En el fondo del comedor, junto al escritor desmayado, había ahora un par de hombres jóvenes, ambos vestidos de blanco, además de las dos criadas y de un corro de cinco escritores desaparecidos que contemplaban la reanimación de su compañero.

Después de comer el ensayista se llevó a Archimboldi a la recepción para formalizar su estancia en la casa, pero como no había nadie que los atendiera se fueron a la sala de la televisión, donde varios escritores desaparecidos dormitaban delante de un locutor que hablaba de moda y de líos sentimentales entre gente famosa del cine y de la televisión francesa, de muchos de los cuales Archimboldi era la primera vez que oía hablar. Luego el ensayista le mostró su dormitorio, una habitación ascética, con una cama pequeña, una mesa, una silla, una tele, un armario, un refrigerador de dimensiones reducidas y un cuarto de baño con ducha.

La ventana daba al jardín, que aún permanecía iluminado.

Un aroma de flores y de pasto mojado entró a la habitación. A lo lejos oyó el ladrido de un perro. El ensayista, que se había mantenido sin pasar del umbral mientras Archimboldi examinaba su habitación, le entregó las llaves de ésta asegurándole que allí, si no la felicidad, en la que no creía, sí que encontraría paz y quietud. Después Archimboldi bajó con él hasta su habitación, que quedaba en el primer piso y que parecía una copia exacta de la habitación que le había sido asignada a él, no tanto por el mobiliario y las dimensiones, sino por la desnudez.

Cualquiera diría, pensó Archimboldi, que él también acaba de llegar. No había libros, no había ropa tirada, no había basura ni objetos personales, no había nada que la diferenciara de la suya, a excepción de una manzana colocada sobre un plato blanco encima de la mesilla de noche.

Como si leyera sus pensamientos, el ensayista lo miró a los ojos. La mirada era de perplejidad. Sabe lo que pienso y ahora él piensa lo mismo y no lo acaba de comprender, de la misma manera que yo no lo comprendo, pensó Archimboldi. En realidad, más que de perplejidad, la mirada de ambos era de tristeza.

Pero está la manzana sobre el plato blanco, pensó Archimboldi.

– Esa manzana huele por las noches -dijo el ensayista-.

Cuando apago la luz. Huele tanto como el poema de las vocales.

Pero todo se hunde, finalmente -dijo el ensayista-. Se hunde en el dolor. Toda la elocuencia es del dolor.

Lo entiendo, dijo Archimboldi, aunque no entendía nada.

Luego ambos se dieron la mano y el ensayista cerró la puerta.

Como no tenía sueño todavía (Archimboldi dormía poco aunque a veces podía dormir dieciséis horas seguidas), se fue a pasear por las diversas dependencias de la casa.

En la sala de la televisión ya sólo quedaban tres escritores desaparecidos, los tres dormidos profundamente, y un hombre en la tele al que al parecer pronto iban a asesinar. Durante un rato Archimboldi estuvo viendo la película, pero luego se aburrió y fue al comedor, desierto, y luego recorrió varios pasillos hasta llegar a una especie de gimnasio o sala de masajes, en donde un tipo joven con una camiseta blanca y pantalón blanco hacía pesas mientras hablaba con un viejo en pijama, los cuales lo miraron de reojo al verlo aparecer y luego siguieron hablando, como si él no estuviera allí. El tipo de las pesas parecía un empleado de la casa y el viejo en pijama tenía pinta de novelista justamente olvidado, más que desaparecido, el típico novelista francés malo y con mala suerte, probablemente nacido a deshora.

Al salir de la casa por la puerta trasera, sentadas juntas en un sofá-mecedora en un extremo de un porche iluminado, encontró a dos viejitas. Una hablaba con voz cantarina y dulce, como agua de arroyo que corre por un cauce de lajas, y la otra permanecía muda mirando la oscuridad del bosque que se extendía más allá de las canchas de petanca. La que hablaba le pareció una poeta lírica, llena de cosas que contar que no había podido contar en sus poemas, y la que permanecía callada le pareció una novelista de fuste, harta de frases sin sentido y de palabras sin significado. La primera vestía con ropa de aire juvenil, cuando no infantil. La segunda llevaba una bata barata, zapatillas de gimnasia y pantalones vaqueros.

