Cuando volvió a entrar en la sala de espera uno de los magrebíes se había marchado. Se sentó en el extremo opuesto y esperó a que abrieran las taquillas. Luego compró un billete para cualquier lugar y se marchó del pueblo.
La vida sexual de Archimboldi se limitaba a su trato con las putas de las diversas ciudades donde vivía. Algunas putas no le cobraban. Le cobraban al principio, pero luego, cuando la figura de Archimboldi empezaba a formar parte del paisaje, dejaban de cobrarle, o no le cobraban siempre, lo que a menudo llevaba a equívocos que se resolvían de forma violenta.
Durante todos estos años la única persona con la que Archimboldi mantuvo una relación más o menos permanente fue la baronesa Von Zumpe. Generalmente el contacto era epistolar, aunque en ocasiones la baronesa aparecía por las ciudades o pueblos donde paraba Archimboldi y realizaban largas caminatas, cogidos del brazo como dos ex amantes que ya no tienen muchas confidencias que hacerse. Después Archimboldi acompañaba a la baronesa al hotel, el mejor de la ciudad o del pueblo donde estuvieran, y se despedían con un beso en la mejilla o, si el día había sido particularmente melancólico, con un abrazo. A la mañana siguiente la baronesa se marchaba a primera hora, mucho antes de que Archimboldi despertara y fuera al hotel a buscarla.
En las cartas las cosas eran diferentes. La baronesa hablaba de sexo, que practicó hasta muy avanzada edad, de amantes cada vez más patéticos o deleznables, de fiestas en las que solía reírse como cuando tenía dieciocho años, de nombres que Archimboldi no había oído nombrar nunca aunque según la baronesa eran las personalidades del momento en Alemania y Europa.
Por supuesto, Archimboldi no veía la tele, ni oía la radio ni leía la prensa. Se enteró de la caída del Muro gracias a una carta de la baronesa que estuvo aquella noche en Berlín. A veces, cediendo al sentimentalismo, la baronesa le pedía que volviera a Alemania. He vuelto, le respondía Archimboldi. Me gustaría que volvieras definitivamente, le contestaba la baronesa.
Que te quedaras más tiempo. Ahora eres famoso. Una rueda de prensa no estaría mal. Tal vez un poco excesivo para ti. Pero al menos una entrevista en exclusiva con algún periodista cultural de prestigio. Sólo en mis peores pesadillas, le escribía Archimboldi.
A veces hablaban de los santos, pues la baronesa, como algunas mujeres de vida sexual intensa, tenía una veta mística, aunque esta veta, bastante inocente, se resolvía estéticamente o a través de una pulsión de coleccionista de retablos y tallas medievales.
Hablaban de Eduardo el Confesor, muerto en 1066, que da como limosna su anillo regio al mismísimo San Juan Evangelista, el cual, naturalmente, se lo devuelve al cabo de los años a través de un peregrino que viene de Tierra Santa. Hablaban de Pelagia o Pelaya, actriz de teatro de Antioquía, la cual, en su aprendizaje de Cristo, se cambia de nombre varias veces y se hace pasar por hombre y adopta incontables personalidades, como si en un rapto de lucidez o locura hubiera decidido que su teatro era todo el Mediterráneo y su única y laberíntica obra el cristianismo.
Con los años, la letra de la baronesa, que siempre escribía a mano, se hizo cada vez más vacilante. A veces llegaban cartas suyas incomprensibles. Archimboldi sólo podía descifrar algunas palabras. Premios, honores, distinciones, candidaturas.
¿Premios de quién, de él, de la baronesa? Seguramente de él, pues a su manera la baronesa era de una modestia extrema.
También podía descifrar: trabajo, ediciones, la luz de la editorial, que era la luz de Hamburgo, cuando ya todos se han ido y sólo quedaba ella y su secretaria, que la ayudaba a bajar por las escaleras hasta la calle en donde la esperaba un coche parecido a un coche fúnebre. Pero la baronesa siempre se reponía y después de esas cartas agónicas le llegaban postales desde Jamaica o desde Indonesia, en donde la baronesa, con una letra más firme, le preguntaba si alguna vez había estado en América o en Asia, a sabiendas de que Archimboldi jamás se había movido del Mediterráneo.
