Una mañana, una de esas raras mañanas en que el futuro director de cine estaba medio sobrio, le contó que unos amigos querían hacer una película y le preguntó si él se veía capaz de hacerla. Robert Rodríguez, como ustedes se imaginarán, dijo okey maguey y el Perno se ocupó de los asuntos prácticos.

El rodaje duró tres días, según creo, y Robert Rodríguez siempre estaba borracho y drogado cuando se ponía detrás de la cámara. Por supuesto, en los títulos de crédito no aparece su nombre. El director se llama Johnny Mamerson, lo que evidentemente es una broma, pero si uno conoce el cine de Robert Rodríguez, su manera de hacer un encuadre, sus planos y contraplanos, su sentido de la velocidad, no cabe duda, se trata de él. Lo único que falta es su manera personal de montar una película, por lo que queda claro que en esta película el montaje lo realizó otra persona. Pero el director es él, de eso estoy seguro.

A Fate no le interesaba Robert Rodríguez ni la historia de su primera película, o de su última película, lo mismo le daba, y además empezó a tener ganas de cenar o comer un sándwich y luego meterse en la cama de su motel y dormir, pero igual tuvo que oír retazos del argumento, una historia de putas sabias o tal vez sólo de putas buenas, entre las que sobresalía una tal Justina, la cual, por motivos que se le escapaban pero que no resultaba complicado adivinar, conocía a unos vampiros del DF que vagaban por la noche disfrazados de policías. Al resto de la historia no le prestó atención. Mientras besaba en la boca a la chica de pelo negro que había llegado con Rosita Méndez oyó algo sobre pirámides, vampiros aztecas, un libro escrito con sangre, la idea precursora de Abierto hasta el amanecer, la pesadilla recurente de Robert Rodríguez. La chica de pelo negro no sabía besar. Antes de marcharse le dio a Chucho Flores el teléfono del motel Las Brisas y luego salió trastabillando hasta donde tenía el coche aparcado.

Al abrir la puerta oyó que alguien le preguntaba si se sentía bien. Llenó los pulmones de aire y se dio la vuelta. Chucho Flores estaba a tres metros de él, con el nudo de la corbata desabrochado y abrazando por la cintura a Rosa Méndez que lo miraba como si fuera un ejemplar exótico de algo, ¿de qué?, no lo sabía, pero la mirada de la mujer no le gustó.

– Estoy bien -dijo-, no hay problema.

– ¿Quieres que te lleve a tu motel? -dijo Chucho Flores.

La sonrisa de Rosa Méndez se acentuó. Se le pasó por la cabeza la idea de que el mexicano era gay.

– No es necesario -dijo-, me las puedo arreglar solo.

Chucho Flores soltó a la mujer y dio un paso en su dirección.

Fate abrió la puerta del coche y encendió el motor evitando mirarlos. Adiós, amigo, oyó que decía como en sordina el mexicano. Rosa Méndez tenía las manos en las caderas, en una pose nada natural, le pareció, y no lo miraba a él ni a su coche que se alejaba sino a su acompañante, que permanecía inmóvil, como si el aire de la noche lo hubiera congelado.

En el motel la recepción estaba abierta y Fate le preguntó a un chico al que no había visto si le podían conseguir algo de comer. El chico le dijo que no tenían cocina pero que podía comprar unas galletas o una barra de chocolate en la máquina que había afuera. Por la carretera pasaban de vez en cuando camiones hacia el norte y hacia el sur y al otro lado se veían las luces de la estación de servicio. Hacia allá dirigió Fate sus pasos.

Cuando atravesó la carretera, sin embargo, un coche estuvo a punto de atropellarlo. Por un momento pensó que estaba borracho, pero luego se dijo que antes de cruzar, estuviera o no borracho, había mirado con atención y no vio luces en la carretera. ¿De dónde, pues, había salido ese coche? Tendré más cuidado cuando vuelva, se dijo. La estación de servicio estaba profusamente iluminada y casi vacía. Detrás del mostrador una quinceañera leía una revista. A Fate le pareció que tenía la cabeza muy pequeña. Junto a la caja había otra mujer, de unos veinte años, que se lo quedó mirando mientras él se dirigía a una máquina donde vendían hot-dogs.

