– Ay, las noches de Bucarest -decía Popescu-. Ay, las mañanas de Piteshti. Ay, los cielos de Cluj recuperada. Ay, las oficinas vacías de Turnu-Severin. Ay, las ordeñadoras de Bacau. Ay, las viudas de Constantza.
Después se fueron tomados del brazo al apartamento de Popescu, en la rue de Verneuil, muy cerca de la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes, en donde siguieron hablando y bebiendo y el capitán mutilado tuvo ocasión de hacerle un resumen pormenorizado de su vida, heroica, sí, pero repleta de adversidades. Hasta que Popescu, secándose una lágrima, lo interrumpió y le preguntó si él, también, había sido testigo de la crucifixión de Entrescu.
– Estaba allí -dijo el capitán mutilado-, huíamos de los tanques rusos, habíamos perdido toda la artillería, faltaba munición.
– Así que faltaba munición -dijo Popescu-, ¿y estaba allí?
– Allí estaba yo -dijo el capitán mutilado-, luchando en el sagrado suelo de la patria, al mando de unos pocos desharrapados, cuando el cuarto cuerpo de ejército se había reducido al tamaño de una división, y no había intendencia ni exploradores ni médicos ni enfermeras ni nada que evocara una guerra civilizada, sólo hombres cansados y un contingente de locos que cada día iba creciendo más y más.
– Así que un contingente de locos -dijo Popescu-, ¿y estaba allí?
– Allí mismo -dijo el capitán mutilado-, y todos seguíamos a nuestro general Entrescu, todos esperábamos una idea, un sermón, una montaña, una gruta resplandeciente, un relámpago en el cielo azul y sin nubes, un relámpago improvisado, una palabra caritativa.
– Así que una palabra caritativa -dijo Popescu-, ¿y estaba allí esperando esa palabra caritativa?
– Como agua de mayo -dijo el capitán mutilado-, yo esperaba y los coroneles esperaban y los generales que aún seguían con nosotros esperaban y los tenientes imberbes la esperaban y también los locos, los sargentos y los locos, los que iban a desertar al cabo de media hora y los que ya se marchaban arrastrando sus fusiles por la tierra seca, los que se iban sin saber muy bien si se iban rumbo al oeste o al este, rumbo al norte o al sur, y los que se quedaban escribiendo poemas póstumos en buen rumano, cartas a la madrecita, esquelas mojadas en lágrimas para las novias que ya no iban a ver más.
– Así que cartas y esquelas, esquelas y cartas -dijo Popescu -, ¿y también le dio la vena lírica?
– No, yo no tenía papel ni pluma -dijo el capitán mutilado -, yo tenía obligaciones, yo tenía hombres bajo mi mando y tenía que hacer algo aunque no sabía muy bien qué hacer. El cuarto cuerpo de ejército se había detenido alrededor de una propiedad rural. Más que una propiedad, un palacio. Yo tenía que acomodar a los soldados sanos en los establos y a los soldados enfermos en las caballerizas. En el granero acomodé a los locos y tomé las medidas oportunas para prenderle fuego si la locura de los locos sobrepasaba la locura misma. Yo tenía que hablar con mi coronel e informarle de que en aquella gran propiedad rural no había alimento alguno. Y mi coronel tenía que hablar con mi general y mi general, que estaba enfermo, tenía que subir las escaleras hasta el segundo piso del palacio para informar a mi general Entrescu de que la situación no daba para más, que ya se olía a podredumbre, que lo mejor era levantar el campo y dirigirnos hacia el oeste a marchas forzadas. Pero mi general Entrescu a veces abría la puerta y otras veces no contestaba.
– Así que a veces contestaba y a veces no contestaba -dijo Popescu-, ¿y él fue testigo presencial de todo esto?
– Más que presencial, fui testigo auditivo -dijo el capitán mutilado-, yo y el resto de los oficiales de lo que quedaba de las tres divisiones del cuarto cuerpo de ejército, estupefactos, asombrados, perplejos, algunos llorando y otros comiéndose los mocos, algunos lamentándose del cruel destino de Rumanía que por sacrificios y méritos debería ser el faro del mundo y otros comiéndose las uñas, todos desanimados, desanimados, desanimados, hasta que finalmente ocurrió lo que se presagiaba.
