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Ígur no se movió. Eso era contrario a la primera ley de los Caballeros.

– Excusadme, señor… -murmuró; Ifact levantó la vista, y esbozó un gesto benevolente.

– Es para grabar en él los códigos de entrada -sonrió-; a no ser que prefiráis tener que pasar todo el formulario cada vez que vayáis a un edificio del Imperio -cambió el tono-: también es para abriros una cuenta y poder ingresar vuestro sueldo. Ígur le entregó el sello al Ayuda de cámara, que lo aplicó a la pantalla horizontal de una mesa auxiliar, y después de pulsar teclas durante un minuto, se lo devolvió con una sonrisita casi imperceptible.

Ígur se lo guardó con una náusea inexplicable, sin querer siquiera saber el sueldo que se le asignaba. Si no quería acabar con su carrera en Gorhgró y en el Imperio en aquel preciso instante, no tenía más remedio que actuar tal y como lo estaba haciendo, pero un resquemor agridulce le decía que no debía haber dejado su sello en manos de aquel individuo. A saber qué habrá grabado, pensó, o, lo que es aún peor, qué habrá extraído. Ifact entregó unos papeles al Ayuda de cámara, que rodeó la mesa, escogió uno, y se lo dio al Funcionario.

– Haced venir al Caballero Mongrius -le dijo, y el otro se levantó y se fue. El Ayuda de cámara retomó su posición.

– Ahora oídme bien -dijo el Secretario, tras un largo silencio-. Como os he dicho, estáis libre de obligaciones regulares, lo cual no significa que me desentienda de vuestras actividades. Aparte de los servicios que se os encomendarán en su momento, os asigno a la custodia secundaria de un Caballero de Preludio, que responderá de vos ante mí, y estará encargado de poneros al corriente de los usos que corresponden a un Caballero del Imperio. -En ese momento regresó el funcionario, acompañado de un joven unos cuatro años mayor que Ígur, y vestido, como él, al estilo deportivo militar-. Entrad -dijo Ifact, y se dirigió al joven-: Mista, ¿has leído las instrucciones?

– Acabo de hacerlo. Señor -respondió el recién llegado; era un hombre fuerte, más alto y fornido que Ígur, rubio y de cara ancha.

– Muy bien, entonces no hace falta que te diga nada. Ígur Neblí, Caballero de Pórtico; Mista Mongrius, Caballero de Preludio -los presentó, y después de que se saludaran, se dirigió a Ígur-: el Caballero Mongrius será, como os he dicho, vuestro guía, y como responsable de vos ante mí, os hago saber que le debéis obediencia -torció la boca como si quisiera sonreír-, aunque deseo que la cortesía y la amistad que rige a los Caballeros, cualquiera que sea su grado, haga que nunca tengáis menester de plantearos situación alguna en términos jerárquicos.

Ninguno de los dos sonrió, y Mongrius, el más antiguo, se vio obligado a liberar la tensión.

– Seguro que no, Señor.

– De acuerdo, entonces. Podéis marcharos -dijo Ifact sin levantarse.

Ígur sabía que su próximo contacto con el Secretario sería en cumplimiento de una orden recibida, y que en cierto modo su iniciativa sólo se podría negociar con Mongrius. Ambos se despidieron con una reverencia, y acompañados del funcionario abandonaron la planta, y después, ya solos, tras recoger los bártulos de Ígur, el edificio.

Mongrius se ocupó del alojamiento de Ígur, y una vez ya acomodado en una residencia, más bien un dormitorio amplio, cerca del tramo del río que va de Sur a Norte, y a la izquierda de la corriente, buscó un sitio para comer, y después se ofreció a acompañarlo a dar una vuelta por el Anillo Interior de la ciudad, gentileza que Ígur aceptó con mucho gusto.

