Aquello era una senda de carretas, pensó Fate. De hecho, las rodadas de las carretas eran visibles, pero tal vez sólo fueran las huellas del paso de viejos camiones de ganado.
El rancho donde estaba instalado Merolino Fernández era un conjunto de tres casas bajas y alargadas alrededor de un patio de tierra reseca y dura como el cemento en donde habían levantado un ring de apariencia inestable. Cuando llegaron el ring estaba vacío y en el patio sólo había un hombre durmiendo sobre una tumbona de paja que se despertó con el ruido de los motores. El tipo era grande y entrado en carnes y su rostro estaba lleno de cicatrices. Los periodistas mexicanos lo conocían y se pusieron a hablar con él. Se llamaba Víctor García y en el hombro derecho llevaba un tatuaje que a Fate le pareció interesante. Un hombre desnudo, visto de espaldas, se arrodillaba en el atrio de una iglesia. A su alrededor por lo menos diez ángeles con formas femeninas surgían volando de la oscuridad, como mariposas convocadas por los ruegos del penitente.
Todo lo demás era oscuridad y formas vagas. El tatuaje, aunque era formalmente bueno, daba la impresión de que se lo habían hecho en la cárcel y que el tatuador carecía, si no de experiencia, sí de herramientas y tintas, pero su argumento resultaba inquietante. Cuando preguntó a los periodistas quién era aquel hombre, le respondieron que uno de los sparrings de Merolino.
Después, como si los hubiera estado observando por una ventana, salió al patio una mujer con una bandeja con refrescos y cervezas frías.
Al cabo de un rato apareció el preparador del boxeador mexicano vestido con una camisa blanca y un suéter blanco y les preguntó si preferían hacerle las preguntas a Merolino antes o después del entrenamiento. Lo que usted prefiera, López, dijo uno de los periodistas. ¿Les han traído algo de comer?, preguntó el preparador mientras se sentaba alrededor de los refrescos y la cerveza. Los periodistas dijeron que no con la cabeza y el preparador, sin levantarse de su asiento, mandó a García a que fuera a la cocina y se trajera alguna botana. Antes de que García volviera vieron aparecer a Merolino por una de las sendas que se perdía en el desierto, seguido de un tipo negro vestido con chándal que intentaba hablar español y que sólo decía palabrotas. Al entrar al patio del rancho no saludaron a nadie y se dirigieron a un abrevadero de cemento en donde se lavaron la cara y los torsos ayudados por un balde. Sólo después, sin secarse y sin volverse a poner la parte superior del chándal, fueron a saludar.
El negro era de Oceanside, California, o al menos allí había nacido aunque luego se crió en Los Ángeles, y se llamaba Omar Abdul. Trabajaba como sparring de Merolino y le dijo a Fate que tal vez se quedara a vivir un tiempo en México.
– ¿Qué harás después de la pelea? -dijo Fate.
– Sobrevivir -dijo Omar-, ¿no es eso lo que hacemos todos?
– ¿De dónde sacarás el dinero?
– De cualquier parte -dijo Omar-, éste es un país barato.
Cada pocos minutos, sin que viniera a cuento, Omar sonreía.
Tenía una hermosa sonrisa que realzaba con una perilla y un bigotillo de artesanía. Pero, también, cada pocos minutos ponía cara de enfado, y entonces la perilla y el bigotillo adquirían un aspecto amenazador, de indiferencia suprema y amenazante.
Cuando Fate le preguntó si era boxeador o si había hecho algunos combates de boxeo en alguna parte, le respondió que «había peleado», sin dignarse a más explicaciones.
Cuando le preguntó por las posibilidades de victoria de Merolino Fernández, dijo que eso nunca se sabía hasta que sonaba la campana.
Mientras los boxeadores se vestían Fate se puso a caminar por el patio de tierra y a mirar los alrededores.
– ¿Qué miras? -oyó que le decía Omar Abdul.
– El paisaje -dijo-, es un paisaje triste.
A su lado el sparring oteó el horizonte y luego dijo:
– Así es el campo. A esta hora siempre es triste. Es un jodido paisaje para mujeres.
– Está oscureciendo -dijo Fate.
