Mientras conducía volvió a pensar en su madre. La vio caminar, la vio de espaldas, vio su nuca mientras ella contemplaba un programa de la tele, oyó su risa, la vio fregar platos en el lavadero.

Su rostro, sin embargo, permaneció en la sombra todo el tiempo, como si de alguna manera ella ya estuviera muerta o como si le dijera, con gestos y no con palabras, que los rostros no eran importantes ni en esta vida ni en la otra. En el Sonora Resort no encontró a ningún periodista y tuvo que preguntarle al recepcionista cómo se llegaba al Arena. Cuando llegó al pabellón notó cierto revuelo. Preguntó a un lustrabotas que se había instalado en uno de los pasillos qué ocurría y el lustrabotas le dijo que había llegado el boxeador norteamericano.

Encontró a Count Pickett subido al ring, vestido con traje y corbata y exhibiendo una amplia y confiada sonrisa. Los fotógrafos disparaban sus cámaras y los periodistas que rodeaban el ring lo llamaban por su nombre de pila y le soltaban preguntas.

¿Cuándo crees que vas a luchar por el título? ¿Es verdad que Jesse Brentwood te tiene miedo? ¿Cuánto has cobrado por venir a Santa Teresa? ¿Es cierto que te casaste en secreto en Las Vegas? El apoderado de Pickett estaba a su lado. Era un tipo gordo y bajito y era él quien contestaba a casi todas las preguntas.

Los periodistas mexicanos se dirigían a él en español y lo llamaban por su nombre, Sol, señor Sol, y el señor Sol les contestaba en español y en ocasiones él también llamaba por sus nombres a los periodistas mexicanos. Un periodista norteamericano, un tipo grande y de cara cuadrada, le preguntó si era políticamente correcto traer a Pickett a pelear a Santa Teresa.

– ¿Qué quiere decir políticamente correcto? -le preguntó el apoderado.

El periodista iba a contestar, pero el apoderado se le adelantó.

– El boxeo -dijo- es un deporte y el deporte, como el arte, está más allá de la política. No mezclemos deporte con política, Ralph.

– Si lo he interpretado correctamente -dijo el tal Ralph-, usted no tiene miedo de traer a Count Pickett a Santa Teresa.

– Count Pickett no le teme a nadie -dijo el apoderado.

– No ha nacido quien pueda vencerme -dijo Count Pickett.

– Bueno, Count es un hombre, a la vista está. La pregunta entonces sería: ¿ha venido alguna mujer en su grupo? -dijo Ralph.

Un periodista mexicano que estaba en el otro extremo se levantó y lo mandó a la chingada. Otro que estaba no lejos de Fate le gritó que no insultara a los mexicanos si no quería que le dieran una patada en la boca.

– Cállese la bocota, buey, o se la parto.

Ralph pareció no oír los insultos y siguió de pie, con apariencia tranquila, esperando la respuesta del apoderado. Unos periodistas norteamericanos que estaban en una esquina del cuadrilátero, junto a unos fotógrafos, miraron al apoderado con gesto interrogante. El apoderado carraspeó y luego dijo:

– No ha venido ninguna mujer con nosotros, Ralph, usted ya sabe que nunca viajamos con mujeres.

– ¿Ni siquiera la señora Alversohn?

El apoderado se rió y algunos periodistas lo secundaron.

– Usted sabe muy bien que a mi mujer no le gusta el boxeo, Ralph -dijo el apoderado.

– ¿De qué demonios estaban hablando? -le preguntó Fate a Chucho Flores mientras desayunaban en un bar cercano al pabellón Arena del Norte.

– De los asesinatos de mujeres -dijo Chucho Flores con desánimo -. Florecen -dijo-. Cada cierto tiempo florecen y vuelven a ser noticia y los periodistas hablan de ellos. La gente también vuelve a hablar de ellos y la historia crece como una bola de nieve hasta que sale el sol y la pinche bola se derrite y todos se olvidan y vuelven al trabajo.

– ¿Vuelven al trabajo? -preguntó Fate.

– Los jodidos asesinatos son como una huelga, amigo, una jodida huelga salvaje.

La equivalencia entre asesinatos de mujeres y huelga era curiosa. Pero asintió con la cabeza y no dijo nada.