– Tiene que pagar primero -dijo la mujer en español.

– No entiendo -dijo Fate-, soy americano.

La mujer le repitió la advertencia en inglés.

– Dos hot-dogs y una lata de cerveza -dijo Fate.

La mujer sacó un bolígrafo del bolsillo de su uniforme y escribió la cantidad de dinero que Fate tenía que darle.

– ¿Dólares o pesos? -dijo Fate.

– Pesos -dijo la mujer.

Fate dejó junto a la caja registradora un billete y fue a buscar al refrigerador la lata de cerveza y luego le indicó con los dedos a la adolescente de cabeza pequeña cuántos hot-dogs quería. La muchacha le sirvió los hot-dogs y Fate le preguntó cómo funcionaba la máquina de las salsas.

– Apriete el botón de la que prefiera -dijo la adolescente en inglés.

Fate le puso salsa de tomate, mostaza y algo que parecía guacamole a uno de los hot-dogs y se lo comió allí mismo.

– Está bueno -dijo.

– Me alegro -dijo la chica.

Luego repitió la operación con el otro y se acercó a la caja a buscar el cambio. Cogió unas monedas y volvió hacia donde estaba la adolescente y se las dio de propina.

– Gracias, señorita -dijo en español.

Después salió con su lata de cerveza y su hot-dog a la carretera.

Mientras esperaba que pasaran tres camiones que iban de Santa Teresa a Arizona recordó lo que le había dicho a la cajera.

Soy americano. ¿Por qué no dije soy afroamericano? ¿Porque estoy en el extranjero? ¿Pero puedo considerarme en el extranjero cuando, si quisiera, podría ahora mismo irme caminando, y no caminar demasiado, hasta mi país? ¿Eso significa que en algún lugar soy americano y en algún lugar soy afroamericano y en algún otro lugar, por pura lógica, soy nadie?

Al despertarse llamó por teléfono al jefe de la sección de deportes de su revista y le dijo que Pickett no estaba en Santa Teresa.

– Es normal -dijo el jefe de la sección de deportes-, probablemente está en algún rancho en las afueras de Las Vegas.

– ¿Y cómo demonios voy a hacerle la entrevista? -dijo Fate-. ¿Quieres que vaya a Las Vegas?

– No es necesario que entrevistes a nadie, sólo necesitamos a alguien que narre la pelea, ya sabes, el ambiente, el aire que se respira en el ring, el estado de forma de Pickett, la impresión que causa en los jodidos mexicanos.

– Los prolegómenos del combate -dijo Fate.

– ¿Prolequé? -dijo el jefe de la sección de deportes.

– El jodido ambiente -dijo Fate.

– Con palabras sencillas -dijo el jefe de la sección de deportes -, como si estuvieras contando una historia en un bar y todos los que están a tu alrededor fueran tus amigos y se murieran de ganas de escucharte.

– Entendido -dijo Fate-, te lo envío pasado mañana.

– Si hay algo que no entiendas, no te preocupes, aquí procuraremos editarte como si te hubieras pasado toda la vida junto a un ring.

– De acuerdo, entendido -dijo Fate.

Al salir al porche de su habitación vio a tres niños rubios, casi albinos, que jugaban con una pelota blanca, un balde rojo y unas palas de plástico rojas. El mayor debía de tener cinco años y el menor tres. No era un sitio seguro para que jugaran unos niños. En un descuido podían intentar cruzar la carretera y un camión podía arrollarlos. Miró a los lados: sentada en un banco de madera, a la sombra, una mujer muy rubia y con gafas negras los vigilaba. La saludó. La mujer lo miró durante un segundo e hizo un gesto con la mandíbula como si no pudiera apartar la vista de los niños.

Fate bajó las escaleras y se metió en su coche. El calor en el interior era insoportable y abrió las dos ventanas. Sin saber por qué pensó otra vez en su madre, en la forma que ésta tenía de vigilarlo cuando él era un niño. Cuando puso el coche en marcha uno de los niños albinos se levantó y se lo quedó mirando.

Fate le sonrió y lo saludó con la mano. El niño dejó caer la pelota y se cuadró como un militar. Al enfilar el coche para salir del motel el niño se llevó la mano derecha a la visera y se mantuvo así hasta que el coche de Fate se perdió hacia el sur.