– Tenía tantas ganas de estar contigo -dijo ella.
Se precipitaron a los juegos del amor con una furia desesperada que parecía aumentar la precariedad de la habitación, el aire de estar en un camarote de tercera en el transatlántico más lujoso. Desde la minúscula ventana no se veía cielo, sino la proximidad de una pared, y se oían abundantes ruidos de fondo. Sadó subía y caía alternativamente en el aprecio y en los propósitos de Ígur, y eso lo aplastaba contra el agotamiento sentimental. Quizá sí sea tonta, pensaba después de oír una consideración, pero poco después recordaba: quizá es más lista que yo.
– ¿Te gusta estar en casa de Isabel? -le preguntó.
La felicidad tiene un poso de tristeza porque anuncia su final; por la misma razón, la tristeza debería tener un punto feliz, pero no es así, porque la tristeza puede no terminar nunca.
– ¡Muchísimo! -dijo ella riendo-. ¡Si supieras las cosas que llegan a pasar aquí!
Por un momento Ígur se dejó llevar por la opresión del resquemor; se imaginó al Duque Virbelgurd, al que no conocía, al hijo del Duque, al Secretario del Duque, padre de Sadó, a Kim Debrel y a tantos otros que nunca sabría y que prefería no saber, medio Imperio pasando por aquella habitación sin reposo; pero los deseos se alimentaban recíprocamente de los celos, y cuando unos se apagaron cumplidos, se hizo el silencio de los otros. Algo quedaba vivo, sin embargo, vivo y vigilante en la calma de Ígur, algo que lo refería a las mujeres, como aquella, con un pasado fabuloso, no extenso y condimentado, sino deslumbrantemente breve y sobrecogedor, insuperablemente intenso y sin treguas, cuando no podía dejar de mirarla dormir a su lado, desnuda y acurrucada, con caprichosas posturas de las manos y una expresión enternecedora, casi de placidez infantil, entre la sonrisa y algo indefinible, que absurdamente lo tranquilizaba y le resultaba fácil de acentuar con una caricia o un beso que la llevaban a moverse un poco, siempre para dar facilidades, y respirar más deprisa, o soltar una pequeña queja de sensualidad a saber con qué recuperación de conciencia.
Sí, aquél era su refugio preferido, y dedicó el ensueño a rememorar los mejores momentos; ella le había dicho que le amaba, que siempre le amaría, que pensaría tan sólo en él cada día que faltara, y cuando volviera estaría para siempre a su lado. No le importaba si eso iba a ser así o no, esa declaraciones son para el presente, y ninguna metafísica de circunstancias las desmerece. Nostalgia del presente, vanos anhelos de intemporalidad. Finalmente se hizo también el silencio dentro de la furia dubitativa de Ígur, y se durmió abrazado a su enamorada.
XII
El Atrio del Laberinto de Gorhgró era un enorme espacio desangelado, negruzco y humedecido, lleno de resonancias acentuadas por la absoluta desnudez, especialmente aplastante a primeras horas del alba, cuando la Entrada Bruijma había convocado a sus efectivos. La niebla y el hielo entraban en el Atrio como si se tratase de un espacio exterior, y quizá es que nunca lo abandonaban. Cuando Ígur se internó en él en compañía de un Arktofilax taciturno y vestido de negro de la cabeza a los pies, la Primera Puerta estaba tomada militarmente, y hasta el Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma tuvo que acreditarse al margen de su sello personal. La fría brutalidad del procedimiento le pareció a Ígur a propósito para deprimir a los espíritus débiles, y procuró inútilmente pensar en cualquier otra cosa; había llegado la hora que tanto deseaba, y de repente le pareció que el camino se le había hecho corto y sintió nostalgia de lo que había descuidado: el estudio de la Ley del Laberinto, la preparación geométrica, el análisis de los Laberintos anteriores, y tantas otras cosas. Mientras avanzaba por la inmensa cavidad rectangular se sintió como si fuera hacia el patíbulo, y maldijo la hora en que se le había ocurrido emprender aquella aventura.
