Y cuando la baronesa se disponía a preguntarle dónde había encontrado a su familia y bajo qué circunstancias y cómo, Archimboldi se levantó de la cama y le dijo: escucha. Y la baronesa trató de escuchar, pero no oyó nada, sólo silencio, un silencio completo. Y entonces Archimboldi le dijo: de eso se trata, del silencio, ¿lo oyes? Y la baronesa estuvo a punto de decirle que el silencio no se podía oír, que sólo se oía el sonido, pero le pareció una pedantería y no dijo nada. Y Archimboldi, desnudo, se acercó a la ventana y la abrió y sacó medio cuerpo afuera, como si pretendiera arrojarse al canal, pero no era ésa su intención. Y cuando volvió a meter el torso le dijo a la baronesa que se acercara y mirara. Y la baronesa se levantó, desnuda como él, y se acercó a la ventana y vio cómo nevaba sobre Venecia.

La última visita que realizó Archimboldi a su editorial fue para revisar junto con la correctora las pruebas de imprenta de Herencia y añadir alrededor de cien páginas al manuscrito original.

Aquélla fue la última vez que vio a Bubis, el cual moriría unos años más tarde, no sin haber publicado antes otras cuatro novelas de Archimboldi, y también fue la última vez que vio a la baronesa, al menos en Hamburgo.

Por aquellos días Bubis se hallaba inmerso en las grandes y a menudo ociosas discusiones que mantenían los escritores alemanes de la República Federal y de la República Democrática y por su oficina pasaban intelectuales y llegaban cartas y telegramas y por las noches, para variar, llamadas telefónicas urgentes que generalmente no conducían a nada. La atmósfera que se respiraba en la editorial era de una actividad febril. A veces, sin embargo, todo se paraba, la correctora hacía café para ella y para Archimboldi y té para una chica nueva que se ocupaba del diseño gráfico de los libros, pues la editorial en este tiempo había crecido y la nómina de empleados aumentado, y a veces, en una mesa vecina, había un corrector suizo, un muchacho que nadie sabía muy bien a santo de qué vivía en Hamburgo, y la baronesa abandonaba su oficina y lo mismo hacía la jefa de prensa y en ocasiones la secretaria, y todos se ponían a hablar de cualquier cosa, de la última película que habían visto o del actor Dirk Bogarde, y luego aparecía la administrativa e incluso la señora Marianne Gottlieb se dejaba caer con una sonrisa en la amplia sala donde trabajaban los correctores, y si las risas eran muy sonoras, hasta Bubis en persona aparecía por allí, con su taza de té en la mano, y no sólo hablaban de Dirk Bogarde, también hablaban de política y de las trapacerías que eran capaces de cometer las nuevas autoridades de Hamburgo o hablaban de algunos escritores que desconocían lo que era la ética, plagiarios confesos y sonrientes y con una máscara bonachona que encubría un rostro en donde se mezclaban el miedo y la ofensa, escritores dispuestos a usurpar cualquier reputación, con la certeza de que esto les proporcionaría una posteridad, cualquier posteridad, lo que provocaba la risa de las correctoras y de los demás empleados de la editorial e incluso la sonrisa resignada de Bubis, pues nadie mejor que ellos sabía que la posteridad era un chiste de vodevil que sólo escuchaban los que estaban sentados en primera fila, y luego se ponían a hablar de los lapsus cálami, muchos de ellos recogidos en un libro publicado en París, de esto hacía ya mucho tiempo, titulado acertadamente Museo de errores, y otros seleccionados por Max Sengen, buscador de erratas. Y, del dicho al hecho, no tardaron mucho las correctoras en coger el libro (que no era el Museo de errores francés ni el de Sengen), cuyo título Archimboldi no pudo ver, y se pusieron a leer en voz alta una selección de perlas cultivadas:

– «¡Pobre María! Cada vez que percibe el ruido de un caballo que se acerca, está segura de que soy yo.» El duque de Monbazon, Chateaubriand.

– «La tripulación del buque tragado por las olas estaba formada por veinticinco hombres, que dejaron centenares de viudas condenadas a la miseria.» Dramas marítimos, Gaston Leroux.