– Aún hay luz para hacer guantes -dijo Omar Abdul.
– ¿Qué hacéis por las noches, cuando se acaban los entrenamientos?
– ¿Todos nosotros? -dijo Omar Abdul.
– Sí, todo el equipo o como se le llame.
– Comemos, vemos la televisión, luego el señor López se va a dormir y Merolino también se va a dormir y los demás podemos irnos a dormir también o seguir viendo la tele o ir a dar un paseo por la ciudad, ya me entiendes -dijo con una sonrisa que podía significar cualquier cosa.
– ¿Qué edad tienes? -le preguntó de improviso.
– Veintidós años -dijo Omar Abdul.
Cuando Merolino se subió al ring el sol estaba desapareciendo por el oeste y el preparador encendió las luces que estaban alimentadas por un generador independiente del que proporcionaba electricidad a la casa. En una esquina, con la cabeza gacha, permanecía inmóvil García. Se había quitado la ropa y puesto un pantalón de boxeador de color negro que le llegaba hasta las rodillas. Parecía dormido. Sólo cuando las luces se encendieron levantó la cabeza y miró, por unos segundos, a López, como si esperara una señal. Uno de los periodistas, que no dejaba de sonreír, hizo sonar una campana y el sparring levantó la guardia y avanzó hacia el centro del cuadrilátero. Merolino llevaba un casco de protección y se movía alrededor de García, que sólo de tanto en tanto soltaba la izquierda y trataba de conectar algún golpe. Fate le preguntó a uno de los periodistas si lo normal no era que el sparring llevara el casco de protección.
– Es lo normal -dijo el periodista.
– ¿Y por qué no lo lleva? -dijo Fate.
– Porque por más que le peguen ya no le pueden hacer más daño -dijo el periodista-. ¿Me entiendes? No siente los golpes, está zumbado.
Al tercer round García se bajó del ring y subió Omar Abdul.
El chico iba con el torso desnudo pero no se había quitado los pantalones del chándal. Sus movimientos eran mucho más veloces que los del sparring mexicano y se escabullía con facilidad cuando Merolino intentaba arrinconarlo, aunque era evidente que el boxeador y su sparring no pretendían hacerse daño. De vez en cuando hablaban, sin dejar de moverse, y se reían.
– ¿Estás en Costa Rica? -le preguntó Omar Abdul-. ¿Dónde tienes los candorros?
Fate le preguntó al periodista qué decía el sparring.
– Nada -dijo el periodista-, ese hijo de la chingada sólo ha aprendido a decir insultos en español.
Al cabo de tres asaltos el preparador detuvo el combate y desapareció en el interior de la casa seguido por Merolino.
– El masajista los está esperando -dijo el periodista.
– ¿Quién es el masajista? -preguntó Fate.
– No lo hemos visto, creo que nunca sale al patio, es un tipo ciego, ¿lo entiendes?, un tipo ciego de nacimiento, que se pasa todo el día en la cocina, comiendo, o en el cuarto de baño, cagando, o tirado en el suelo de su habitación leyendo libros en el idioma de los ciegos, el lenguaje ese, ¿cómo se llama?
– El alfabeto Braille -dijo el otro periodista.
Fate se imaginó al masajista leyendo en una habitación completamente a oscuras y tuvo un ligero estremecimiento.
Debe de ser algo parecido a la felicidad, pensó. En el abrevadero García le echaba a Omar Abdul un balde de agua fría en la espalda. El sparring californiano le guiñó un ojo a Fate.
– ¿Qué le ha parecido? -le preguntó.
– No ha estado mal -dijo Fate por decir algo amable-, pero tengo la impresión de que Pickett va a llegar mucho mejor preparado.
– Pickett es un marica de mierda -dijo Omar Abdul.
– ¿Lo conoces?
– Lo he visto pelear en la tele un par de veces. No sabe moverse.
– Bueno, yo en realidad no lo he visto nunca -dijo Fate.
Omar Abdul lo miró a los ojos con expresión de asombro.
– ¿Nunca has visto pelear a Pickett? -dijo.
– No, en realidad el especialista en boxeo de mi revista murió la semana pasada y como no andamos sobrados de personal, me enviaron a mí.