– ¡Las dos a la vez! -chilló un tercero cuando ya se hubo hecho el silencio.
Ígur se dejó llevar por los brillos impersonales de las mucosas enrojecidas, pensando en Fei y Sadó, por cómo la sensualidad reunía en una sola cara expresiones exuberantes y extrañas de dolor solemne, de tristeza, de luctuoso esfuerzo y de alegría, de rabia y de sorpresa, pautadas en violentas estridencias respiratorias, se dejó llevar por una boca en chose-de-poule, por unos labios que ceñidos al glande componían las formas de la imagen pompier de un corazón, pero abriéndose, en el vértice las comisuras, y asociándolo a la obesidad morbosa que tenía delante se dejó llevar por la velocidad rebotadora de una lengua, por las facciones zarandeadas por la fricción del falo, por los anillos y pendientes que adornaban la vulva de Ismena.
– Y ahora, nobles espectadores -anunció el Trujamán en registro do seis-, la yegua ganadora, la fuerza del Imperio: ¡la Reina de los Dos Corazones!
Ígur tuvo un sobresalto, porque hacía un minuto que había mirado a Fei y nada le había permitido imaginar que se desprendería de la chaqueta y con todo el correaje negro saltaría a escena. El joven Trujamán se retiró, y Fei, siguiendo la música, se encaramó de un salto con las piernas desnudas y altísimas sandalias de tacón negro encima del hombro desprotegido de Ismena, sobre la cual asentó bien los pies y espléndida, sin contemplaciones, bailaba encima de ella; las puntas de los tacones se clavaban en los lomos de Cuneitela, quien desbocada entró en el paroxismo final; Ígur ponía una cara de inquietud tal que Isabel Conti se le acercó.
– No te preocupes, aquí no interviene la Apotropía de Juegos -le dijo deprisa, acariciándole la mejilla con los labios-, hoy la sangre no llegará al río -se separó para mirarlo-; ¿o no es eso lo que te preocupa? -Miró a Sadó-: ¿Qué quieres, no tienes suficiente? -rió-, ¿cuántas fidelidades eres capaz de concitar? -Fei se agachó y sin interrumpirlas metió una mano en cada penetración, e Ígur no pudo evitar que allí se le fueran los ojos, mientras que el público se levantaba chillando y aplaudiendo; Madame Conti se lo quedó mirando-. ¡Qué niño eres, por más invencible que seas! ¿No ves que ella lo hace por ti?
Fei se puso de pie poco a poco, levantando los brazos, y cantó:
Phoebus eilt mit schnellen Pferden
durch die neugeborne Welt
Ígur se esforzó por degustar el espectáculo como un niño, siguiendo el orden plástico, pero cuando la fe es esclava del deseo, no hay nada que hacer; los doce focos móviles de colores que iluminaban la escena regulados por el Cuantificador se detenían en ángulos iguales de incidencia sobre Fei, o bien en perpendiculares ordenadas de dos en dos siguiendo paridades, o cada uno con el de tres más allá, y sucesivamente, y también cambiando de colores, enfrentando gamas o complementarios, básicos y neutros, del amarillo penetrante al azul absorbente, de la agudeza de los sucios a la nitidez de los fríos. Con la llegada de los rojos y los fuegos, la música incorporó trompas selváticas y timbales, y el espectáculo acabó con la explosión controlada de las dos parejas. El semen trazó signos azarosos en las caras de las actrices, enseguida dispersados por el propio movimiento, pero también, y antes de que Firmin y Poldino cayeran de rodillas desfallecidos por el peso del placer, abandonadas por el suelo ellas dos, la mayor parte de las salpicaduras, dirigidas por manos expertas, hicieron blanco en los pies de Fei, y cuando ella saltó al suelo, le resbalaban por las tiras de las sandalias y la piel, hacia la suela y la varilla del tacón. Del público salió un enano cabezón con un traje de pelumbre, que se precipitó a los pies de Fei y se los lamió minuciosamente entre el delirio y los gritos de ánimo del público; mientras arrebujado bajo el arco de todas la magnificencias se ocupaba del pie derecho, Fei le aplastaba la cabeza con la punta del otro hasta meterle el morro en el empeine, o con una súbita flexión de piernas le apretaba el cogote con la rodilla, y así la extensión de la lamida progresaba y ascendía, y Fei se reía como si jugueteara con un cachorro.
