Iba junto a la ventana y el paisaje invariablemente era el mismo, edificios y autopistas, hasta que de pronto apareció el campo.
En ese momento, o tal vez antes, había comenzado a atardecer y él miraba los árboles, un bosque pequeño pero que a sus ojos se engrandecía. Y entonces creyó ver a un hombre caminando por el borde del bosquecillo. A grandes zancadas, como si no quisiera que la noche se le echase encima. Se preguntó quién era ese hombre. Sólo supo que era un hombre, y no una sombra, porque tenía una camisa y movía los brazos al caminar. La soledad del tipo era tan grande que Fate recordaba que deseó no seguir mirando y abrazar a su madre, pero en lugar de eso mantuvo los ojos abiertos hasta que el autobús dejó atrás el bosque y otra vez aparecieron los edificios, las fábricas, los galpones de almacenamiento que jalonaban la carretera.
La soledad del valle que cruzaba ahora, su oscuridad, era mayor. Se imaginó a sí mismo caminando a buen paso por el arcén. Sintió un escalofrío. Recordó entonces el jarrón donde yacían las cenizas de su madre y la taza de café de la vecina que no había devuelto y que ahora estaría infinitamente fría y los vídeos de su madre que ya nadie nunca más iba a ver. Pensó en detener el coche y esperar a que amaneciera. Su instinto le indicó que un negro durmiendo en un coche alquilado junto al arcén no era lo más prudente en Arizona. Cambió de emisora.
Una voz en español empezó a contar la historia de una cantante de Gómez Palacio que había vuelto a su ciudad, en el estado de Durango, sólo para suicidarse. Luego se oyó la voz de una mujer que cantaba rancheras. Durante un rato, mientras conducía hacia el valle, la estuvo escuchando. Después intentó volver a sintonizar la emisora de jazz de Phoenix y ya no la pudo encontrar.
En el lado norteamericano se levantaba un pueblo llamado Adobe. Antes había sido una fábrica de adobe, pero ahora era un conglomerado de casas y tiendas de electrodomésticos alineadas casi todas en una gran calle mayor. Al final de la calle uno salía a un descampado profusamente iluminado e inmediatamente después estaba el control de aduanas norteamericano.
El policía de fronteras le pidió su pasaporte y Fate se lo dio. Junto al pasaporte estaba su acreditación de periodista. El policía de fronteras le preguntó si venía a escribir sobre los asesinatos.
– No -dijo Fate-, vengo a cubrir el combate del sábado.
– ¿Quién pelea? -dijo el policía de fronteras.
– Count Pickett, el semipesado de Nueva York.
– Jamás lo he oído nombrar -dijo el policía.
– Llegará a campeón del mundo -dijo Fate.
– Ojalá -dijo el policía.
Después avanzó cien metros hasta la frontera mexicana y Fate tuvo que salir y mostrar su maleta, los papeles del coche, su pasaporte y su carnet de periodista. Lo hicieron rellenar unos impresos. Las caras de los policías mexicanos estaban entumecidas de sueño. Desde la ventana de la caseta de aduanas se veía la larga y alta reja que dividía ambos países. En el tramo más alejado de la reja vio cuatro pájaros negros encaramados en lo alto y con las cabezas como enterradas en sus plumas. Hace frío, dijo Fate. Mucho frío, dijo el funcionario mexicano que estudiaba el impreso que Fate acababa de rellenar.
– Los pájaros. Tienen frío.
El funcionario miró en la dirección que el dedo de Fate señalaba.
– Son zopilotes, siempre tienen frío a esta hora -dijo.
Se alojó en un motel llamado Las Brisas, en la parte norte de Santa Teresa. Por la carretera, cada cierto tiempo, pasaban camiones que iban a Arizona. A veces los camiones se detenían al otro lado de la carretera, junto a la gasolinera, y luego seguían su marcha o bien los choferes se bajaban y comían algo en una estación de servicio con las paredes pintadas de azul celeste. Por la mañana casi no pasaban camiones, sólo coches y camionetas.
Fate se sentía tan cansado que ni siquiera se dio cuenta de la hora que era cuando cayó dormido.
Al despertarse salió a hablar con el recepcionista del motel y le pidió un plano de la ciudad. El recepcionista era un tipo de unos veinticinco años y le dijo que nunca en Las Brisas habían tenido planos, al menos desde que él empezó a trabajar allí. Le preguntó adónde quería ir. Fate dijo que era periodista y que había ido a cubrir el combate de Count Pickett. Count Pickett versus el Merolino Fernández, dijo el recepcionista.