– «Con la ayuda de Dios, el sol lucirá de nuevo sobre Polonia.

» El diluvio, Sinkiewicz.

– «¡Vámonos!, dijo Peter buscando su sombrero para enjugarse las lágrimas.» Lourdes, Zola.

– «El duque apareció seguido de su séquito, que iba delante.

» Cartas desde mi molino, Alfonso Daudet.

– «Con las manos cruzadas sobre la espalda paseábase Enrique por el jardín, leyendo la novela de su amigo.» El día fatal, Rosny.

– «Con un ojo leía, con el otro escribía.» A orillas del Rhin, Auback.

– «El cadáver esperaba, silencioso, la autopsia.» El favorito de la suerte, Octavio Feuillet.

– «Guillermo no pensaba que el corazón pudiera servir para algo más que para la respiración.» La muerte, Argibachev.

– «Esta espada de honor es el día más hermoso de mi vida.»

El honor, Octavio Feuillet.

– «Empiezo a ver mal, dijo la pobre ciega.» Beatriz, Balzac.

– «Después de cortarle la cabeza, lo enterraron vivo.» La muerte de Mongomer, Henri Zvedan.

– «Tenía la mano fría como la de una serpiente.» Ponson du Terrail-. Y aquí no se especificaba a qué obra pertenecía el lapsus cálami.

De la colección de Max Sengen destacaban los siguientes, sin especificar obra ni autor:

– «El cadáver miraba con reproche a los que le rodeaban.»

– «¿Qué puede hacer un hombre muerto por una bala mortífera?»

– «En las cercanías de la ciudad hubo rebaños enteros de osos que andaban siempre solos.»

– «Por desgracia, la boda se retrasó quince días, durante los cuales la novia huyó con el capitán y dio a luz ocho hijos.»

– «Excursiones de tres o cuatro días eran para ellos cosa diaria.»

Y después venían los comentarios. El suizo, por ejemplo, declaró que era del todo inesperada la frase de Chateaubriand, sobre todo porque en ella se percibía un trasfondo de carácter sexual.

– Altamente sexual -dijo la baronesa.

– Cosa difícil de creer tratándose de Chateaubriand -acotó la correctora.

– Bueno, la alusión a los caballos es clara -dictaminó el suizo.

– ¡Pobre María! -terminó diciendo la jefa de prensa.

Después hablaron de Enrique, de El día fatal, de Rosny, un texto cubista, según Bubis. O la expresión más ajustada del nerviosismo y del acto de leer, según la diseñadora gráfica, pues Enrique no sólo leía con las manos cruzadas sobre la espalda sino que también lo hacía paseándose por el jardín. Lo cual a veces era muy grato, según el suizo, que resultó ser el único de los presentes que en ocasiones leía caminando.

– También cabía la posibilidad -dijo la correctora- de que este Enrique hubiera inventado un artefacto que le permitiera leer sin sostener el libro con las manos.

– ¿Pero de qué manera -preguntó la baronesa- pasaba las páginas?

– Muy simple -dijo el suizo-, con una pajita o varilla metálica que se maneja con la boca y que, por supuesto, forma parte del artefacto de lectura, el cual seguramente tiene la forma de una bandeja-mochila. También hay que tener en cuenta que Enrique, que es inventor, es decir, que pertenece a la categoría de los hombres objetivos, está leyendo la novela de un amigo, lo cual entraña una enorme responsabilidad, pues ese amigo querrá saber si la novela le gustó o no, y si le gustó querrá saber si le gustó mucho o no, y si le gustó mucho querrá saber si Enrique considera su novela una obra maestra o no, y si Enrique admite que le parece una obra maestra querrá saber si ha escrito una obra cumbre de las letras francesas o no, y así hasta agotar la paciencia del pobre Enrique, quien seguramente tiene otras cosas mejores que hacer, además de colgarse ese aparatito ridículo sobre el pecho y pasear arriba y abajo por el jardín.

– La frase, de todas maneras -dijo la jefa de prensa-, nos indica que a Enrique no le gusta lo que está leyendo. Está preocupado, teme que el libro de su amigo no remonte el vuelo, se resiste a admitir lo obvio: que su amigo ha escrito una porquería.