– Posiblemente hasta se ha cambiado de nombre -dijo.

Pero ellos querían probar y le pagaron los honorarios de un mes y el detective quedó en enviarles al cabo de este tiempo el resultado de sus pesquisas a Alemania. Pasado el mes les llegó un sobre grande a Paderborn en donde el detective les desglosaba los gastos y daba cuenta de la investigación.

Total: nada.

Había conseguido dar con un tipo que había conocido a Klaus (el casero del edificio donde vivía), a través del cual llegó a otro tipo que le había dado empleo, pero cuando Klaus se fue de Atlanta a ninguno de los dos les dijo adónde pensaba ir. El detective sugería otras líneas de investigación, pero para eso necesitaba más dinero, y Werner y Lotte decidieron contestarle agradeciéndole las molestias y dando por concluido, al menos de momento, el trato.

Unos años después Werner murió de una afección cardíaca y Lotte se quedó sola. Cualquier otra mujer en su situación probablemente hubiera sido incapaz de levantar cabeza, pero Lotte no se dejó arredrar por el destino y en vez de quedarse cruzada de brazos multiplicó y triplicó su actividad diaria. Y no sólo mantuvo productivas las inversiones y en funcionamiento el taller sino que, con un remanente de capital, se metió en otros negocios y le fue bien.

El trabajo, el exceso de trabajo, parecía rejuvenecerla.

Siempre estaba metiendo la nariz en todo, nunca permanecía quieta, algunos de sus empleados llegaron a odiarla, aunque eso la traía sin cuidado. Durante las vacaciones, que nunca excedían los siete o nueve días, buscaba el clima cálido de Italia o España y se dedicaba a tomar el sol en la playa y a leer bestsellers.

Algunas veces iba con amigas ocasionales, pero por regla general salía del hotel sola, atravesaba una calle y ya estaba en la playa, en donde le pagaba a un muchacho para que le instalara una tumbona y un parasol. Allí se quitaba la parte superior del bikini, sin importarle que sus pechos ya no fueran los de antes, o se bajaba el traje de baño por debajo de la barriga y se dormía al sol. Cuando despertaba giraba el parasol para tener sombra y la reemprendía con el libro. De vez en cuando el muchacho que alquilaba las tumbonas y los parasoles se le acercaba y Lotte le daba dinero para que le trajera del hotel un cubalibre o una jarrita de sangría con mucho hielo. A veces, por las noches, iba a la terraza del hotel o a la discoteca, que estaba en el primer piso y en donde la clientela estaba formada por alemanes, ingleses y holandeses más o menos de su misma edad, y se quedaba un ratito mirando a las parejas bailar o escuchando a la orquesta que en ocasiones interpretaba canciones de principios de los años sesenta. Vista desde lejos parecía una señora de bonitas facciones, algo entrada en carnes, distante y con un toque de elegancia y un no sé qué de tristeza. De cerca, cuando un viudo o un divorciado la invitaban a bailar o a dar un paseo a orillas del mar y Lotte sonreía y decía que no, gracias, volvía a ser una niña campesina y la distinción se evaporaba y sólo quedaba la tristeza.

En 1995 recibió un telegrama de México, de un lugar llamado Santa Teresa, en donde le comunicaban que Klaus estaba preso. El telegrama estaba firmado por una tal Victoria Santolaya, la abogada de Klaus. La conmoción que sufrió Lotte fue tan grande que tuvo que dejar su despacho, subir a su casa y meterse en la cama, aunque por supuesto fue incapaz de dormir.

Klaus estaba vivo. Eso era todo lo que le importaba. Contestó el telegrama y adjuntó su número de teléfono y al cabo de cuatro días, en medio de un diálogo entre telefonistas que querían saber si aceptaba la llamada a cobro revertido, escuchó la voz de una mujer que le hablaba en inglés, muy despacio, pronunciando cada sílaba, aunque igual ella no le entendió nada pues desconocía ese idioma. Al final la voz de la mujer dijo, en una especie de alemán: «Klaus bien.» Y: «Traductor.» Y algo más que sonaba a alemán o que a Victoria Santolaya le sonaba a alemán y que ella no entendió. Y un número de teléfono, que se lo dictó en inglés, varias veces, y que ella anotó en un papel, pues saber los números en inglés no era una empresa difícil.

