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– ¿No le ha vencido ni Maraís Vega? ¿Ni Arktofilax? -dijo Ígur sin inmutarse.

– Sabes de sobra que no se han enfrentado nunca.

– De todas formas -insistió Ígur-, estoy decidido a combatir con Lamborga. Necesitaré un padrino de inscripción; ¿me harías ese favor?

Mongrius estaba escandalizado por lo que él consideraba una ligereza temeraria de un jovencito bárbaro recién llegado de la altiplanicie. La soberbia ganada con sudor en la capital le impulsaba imperiosamente a rehusar un ridículo del que en cierto modo le harían responsable, y que podría llegar a manchar el prestigio de las instituciones; y podían incluso darle una lección de humildad y ponerlo en su sitio por una larga temporada, pero recapacitó; él era uno de los más de cincuenta Caballeros de Preludio que esperaban el Acceso del Número Uno a la Capilla para optar a un Combate, y fuera cual fuese el resultado del enfrentamiento entre Lamborga y Neblí, desbloquearía la situación.

– ¿Por qué no? -dijo.

II

El Laberinto de Gorhgró era el Último del Tercer Anillo que aún faltaba por conquistar. El Primer Anillo constaba de trece Laberintos, y el Segundo, de doce; la memoria de todos ellos era ya tan lejana, que ni su enumeración reviste interés; además, de algunos se había perdido incluso su localización, o pertenecían al fondo indistinguible de ciudades desaparecidas; el Tercer y Último Anillo constaba de cuatro Laberintos (el quinto de los inicialmente previstos nunca llegó a construirse); los tres anteriores, por orden de conquista, estaban en Perighart, Eraji y Bracaberbría; a los dos primeros hacía setenta y cincuenta años respectivamente que se había entrado, y ya quedaban pocos que pudieran recordar las vicisitudes; al de Bracaberbría, en cambio, tan sólo hacía veinte, y estaba fresco en la memoria de buena parte de la población del Imperio.

La tradición del Tercer Anillo, establecida setecientos años atrás, cuando bajo la dinastía de los Yrénidas se construyeron los cuatro Laberintos, determinaba que el Guía y Jefe de la Expedición de Entrada (o de Conquista, como se llamó más modernamente) debía proceder de la expedición al anterior Laberinto; los acontecimientos habían cargado tal uso de un carácter maléfico. La conquista de los dos últimos había culminado con la muerte enigmática de sus Jefes, nunca explicada de manera convincente por sus supervivientes, erigidos más tarde en Jefes de la expedición siguiente, y a su vez accidentados fatalmente dentro del Laberinto doblegar el cual era su principal responsabilidad. El único hombre aún con vida que había entrado en un Laberinto era el Magisterpraedi Teke Hydene, más conocido por el título advocativo que por trofeo consiguió en las salas de Bracaberbría: Arktofilax; él había vencido en el Laberinto de la ciudad del perpetuo oro poniente, bajo las órdenes del mítico Ajstor Beiorn, vencedor de Eraji; Beiorn y tres componentes más de la Entrada habían muerto dentro del Laberinto, y de los tres restantes, dos habían salido en un estado de obnubilación irrecuperable, y el tercero, Arktofilax, con el más incomprensible desinterés por los honores y la beligerancia pública que suscitaba; después de un periodo de inadaptación y excentricidades, había acabado por retirarse a una antigua posesión familiar, renunciando al ducado que el Emperador le concedía, acogido tan sólo a la orden de los Magisterpraedi (distinción nobiliaria canónica que se otorga a los Caballeros de Capilla que se retiran tras una brillante trayectoria de servicio), y al abrigo de un círculo reducido de amigos que lo cuidaban y lo protegían de la indiscreción y la voracidad pública. Arktofilax se había convertido en mito inaccesible, y el mero anuncio de su retorno era en política un tópico que nunca había dejado de actuar como revulsivo social de primera magnitud, a causa de la renovación que operaba en el misterio del interior de los Laberintos: ¿Qué se tenía que destruir para consumar la Entrada? ¿Qué destruía al destructor? ¿A qué causas obedecía el implacable silencio del superviviente? El secreto de la doma del Laberinto era el poder que lo situaba por encima de los demás, y, vistos los resultados, era también su desgracia; ni él ni Beiorn habían pasado a la historia como felices vencedores, sino más bien como almas truncadas por una experiencia que de alguna forma, incomprensible para la comunidad, parecía ser terminal.