Llegaron ante la Ultima Puerta, y todo era exactamente como lo había descrito Silamo, pero Ígur notó diferencia de tantas veces como lo había imaginado. Las piedras tenían una extraña textura metálica, y por todos lados había goteras; el aire era helado, y a la vez tenía un no sé qué de ebullición asfixiante. Sobre la Última Puerta, y ocupando casi toda la fachada interior correspondiente, había un órgano descomunal, oscuro y brillante, con grandes estatuas polícromas entre las diferentes secciones de tubos, y la trompetería horizontal sobresaliendo hasta casi tocar las guías del Rotor; el conjunto resultaba tétrico, impresionante por la dejadez, incluso la ruina, de algunas partes, en contraste con la potencia de la construcción y las inalcanzables texturas que incitaban a asociarlo a un ser vivo. Las estatuas representaban escenas complicadas con muchos personajes con cuerpo y cabeza de diferentes animales, y en la parte inferior, siete u ocho metros por encima de la Puerta, colgaba una cabeza de más de un metro de diámetro y expresión feroz, con barba y turbante. Los más de ochenta y ocho mil metros cuadrados de superficie del espacio, aplastados bajo los doscientos treinta y cinco metros de altura interior, convertían a las dos docenas de personas que había dentro en insignificantes presencias de hormiga. La comitiva se detuvo ante el Rotor, que Ígur contempló con aprensión. Vio la Puerta, con la estrella de cinco puntas, y la plataforma intermedia donde tendrían que esperar la evolución del mecanismo.
El Secretario Francis se situó entre Ígur y Arktofilax, y con parte de la Guardia detrás, esperaron ante el Rotor. Ígur no sabía qué esperaban, y así pasaron media hora sin moverse ni decir nada, hasta que se abrió de nuevo la primera puerta, que a cuatrocientos veintiún metros era una presencia remota, y entró una comitiva formada por una docena de personas, las primeras pertenecientes asimismo a la Guardia del Laberinto, y avanzaron marcialmente hasta el Rotor. Mientras los pasos resonaban repicando brutales, acercándose, Ígur sintió la molestia de una lucidez terrible atenazándolo como un arrepentimiento.
La comitiva se detuvo a unos cinco metros delante de él, y el Comandante de la Guardia, que la encabezaba, dio un taconazo y se apartó a un lado, y después de que sus hombres abriesen la fila, avanzó el personaje custodiado.
– ¡Su Excelencia el Primer Secretario de la Agonía del Laberinto! -anunció el Comandante.
El dignatario avanzó hasta quedar a tres metros de donde esperaban Francis, Ígur y Arktofilax, y se dirigió a ellos con gravedad.
– Magisterpraedi, Secretario, Caballero, sed bienvenidos al Atrio. ¿Lo tenéis todo dispuesto para la Entrada?
– Así es, Excelencia -respondió Arktofilax.
– ¿A qué hora tenéis prevista la Apertura de la Puerta?
– A las nueve y un minuto.
El Secretario de la Agonía se volvió hacia un ayudante que se mantenía dos pasos detrás de él, y que a un gesto suyo avanzó, y tuvieron una breve conversación en voz baja.
– Disponéis hasta el mediodía -dijo al acabar- para las observaciones y los preparativos que consideréis convenientes. A partir de entonces los Entradores os constituiréis en Guardianes de vuestra Entrada, y a las siete de la tarde desalojaremos el Atrio.
Y se retiraron. Los Guardias que habían acompañado a Ígur y a Arktofilax se situaron en dos grupos en los extremos, uno en cada puerta. El Secretario Francis tuvo unas palabras de cortesía y confianza para los expedicionarios, y también salió. Una vez solos, Ígur y Arktofilax estudiaron el Rotor para determinar la ranura por la que se tenía que insertar el disco y estudiaron la operación hasta en sus mínimos detalles para evitar improvisaciones de última hora. Una vez establecida la ranura y la orientación, Ígur comprobó que ni siquiera una mota de polvo obturase los orificios del disco por donde la luz de las estrellas tenía que abrir la Última Puerta.