Les dio las buenas noches en francés y las viejas lo miraron y le sonrieron, como invitándolo a sentarse junto a ellas, a lo que Archimboldi no se hizo de rogar.

– ¿Es su primera noche en nuestra casa? -le preguntó la viejita adolescente.

Antes de que pudiera contestar, la viejita silenciosa dijo que el tiempo estaba mejorando y que pronto tendrían que ir todos en mangas de camisa. Archimboldi dijo que sí. La viejita adolescente se rió, tal vez pensando en su guardarropa, y luego le preguntó en qué trabajaba.

– Soy novelista -dijo Archimboldi.

– Pero usted no es francés -dijo la viejita silenciosa.

– En efecto, soy alemán.

– ¿De Baviera? -quiso saber la viejita adolescente-. En cierta ocasión estuve en Baviera y me encantó. Es tan romántico todo -dijo la viejita adolescente.

– No, soy del norte -dijo Archimboldi.

La viejita adolescente fingió un escalofrío.

– También he estado en Hannover -dijo-, ¿es usted de allí?

– Más o menos -dijo Archimboldi.

– Tienen una comida imposible -dijo la viejita adolescente.

Más tarde Archimboldi quiso saber qué hacían ellas y la viejita adolescente le dijo que había sido peluquera, en Rodez, hasta que se casó y entonces su marido y los niños no le permitieron seguir trabajando. La otra dijo que era costurera, pero que odiaba hablar de su trabajo. Qué mujeres más extrañas, pensó Archimboldi. Cuando se despidió de ellas se internó en el jardín, alejándose cada vez más de la casa, que seguía parcialmente iluminada como si aún se esperara la llegada de otro visitante.

Sin saber qué hacer, pero disfrutando de la noche y del olor del campo, llegó hasta la puerta de entrada, un portón de madera que no cerraba bien y que cualquiera hubiera podido franquear. A un lado descubrió un cartel que al llegar con el ensayista no había visto. El cartel decía, en letras oscuras y no demasiado grandes: Clínica Mercier. Casa de reposo-Centro neurológico.

Sin sorpresa comprendió de inmediato que el ensayista lo había llevado a un manicomio. Al cabo de un rato volvió a la casa y subió las escaleras hasta su habitación, donde recogió su maleta y su máquina de escribir. Antes de marcharse quiso ver al ensayista. Tras golpear y sin que nadie le contestara, entró en la habitación.

El ensayista dormía profundamente, con todas las luces apagadas, aunque por la ventana con las cortinas descorridas se filtraba la luz del porche delantero. La cama apenas estaba deshecha.

Parecía un cigarrillo cubierto por un pañuelo. Qué viejo está, pensó Archimboldi. Luego se marchó sin hacer ruido y al volver a cruzar el jardín le pareció ver a un tipo vestido de blanco que se desplazaba a toda carrera, ocultándose detrás de los troncos de los árboles, por un costado de la propiedad, en la linde del bosque.

Sólo cuando estuvo fuera de la clínica, en la carretera, aminoró el paso y trató de que su respiración se normalizara. La carretera, de tierra, discurría a través de bosques y colinas de suaves pendientes. De tanto en tanto una ráfaga de viento movía las ramas de los árboles y le alborotaba el pelo. El viento era cálido. En una ocasión atravesó un puente. Cuando llegó a las afueras del pueblo los perros se pusieron a ladrar. Junto a la plaza de la estación descubrió el taxi que lo había llevado a la clínica. El taxista no estaba, pero al pasar junto al coche Archimboldi vio un bulto en el asiento trasero que se movía y de vez en cuando gritaba. Las puertas de la estación estaban abiertas, pero las taquillas aún no abrían al público. Sentados en una banca vio a tres magrebíes que hablaban y bebían vino. Se saludaron con un movimiento de cabeza, y luego Archimboldi salió a las vías. Había dos trenes detenidos junto a unos almacenes.