Aquel día Lotte no trabajó. Llamó a una escuela de secretarias y dijo que quería contratar a una chica que supiera perfectamente inglés y español, aunque en el taller trabajaba más de un mecánico que sabía inglés y que hubiera podido ayudarla.

En la escuela de secretarias le dijeron que tenían a la chica que ella buscaba y le preguntaron para cuándo la quería. Lotte les explicó que la necesitaba de inmediato. Al cabo de tres horas apareció por el taller una chica de unos veinticinco años, con el pelo lacio y de color marrón claro, vestida con vaqueros, que estuvo bromeando con los mecánicos antes de subir al despacho de Lotte.

La chica se llamaba Ingrid y Lotte le explicó que su hijo estaba preso en México y que tenía que hablar con su abogada mexicana, pero que ésta sólo hablaba inglés y español. Después de hablar Lotte creyó que iba a tener que explicárselo todo otra vez, pero Ingrid era una chica lista y no fue necesario. Cogió el teléfono y llamó a un número de información pública para informarse de la diferencia horaria con México. Después llamó a la abogada y estuvo cerca de quince minutos hablando con ella en español, aunque de vez en cuando se pasaba al inglés para aclarar ciertos términos, y no dejaba de tomar notas en una libreta.

Al final dijo: la volveremos a llamar, y colgó.

Lotte estaba sentada a la mesa y cuando Ingrid colgó se preparó para lo peor.

– Klaus está preso en Santa Teresa, que es una ciudad del norte de México, en la frontera con los Estados Unidos -dijo-, pero está bien de salud y no ha sufrido daños físicos.

Antes de que Lotte preguntara por qué estaba preso Ingrid sugirió tomar un té o un café. Lotte preparó dos tazas de té y mientras se movía por la cocina observaba a Ingrid que repasaba sus notas.

– Lo acusan de haber matado a varias mujeres -dijo la chica tras beber dos sorbos de té.

– Klaus no haría eso jamás -dijo Lotte.

Ingrid movió la cabeza afirmativamente y luego dijo que la abogada, la tal Victoria Santolaya, necesitaba dinero.

Esa noche Lotte soñó por primera vez después de mucho tiempo con su hermano. Veía a Archimboldi caminando por el desierto, vestido con pantalones cortos y un sombrerito de paja, y alrededor todo era arena, dunas que se sucedían hasta la línea del horizonte. Ella le gritaba algo, le decía deja de moverte, por aquí no se va a ningún sitio, pero Archimboldi se alejaba cada vez más, como si quisiera perderse para siempre en esa tierra incomprensible y hostil.

– Es incomprensible y además es hostil -le decía ella, y sólo en ese momento se daba cuenta de que nuevamente era una niña, una niña que vivía en una aldea prusiana entre el bosque y el mar.

– No -le decía Archimboldi, pero se lo decía como al oído-, esta tierra es sobre todo aburrida, aburrida, aburrida…

Cuando despertó supo que tenía que ir a México sin perder ni un solo minuto más. Al mediodía Ingrid apareció en el taller. Lotte la vio desde los cristales de su despacho. Como siempre, antes de subir, Ingrid estuvo bromeando con un par de mecánicos. Su risa, atenuada por los cristales, le pareció fresca y despreocupada. Cuando estaba delante de ella, sin embargo, Ingrid se comportaba de forma mucho más seria. Antes de llamar a la abogada tomaron té con galletitas. Desde hacía veinticuatro horas Lotte no probaba bocado y las galletitas le sentaron bien. La presencia de Ingrid, además, le resultaba reconfortante:

era una muchacha juiciosa y sencilla, que sabía gastar bromas en su momento y sabía ponerse seria cuando había que ponerse seria.

Cuando llamaron a la abogada Lotte le indicó a Ingrid que le dijera que iría personalmente a Santa Teresa a solucionar todo lo que se tuviera que solucionar. La abogada, que parecía soñolienta, como si la acabaran de sacar de la cama, le dio a Ingrid un par de direcciones y luego cortaron. Esa tarde Lotte visitó a su abogado y le expuso el caso. Su abogado hizo un par de llamadas y luego le dijo que tuviera cuidado, que en los abogados mexicanos no se podía confiar.