– Ésta es una ciudad completa, redonda -dijo Chucho Flores -. Tenemos de todo. Fábricas, maquiladoras, un índice de desempleo muy bajo, uno de los más bajos de México, un cártel de cocaína, un flujo constante de trabajadores que vienen de otros pueblos, emigrantes centroamericanos, un proyecto urbanístico incapaz de soportar la tasa de crecimiento demográfico, tenemos dinero y también hay mucha pobreza, tenemos imaginación y burocracia, violencia y ganas de trabajar en paz. Sólo nos falta una cosa -dijo Chucho Flores.

Petróleo, pensó Fate, pero no lo dijo.

– ¿Qué es lo que falta? -dijo.

– Tiempo -dijo Chucho Flores-. Falta el jodido tiempo.

¿Tiempo para qué?, pensó Fate. ¿Tiempo para que esta mierda, a mitad de camino entre un cementerio olvidado y un basurero, se convierta en una especie de Detroit? Durante un rato estuvieron sin hablar. Chucho Flores sacó un lápiz de su americana y una libreta y se puso a dibujar rostros de mujeres.

Lo hacía con extrema rapidez, totalmente abstraído, y también, según le pareció a Fate, con cierto talento, como si antes de convertirse en periodista deportivo Chucho Flores hubiera estudiado dibujo y se hubiera pasado muchas horas tomando apuntes del natural. Ninguna de sus mujeres sonreía. Algunas tenían los ojos cerrados. Otras eran viejas y miraban a los lados, como si esperaran algo o alguien acabara de llamarlas por su nombre. Ninguna era bonita.

– Tienes talento -dijo Fate cuando Chucho Flores acometía su séptimo retrato.

– No es nada -dijo Chucho Flores.

Después, básicamente porque seguir hablando del talento del mexicano le producía cierto embarazo, le preguntó por las muertas.

– La mayoría son trabajadoras de las maquiladoras. Muchachas jóvenes y de pelo largo. Pero eso no es necesariamente la marca del asesino, en Santa Teresa casi todas las muchachas llevan el pelo largo -dijo Chucho Flores.

– ¿Hay un solo asesino? -preguntó Fate.

– Eso dicen -dijo Chucho Flores sin dejar de dibujar-. Hay algunos detenidos. Hay algunos casos solucionados. Pero la leyenda quiere que el asesino sea uno solo y además inatrapable.

– ¿Cuántas muertas hay?

– No lo sé -dijo Chucho Flores-, muchas, más de doscientas.

Fate observó cómo el mexicano empezaba a esbozar su noveno retrato.

– Son muchas para una sola persona -dijo.

– Así es, amigo, demasiadas, incluso para un asesino mexicano.

– ¿Y cómo las matan? -preguntó Fate.

– Eso no está nada claro. Desaparecen. Se evaporan en el aire, visto y no visto. Y al cabo de un tiempo aparecen sus cuerpos en el desierto.

Mientras conducía rumbo al Sonora Resort, desde donde pensaba revisar su correo electrónico, a Fate se le ocurrió que mucho más interesante que la pelea Pickett-Fernández era escribir un reportaje sobre las mujeres asesinadas. Así se lo escribió al jefe de su sección. Le pidió quedarse una semana más en la ciudad y que le enviaran un fotógrafo. Después salió a tomar una copa al bar en donde se juntó con algunos periodistas norteamericanos.

Hablaban del combate y todos coincidían en que Fernández no iba a durar más de cuatro rounds. Uno de ellos contó la historia del boxeador mexicano Hércules Carreño. Era un tipo que medía casi dos metros. Algo nada usual en México, donde la gente más bien es bajita. Este Hércules Carreño, además, era fuerte, trabajaba descargando sacos en un mercado o en una carnicería, y alguien lo convenció para que se dedicara al boxeo. Empezó tarde. Digamos a los veinticinco años. Pero en México no abundan los pesos pesados y ganaba todos los combates.

Éste es un país que da buenos gallos, buenos moscas, buenos plumas, a veces, en contadas ocasiones, algún welter, pero no pesados ni semipesados. Es una cuestión de tradición y de alimentación. Una cuestión de morfología. Ahora tienen un presidente de la república que es más alto que el presidente de los Estados Unidos. Es la primera vez que ocurre. Poco a poco los presidentes de México serán cada vez más altos. Antes era impensable. Un presidente de México solía llegarle, en el mejor de los casos, al hombro a un presidente de América. A veces la cabeza de un presidente de México apenas estaba unos centímetros por encima del ombligo de un presidente de los nuestros.