Yo no lo vi. Los locos superaron en número a los cuerdos.
Salieron del granero. Algunos suboficiales se pusieron a construir una cruz. Mi general Danilescu ya se había ido, apoyado en su bastón, y acompañado de ocho hombres había emprendido al alba la marcha hacia el norte, sin decir una palabra a nadie.
Yo no estaba en el palacio cuando sucedió todo. Me hallaba en los alrededores junto con algunos soldados preparando unas defensas que nunca se usaron. Recuerdo que cavamos trincheras y encontramos huesos. Son vacas infectadas, dijo uno de los soldados. Son cuerpos humanos, dijo otro. Son terneros sacrificados, dijo el primero. No, son cuerpos humanos.
Sigan cavando, dije yo, olvídenlo, sigan cavando. Pero allá donde cavábamos aparecían huesos. Qué mierdas pasa, bramé.
Qué tierra más extraña es ésta, comenté a gritos. Los soldados dejaron de cavar trincheras en el perímetro del palacio. Oímos una algarabía, pero estábamos sin fuerzas para ir a ver qué pasaba.
Uno de los soldados dijo que tal vez nuestros compañeros habían encontrado comida y lo estaban celebrando. O vino.
Era vino. La bodega había sido vaciada y había suficiente vino para todos. Luego, sentado junto a una de las trincheras, mientras examinaba una calavera, vi la cruz. Una cruz inmensa que un grupo de locos paseaba por el patio del palacio. Cuando volvimos, con la novedad de que no se podían cavar trincheras porque aquello parecía y tal vez era un camposanto, ya estaba todo consumado.
– Así que todo estaba consumado -dijo Popescu-, ¿y vio el cuerpo del general en la cruz?
– Lo vi -dijo el capitán mutilado-, todos lo vimos, y luego todos empezaron a marcharse de allí, como si el general Entrescu fuera a resucitar de un momento a otro y a afearles su actitud.
Antes de que me marchara llegó una patrulla de alemanes que también huían. Nos dijeron que los rusos estaban a sólo dos aldeas de distancia y que no hacían prisioneros. Luego los alemanes se marcharon y poco después nosotros también seguimos nuestro camino.
Popescu esta vez no dijo nada.
Ambos permanecieron en silencio durante un rato y luego Popescu se fue a la cocina y preparó un entrecot para el capitán mutilado, preguntándole, desde la cocina, cómo prefería la carne, ¿poco hecha o muy hecha?
– Término medio -dijo el capitán mutilado que seguía inmerso en sus recuerdos de aquel infausto día.
Después Popescu le sirvió un gran entrecot, con algo de salsa picante, y se ofreció a cortarle la carne en pedacitos, cosa que el capitán mutilado agradeció con un aire ausente. Mientras duró la comida nadie dijo nada. Popescu se retiró unos segundos, pues dijo que tenía que hacer una llamada telefónica, y al volver el capitán masticaba su último trozo de entrecot. Popescu sonrió satisfecho. El capitán se llevó una mano a la frente, como si quisiera recordar o algo le doliera.
– Eructe, eructe si se lo pide el cuerpo, mi buen amigo -dijo Popescu.
El capitán mutilado eructó.
– ¿Cuánto hace que no se comía un entrecot como éste, eh?
– dijo Popescu.
– Años -dijo el capitán mutilado.
– ¿Y le ha sabido a gloria?
– Seguramente -dijo el capitán mutilado-, aunque hablar de mi general Entrescu ha sido como si abriera una puerta que llevaba mucho tiempo atrancada.
– Desahóguese -dijo Popescu-, está entre compatriotas.
El uso del plural hizo que el capitán mutilado se sobresaltara y mirara hacia la puerta, pero era evidente que en la habitación sólo estaban ellos dos.
– Voy a poner un disco -dijo Popescu-, ¿le parece bien algo de Gluck?
– No conozco a ese músico -dijo el capitán mutilado.
– ¿Algo de Bach?
– Sí, Bach me gusta -dijo el capitán mutilado entrecerrando los ojos.
Cuando volvió a su lado Popescu le sirvió una copa de coñac Napoleón.
– ¿Hay algo que lo inquiete, capitán, hay algo que lo moleste, tiene ganas de contarme una historia, lo puedo ayudar en algo?