En ocasiones, las cartas se espaciaban. Si Archimboldi, como hacía a menudo, se cambiaba de domicilio, le enviaba una carta con el nuevo remitente. A veces, por las noches, se despertaba de pronto pensando en la muerte, pero en sus cartas evitaba mencionarla. La baronesa, por el contrario, y tal vez porque tenía más años que él, hablaba de la muerte a menudo, de los muertos que había conocido, de los muertos que había amado y que ya sólo eran un montón de huesos o ceniza, de los niños muertos que no había conocido y que hubiera deseado tanto conocer y acunar y criar. En momentos así uno podía tener la impresión de que se estaba volviendo loca, pero Archimboldi sabía que ella siempre mantenía el equilibrio y que era honesta y sincera. En efecto, rara vez la baronesa dijo alguna mentira. Todo estaba claro desde la época en que ella acudía a la casa solariega de su familia, levantando una nube de polvo por el camino de tierra, en compañía de sus amigos, la juventud dorada berlinesa, ignorante y soberbia, a la que Archimboldi veía desde lejos, desde una de las ventanas de la casa, cuando descendían de sus coches riendo.
En alguna ocasión, recordando aquellos días, le preguntó si alguna vez había sabido algo de su primo Hugo Halder. La baronesa le contestó que no, que después de la guerra nunca más se supo nada de Hugo Halder, y durante un tiempo, tal vez sólo unas horas, Archimboldi fantaseó con la idea de que él era, en realidad, Hugo Halder. En otra ocasión, hablando de sus libros, la baronesa le confesó que nunca se molestó en leer ninguno de ellos, pues rara vez leía novelas «difíciles» u «oscuras», como las que él escribía. Con los años, además, esta costumbre se había acentuado y después de cumplir los setenta años el ámbito de sus lecturas se restringió a las revistas de moda o actualidad.
Cuando Archimboldi quiso saber por qué seguía publicándolo si no lo leía, pregunta más bien retórica cuya respuesta conocía, la baronesa le contestó que a) porque sabía que era bueno, b) porque Bubis así se lo había indicado, c) porque pocos editores leían a los autores que publicaban.
Llegados a este punto hay que decir que muy pocos creyeron que, a la muerte de Bubis, la baronesa fuera a seguir al frente de la editorial. Esperaban que vendiera el negocio y se dedicara a sus amantes y a sus viajes, que eran sus aficiones más conocidas. Sin embargo la baronesa tomó las riendas de la editorial y la calidad de ésta no decayó un ápice, pues se supo rodear de buenos lectores y en el aspecto puramente empresarial mostró un temple que nadie, hasta entonces, había visto en ella. En una palabra: el negocio de Bubis siguió creciendo.
A veces, medio en broma medio en serio, la baronesa le decía a Archimboldi que si él fuera más joven lo nombraría su heredero.
Cuando la baronesa cumplió ochenta años, en los círculos literarios de Hamburgo esta pregunta se la hacían completamente en serio. ¿Quién se haría cargo de la editorial de Bubis a la muerte de ella? ¿Quién sería nombrado oficialmente su heredero?
¿Había hecho testamento la baronesa? ¿A quién legaba la fortuna de Bubis? Parientes no había. La última Von Zumpe era la baronesa. Por parte de Bubis, sin contar a su primera mujer que había muerto en Inglaterra, el resto de su familia había desaparecido en los campos de exterminio. Ninguno de los dos había tenido hijos. No había hermanos ni primos (salvo Hugo Halder que a esas alturas probablemente ya estaba muerto).
No había sobrinos (a menos que Hugo Halder hubiera tenido un hijo). Se decía que la baronesa pensaba legar su fortuna, salvo la editorial, a obras benéficas y que algunos pintorescos representantes de ONG visitaban su despacho como quien visita el Vaticano o el Banco Alemán. Para herederos de la editorial no faltaban candidatos. Del que más se hablaba era de un joven de veinticinco años, de rostro parecido a Tadzio y cuerpo de nadador, poeta y profesor ayudante en Göttingen, a quien la baronesa había puesto al frente de la colección de poesía de la editorial. Pero todo, finalmente, se quedaba en el plano fantasmal de los rumores.