– ¿No será que te importa más lo que dicen los demás que lo que sientes tú? -dijo Madame Conti a Ígur-. Es un comportamiento muy femenino, amigo mío. Muy propio de un Caballero.
El pelo de Fei se agitaba a cada inflexión de la sensualidad.
– Es el aire de los tiempos -dijo Sadó riendo, y se volvió a Ígur-. Aún te gusta Fei.
– Me gustas más tú -dijo él enseguida, estrellándose.
– Eso está mejor -dijo Madame Conti con una carcajada-, ¡irreverente con el peligro!
– Lo que no puede acabar contigo, no vale la pena respetarlo -intervino Boris.
El enano tenía justo la altura de las piernas de Fei, no en vano famosas, las piernas más largas del Imperio, de los pies a las caderas, cuando los actores, ya recuperados de la satisfacción, ejecutaban una pantomina, siguiendo la música el modo mixolidio: Ismena le regalaba todas sus posesiones a Destoria y la alababa, y Poldino asesinaba a Firmin.
– ¡Poldino proléptico cruza la última puerta! -cantó el Trujamán, triunfal en modo frigio-, ¡el tesoro está en sus manos!
Los dos espectáculos se acababan, y el Barón subió de un salto al escenario entre las carcajadas de los asistentes y arrancó al enano, en plena escalada del cuerpo de Fei, lo levantó por los aires con los brazos y las piernas en remolino y lo tiró al suelo; después le dio la mano a Fei y así bajaron de la escena entre aplausos. Los de las primeras filas se levantaron.
– ¿Conocéis al Secretario de la Paratropía de Obras Públicas? -preguntó Madame Conti, y les presentó al obeso de mediana edad que tanto había fascinado a Ígur durante el espectáculo-: el señor Neder Rist.
– Permitid que os felicite por vuestra actuación, señora -dijo el hombre gordo con una voz finísima e inquietante, y después señaló al enano-; veo que vuestras dotes de improvisación son tan notables como las de mi ayudante.
– El señor Deiri Cotom es un visitante habitual de esta casa -puntualizó Madame Conti.
– Es un hombre malvado -dijo Sadó a Ígur; Rist la oyó y se dio la vuelta.
– ¡Si conocieseis a su mujer! -soltó una carcajada-. No hay hombres malvados, sino hombres estúpidos en manos de mujeres malvadas y estúpidas.
– Sólo estoy de acuerdo en la mitad de eso -dijo Boris.
La conversación se expandió, con Ígur atrapado entre el Barón, Rist y el enano.
– Hay muchas maneras de dividir la frase por la mitad, Barón -dijo Cotom, resentido de que lo hubiesen interrumpido cuando progresaba cuerpo arriba de Fei.
– No es necesario que Boris nos diga qué parte rechaza -dijo Rist-. Lo que, por cierto, me obliga a felicitaros por vuestra elección. Habéis conseguido a la mujer más bella de la reunión.
– Os lo agradezco mucho, pero os equivocáis en casi todo. Primero -dijo Boris con una media sonrisa-, no la he elegido, sino que ha venido a mí por despecho. -Ígur palideció-. Segundo, yo habría escogido a Sadó, que es en realidad la más bella.
– ¡Pero si es tonta! -exclamó Rist.
– ¿Además de ser la más bella es tonta? -dijo Boris-. ¡No es posible tanta fortuna, estamos ante la mujer ideal!
Soltaron una carcajada que a Ígur le pareció estimulante y amarga; parecía evidente que, sobre todo por parte de Boris, había un cierto deseo de provocarlo, y oír llamar tonta a Sadó le había sabido tan mal como oír decir que Fei no era la más bella, a pesar de no serlo en favor de la otra, pero se sintió fuerte y generoso.
– Ya lo decía mi abuela -chilló el enano-, el éxito de la histérica, la sensata lo desea.
Arktofilax y la Conti dieron las buenas noches a todos y se retiraron, y puesto que Ígur no quería quedarse a contemplar cómo Fei se iba con citarón, le propuso a Sadó desaparecer, y se fueron a la habitación interior, tanto más pequeña y modesta que la de Fei.