Las pesadillas que Lotte había sufrido desde su infancia disminuyeron considerablemente, hasta que finalmente ya no tuvo más pesadillas ni tampoco sueños.

– Seguramente sueño -decía-, como todas las personas, pero tengo la suerte de no acordarme de nada cuando me despierto.

Cuando le dijo a Werner que ya había pensado bastante en su proposición y que aceptaba casarse con él, éste se puso a llorar y tartamudeando le confesó que nunca se había sentido más feliz que en aquel instante. Dos meses después se casaron y durante la fiesta, que se celebró en el patio de un restaurante, Lotte se acordó de su hermano y no supo en ese momento, tal vez porque había bebido demasiado, si lo habían invitado a la boda o no.

La luna de miel la pasaron en un pequeño balneario a orillas del Rin y luego ambos volvieron a sus respectivos trabajos y la vida siguió exactamente igual que antes. Vivir con Werner, incluso en una casa de una sola habitación, era fácil, pues todo lo que hacía su marido lo hacía para complacerla. Los sábados iban al cine, los domingos solían marchar al campo en la moto o ir a bailar. Durante la semana, y pese a que trabajaba duro, Werner se las arreglaba para ayudarla en todas las cosas de la casa. Lo único que Werner no sabía hacer era cocinar. A final de mes, solía comprarle un regalo o llevarla al centro de Paderborn para que ella eligiera un par de zapatos o una blusa o un pañuelo. Para que no le faltara dinero Werner solía hacer horas extra en el taller o a veces trabajaba por su cuenta, a espaldas del mecánico, arreglando los tractores o las cosechadoras de los campesinos, que no le pagaban mucho pero que a cambio le regalaban embutidos y carne y hasta sacos de harina que hacían que la cocina de Lotte pareciera un almacén o que ambos se estuvieran preparando para otra guerra.

Un día, sin haber dado muestras de enfermedad alguna, murió el mecánico y Werner se puso al frente del taller. Aparecieron algunos familiares, primos lejanos que exigieron su parte de la herencia, pero la tuerta y sus abogados lo arreglaron todo y al final los paletos se marcharon con algo de dinero y poca cosa más. Para entonces Werner había engordado y empezaba a perder pelo, y aunque el trabajo físico disminuyó, las responsabilidades se acrecentaron, lo que lo volvió más silencioso que de costumbre. Los dos se trasladaron a la casa del mecánico, que era grande, pero que estaba justo encima del taller, difuminando así la frontera entre trabajo y casa, lo que producía en Werner el efecto de que siempre estaba trabajando.

En el fondo hubiera preferido que el mecánico no se hubiera muerto o que la tuerta hubiera colocado en la dirección del taller a otro cualquiera. Por supuesto, el cambio de trabajo también tenía sus compensaciones. Aquel verano Lotte y Werner pasaron una semana en París. Y por navidades fueron con la tuerta al lago Constanza, pues a Lotte le encantaba viajar. De vuelta a Paderborn, además, ocurrió algo nuevo: por primera vez hablaron sobre la posibilidad de tener un hijo, algo a lo que ninguno de los dos se mostraba proclive debido a la guerra fría y al peligro de confrontación nuclear, si bien por otra parte nunca su situación económica había sido mejor.

Durante dos meses discutieron, de forma más bien lánguida, sobre la responsabilidad que acarreaba dar semejante paso, hasta que una mañana, mientras desayunaban, Lotte le dijo que estaba embarazada y que ya no había nada más que discutir.

Antes de que naciera el niño se compraron un coche y se tomaron unas vacaciones de más de una semana. Estuvieron en el sur de Francia y en España y en Portugal. De vuelta a casa Lotte quiso pasar por Colonia y buscaron la única dirección que ella tenía de su hermano.

En la buhardilla donde antes viviera Archimboldi con Ingeborg se levantaba un edificio nuevo de apartamentos y nadie de los que vivía allí recordaba a un joven con las características de Archimboldi, alto y rubio, huesudo, ex soldado, un gigante.

Durante la mitad del camino de vuelta a casa Lotte permaneció en silencio, como enfurruñada, pero luego pararon a comer en un restaurante de carretera y se pusieron a hablar de las ciudades que habían conocido y el ánimo le mejoró notablemente.