– Lino Fernández -dijo Fate.
– Aquí le decimos el Merolino -dijo el recepcionista con una sonrisa-. ¿Y quién cree usted que va a ganar?
– Pickett -dijo Fate.
– Habrá que ver, aunque me parece que se equivoca.
Después el recepcionista arrancó una hoja de papel y le hizo un plano a mano con indicaciones precisas para llegar al pabellón de boxeo Arena del Norte, en donde se iba a celebrar la pelea. El plano resultó mucho más bueno de lo que Fate esperaba.
El pabellón Arena del Norte parecía un viejo teatro de 1900, al que le hubieran plantado en el medio un ring de boxeo.
En una de sus oficinas Fate se acreditó como periodista y preguntó por el hotel donde se encontraba Pickett. Le dijeron que el boxeador norteamericano aún no había llegado a la ciudad.
Entre los periodistas que encontró había un par de tipos que hablaban en inglés y que pensaban ir a entrevistar a Fernández.
Fate les preguntó si podía ir con ellos y los periodistas se encogieron de hombros y dijeron que por su parte no había inconveniente.
Cuando llegaron al hotel donde Fernández daba la conferencia de prensa, el boxeador estaba hablando con un grupo de periodistas mexicanos. Los norteamericanos le preguntaron en inglés si creía que podía ganar a Pickett. Fernández entendió la pregunta y dijo que sí. Los norteamericanos le preguntaron si había visto boxear alguna vez a Pickett. Fernández no entendió la pregunta y uno de los periodistas mexicanos se la tradujo.
– Lo importante es tener fe en tus propias fuerzas -dijo Fernández, y los periodistas norteamericanos anotaron la respuesta en sus libretas.
– ¿Conoce las estadísticas de Pickett? -le dijeron.
Fernández esperó a que le tradujeran la pregunta y luego dijo que no le interesaban esas cosas. Los periodistas norteamericanos se rieron entre dientes antes de preguntarle por sus propias estadísticas. Treinta peleas, dijo Fernández. Veinticinco victorias. Dieciocho por knock out. Tres derrotas. Dos combates nulos. No está mal, dijo uno de los periodistas y siguió preguntando.
La mayoría de los periodistas estaban alojados en el Hotel Sonora Resort, en el centro de Santa Teresa. Cuando Fate les dijo que él se había alojado en un motel de las afueras le dijeron que lo dejara y que tratara de conseguir habitación en el Sonora Resort. Fate visitó el hotel y tuvo la impresión de que allí se estaba celebrando una convención de periodistas deportivos mexicanos. La mayoría de éstos hablaban inglés y eran, al menos en una primera impresión, mucho más amables que los periodistas norteamericanos que había conocido. En la barra del bar algunos hacían apuestas sobre la pelea y en general se les veía felices y despreocupados, aunque finalmente Fate decidió permanecer en su motel.
Desde un teléfono del Sonora Resort, sin embargo, llamó a cobro revertido a su redacción y pidió hablar con el jefe de la sección de deportes. La mujer con la que habló le dijo que no había nadie.
– Las oficinas están vacías -dijo.
Tenía una voz ronca y quejumbrosa y no hablaba como una secretaria neoyorquina sino como una campesina que acabara de salir de un cementerio. Esta mujer conoce de primera mano el planeta de los muertos, pensó Fate, y ya no sabe lo que dice.
– Volveré a llamar más tarde -dijo antes de colgar.
El coche de Fate iba detrás del coche de los periodistas mexicanos que querían entrevistar a Merolino Fernández. El cuartel del boxeador mexicano estaba instalado en un rancho de las afueras de Santa Teresa y sin la ayuda de los periodistas hubiera sido imposible encontrarlo. Cruzaron un barrio periférico a través de una telaraña de calles sin asfaltar y sin alumbrado eléctrico. Por momentos, después de rodear potreros y lotes baldíos donde se acumulaba la basura de los pobres, uno tenía la impresión de que estaban a punto de salir a campo abierto, pero entonces volvía a surgir otro barrio, esta vez más antiguo, de casas de adobe, alrededor de las cuales habían crecido chamizos hechos con cartón, con planchas de zinc, con viejos embalajes que resistían el sol y las lluvias ocasionales y que el paso del tiempo parecía haber petrificado. Allí no sólo las plantas silvestres eran distintas sino que hasta las moscas parecían pertenecer a otra especie. Después se dejó ver un camino de terracería camuflado por el horizonte que empezaba a ennegrecer y que corría paralelo a una acequia y unos árboles cubiertos de polvo. Aparecieron las primeras cercas. El camino se estrechó.