Las condiciones indispensables para ser aceptado como aspirante a entrar en el Laberinto eran, en el orden de requisitos objetivos, tres: el estudio y el conocimiento completo del Laberinto de Bracaberbría, la autorización y el apoyo del Imperio, y, si no era posible la dirección, sí al menos la colaboración de Arktofilax. Gorhgró era pieza codiciada de un ejército de arribistas, cazadores de fortuna y nobles en diversos grados y naturalezas de ruina que asediaban a los Caballeros de Capilla con las más variadas y exóticas proposiciones económicas y políticas. Muchos habían probado suerte, y la mayor parte habían llegado a un punto aceptable en el primer requisito (por otra parte, de valoración incierta: no había nadie que examinase a los aspirantes, y aunque así hubiera sido, el alcance de una cierta serie de conocimientos es siempre relativo, y aún más en el marco de la selva de discrepancias en que se movían los expertos en la materia); pocos habían superado el segundo: la burocracia del Imperio era celosa de sus prerrogativas, y los privilegios costaban demasiado caros para quien no dispusiera de una gran fortuna con que apagar las tensiones que comporta su otorgamiento; de los pocos que superaron ese segundo obstáculo, ni uno solo pudo llegar más allá del tercero: Arktofilax, asqueado de todo, había acabado por cambiar de residencia y convertirse en ilocalizable; pero antes de eso, se había negado en redondo a recibir visitas relacionadas con el asunto. Aun así, el Imperio había concedido dispensas y, finalmente, dos expediciones se habían adentrado en el Laberinto de Gorhgró, la primera hacía doce años, y siete la segunda; jamás se supo nada de los que entraron, y la leyenda de los horrores que contenía el interior de la Falera se asentaba ahora sobre una base concreta: ¿Cómo habían muerto los expedicionarios? ¿Atrapados por un insoluble problema geométrico o topológico? ¿Aniquilados por un mal desconocido? En esta situación, y consolidada la fama del Laberinto como el desafío más peligroso del Imperio, y, en consecuencia, como el más alto manantial de prestigio, a pesar de saber que su problema principal sería encontrar y convencer a Arktofilax, Ígur Neblí se concentró en su decisión de conquistarlo.

Pero Condición previa indisociable a la de Entrador era el Acceso a la Capilla, por lo que Ígur se ocupó de ello sin dilaciones.

La misma tarde de la inscripción de Ígur al Combate contra Lamborga, y veinticuatro horas escasas después de haberse entrevistado por primera vez, el Secretario de la Equemitía de Recursos Primordiales convocó a Ígur y Mongrius a su despacho a una reunión a puerta cerrada, sin la presencia habitual del Ayuda de cámara.

– Vuestro comportamiento de esta mañana -dijo Ifact con acritud extrema- es por ambas partes injustificable. Si bien se explica en el caso del Caballero Neblí, que desconoce las vicisitudes de Gorhgró, en el vuestro, Caballero Mongrius, espero que me expliquéis las razones que os han guiado, y en verdad deseo que no sean tan oscuras como imagino como para que, si lo son, tengáis el valor de decirme la verdad.

– Señor -dijo el aludido con un aplomo que revelaba la gravedad de la situación-, no ignoro la evidencia de los beneficios que, a medio plazo (aunque por otra parte, bastante problemáticos), la actuación del Caballero Neblí proyecta sobre mi humilde persona, pero os juro que en ningún momento ni por mis votos ni por mi honor habría permitido que ello fuera un factor, ya no determinante, sino tan sólo en juego. Si he consentido en ser padrino de inscripción del Caballero Neblí, ha sido porque la firme resolución de un Caballero sobre sus actos no merece la ignorancia ni la displicencia, y porque la probabilidad de que el Caballero Neblí derrote al Caballero Lamborga, que reconozco que no es esplendorosa, justifica, en caso de producirse, la esperanza del goce de asistir a la eclosión del que sería un personaje excepcional entre la flor y nata de la Capilla Imperial.