Tres meses antes de que naciera su hijo Lotte dejó de trabajar. El parto fue normal y rápido, aunque el niño pesó más de cuatro kilos y según los médicos estaba mal puesto. Pero parece ser que en el último minuto el pequeño se puso de cabeza y todo salió bien.

Le pusieron Klaus, por el padre de la tuerta, aunque Lotte en algún momento pensó en llamarlo Hans, como su hermano.

En realidad el nombre, pensó Lotte, no importaba gran cosa, lo que importaba era la persona. Desde el principio Klaus se convirtió en el favorito de su abuela y de su padre, pero el pequeño a quien más quería era a Lotte. Ésta a veces lo miraba y lo encontraba parecido a su hermano, como si fuera la reencarnación de su hermano, pero en miniatura, algo que le resultaba agradable pues hasta entonces la figura de su hermano siempre había estado revestida con los atributos de lo grande y lo desmesurado.

Cuando Klaus tenía dos años Lotte volvió a quedarse embarazada, pero a los cuatro meses abortó y algo fue mal pues ya no pudo tener más hijos. La infancia de Klaus fue como la de cualquier niño de clase media de Paderborn. Le gustaba jugar con otros niños al fútbol, pero en el colegio practicaba el baloncesto.

Una sola vez llegó con un ojo amoratado a casa. Según explicó, un compañero se había burlado del ojo tuerto de su abuela y se habían peleado. En los estudios no era muy brillante, pero tenía una gran afición por las máquinas, fueran éstas de la clase que fueran, y se podía pasar horas en el taller observando trabajar a los mecánicos de su padre. Casi nunca enfermaba, aunque las pocas veces que lo hacía tenía grandes subidas de temperatura que lo hacían delirar y ver cosas que nadie más veía.

Cuando tenía doce años su abuela murió de cáncer en el hospital de Paderborn. Le suministraban constantemente morfina y cuando Klaus la iba a ver lo confundía con Archimboldi y lo llamaba hijo mío o hablaba con él en el dialecto de su aldea natal prusiana. A veces le contaba cosas de su abuelo, del cojo, de los años en que el cojo sirvió fielmente a las órdenes del Kaiser, y de la pena que lo acompañó siempre de ser bajito y no haber pertenecido al regimiento de élite de la guardia de Prusia, en donde sólo admitían a los que medían más de un metro noventa.

– Bajito de estatura, pero alto de valor, ése era tu padre -decía su abuela con una sonrisa de morfinómana satisfecha.

Hasta entonces a Klaus nunca le habían dicho nada de su tío. Después de la muerte de su abuela, le preguntó a Lotte por él. En realidad, no es que tuviera mucho interés, pero se sentía tan triste que pensó que eso lo distraería de su pena. Lotte hacía mucho que no pensaba en su hermano y la pregunta de Klaus, en cierto sentido, fue una sorpresa. Por aquel tiempo Lotte y Werner se habían metido en negocios inmobiliarios, negocios de los que nada sabían, y tenían miedo de perder dinero.

Por lo que la respuesta de Lotte fue imprecisa: le dijo que su tío tenía diez años más que ella, o algo así, y que su manera de ganarse la vida no era precisamente un modelo para los jóvenes, o algo así, y que hacía mucho tiempo que la familia no sabía nada de él, pues había desaparecido de la faz de la tierra, o algo así.

Más adelante le contó a Klaus que cuando ella era pequeña creía que su hermano era un gigante, pero que esas cosas suelen ocurrirles a las niñas.

En otra ocasión Klaus habló de su tío con Werner y éste le dijo que era un tipo simpático, muy observador y más bien silencioso, aunque según Lotte su hermano no había sido siempre así, sino que los cañones, los morteros, las ráfagas de ametralladora de la guerra lo habían vuelto silencioso. Cuando Klaus le preguntó si se parecía a su tío, Lotte le contestó que sí, se parecían, los dos eran altos y delgados, pero Klaus tenía el pelo mucho más rubio que su hermano y posiblemente el azul de los ojos mucho más claro. Después Klaus dejó de hacer preguntas y la vida continuó como antes de la muerte de la tuerta.