empezó a sentirse descorazonada.

– Estoy interesada en comprarle algo -confesó, agotada.

El hombre se alejó con la jarra de cerveza y la dejó sobre el mostrador, delante de uno de los oficinistas. Luego regresó y se secó las manos en un trapo.

– Dentro de diez minutos, en el pasadizo de los baños -dijo.

– ¿Dónde es eso?

– Ahí señaló el bizco, por aquel corredor de enfrente. Donde están los retretes. Dentro de diez minutos. Si no viene, no viene. Yo doy el aviso y Martillo decide.

Zarza asintió con la cabeza.

– Está bien. Muchas gracias.

El corredor era un pasillo oscuro y estrecho que unía ambos patios. En la mitad del recorrido se encontraban los dos cuartos de baño, para hombres y mujeres, del primitivo centro comercial. La comunidad de vecinos había intentado sellarlos varias veces, pero los habituales de la noche los habían vuelto a abrir a patadas, de modo que las puertas estaban reventadas. En el pasadizo no se veía un alma y una corriente de aire glacial te acuchillaba la espalda. Zarza se arrimó al muro cubierto de pintadas y esperó, cada vez más inquieta y más asustada. Antes devenir aquí había pasado por el banco y sacado todo lo que tenía en su cuenta: 356.000 pesetas. Las llevaba arrugadas en el fondo del bolso, un botín facilísimo para cualquier matón que quisiera asaltaría en ese corredor solitario y siniestro.