Al final de la noche, cuando la nebulosa del sueño y la lenta y continuada acumulación de las horas los llevó a recalar en una elevada terraza orientada al Sur desde donde se veía saltar el Sarca de camino caprichoso, Ígur y Mongrius habían decidido primar la comodidad de la conveniencia sobre el orgullo reticente y, sin abandonarlo como reserva, cada cual sintiéndose vencedor de un enfrentamiento no declarado, y, más convencidos de los sentimientos positivos ajenos que de los propios, se habían hecho amigos. El uno había exhibido su superioridad proporcionando información y recomendaciones, advertencias y reticencias donde el neófito podría tropezar, y el otro había exhibido su sutil predisposición y capacidad para captar aquello que no le era dicho, y para no caer en las trampas, y ambos habían echado en falta un observador imparcial que les admirase. En realidad, más que los problemas con los Astreos o la Muta, la cuestión de la Hegemonía, las luchas de los Príncipes o la Tutoría del Emperador, lo que más le interesaba a Ígur era una oportunidad para convertirse en Caballero de Capilla sin tener que pasar por los trámites canónicos de Caballero de Cámara y Caballero de Preludio (algo que sólo excepcionalmente se había concedido, pero que contaba con suficientes antecedentes como para no ser imposible), y planteó abiertamente la cuestión. Mongrius lo miró sin saber si decantarse hacia el afecto o hacia la compasión.

– Si quieres un Combate de Acceso a Caballero de Cámara, no hay problema. Hay, si no recuerdo mal, cerca de mil quinientos Caballeros de Pórtico en el Imperio, de los cuales unos cincuenta tienen el Juicio programado en un plazo de menos de tres meses, y hay unos doscientos más en lista de espera. Si te inscribes enseguida, se te puede convocar para el Combate en menos de medio año, con un poco de suerte…

– ¿Y el Acceso directo a Caballero de Capilla?

Mongrius se decidió al cien por cien por la compasión.

– ¿Sabes cómo funciona el protocolo de Acceso a la Capilla?

– No -dijo Ígur tranquilamente.

– No funciona por sorteo, sino por escalafón. El número Uno contra el Dos, el Tres contra el Cuatro, y así sucesivamente, con la particularidad de que el escalafón es impropio, lo que significa independiente de la carrera del Caballero de Preludio, y a partir del final de la lista uno se inscribe, sabiendo ya con quién ha de combatir si le ha tocado número par, y jugando al imprevisto si le ha tocado impar.

– No hay problema. Mañana mismo daré los pasos pertinentes para inscribirme.

– ¿Antes no te gustaría saber a cuántos tienes delante en la lista?

– ¿A cuántos? -se impacientó Ígur.

– A uno -dijo Mongrius con un aire misterioso que pretendía ser solemne y provocador a la vez.

– ¿Y cuál es el problema? Si no hay más que uno, nada impedirá que el Combate se celebre sin dilación.

– Yo de ti me preguntaría cómo es que solamente hay uno -se rió-. Se trata de Kuvinur Lamborga que, como debes saber, es el espadachín más célebre del Imperio. Hace tres años que tiene los atributos de Caballero de Capilla, pero no puede formalizar el cargo al no encontrar a nadie dispuesto a ser el Número Dos y combatir con él. Ya sabes qué pasa con un Aspirante a la Capilla derrotado; aunque no existen leyes que establezcan ninguna norma, la tradición señala que su vida de honor se ha acabado, y que la única salida digna que le queda es la meditación y la ascética. En fin, la cuestión hace tiempo que tiene paralizada la renovación de la Capilla, pero no te preocupes, se está estudiando una bula de excepción, de la que ya hay antecedentes, para que Lamborga tome posesión sin Combate, y después tendrás una ocasión más asequible antes de tres meses… si consigues inscribirte entre los veinte primeros de los cincuenta que esperan a que Lamborga desaparezca para probar suerte.

Ígur fijó la mirada en el resplandor de las estrellas. El fondo de la ciudad parecía un trueno en reposo, y el momento era tan pausado que tenía cualidades de imagen de espejo.

– No dispongo de tres meses. Mañana mismo me inscribiré para combatir contra Lamborga.

Mongrius no daba crédito a lo que oía.

– No sabes lo que dices. Lamborga ha sido campeón mundial en todas las modalidades de lucha y de esgrima, tiene el tercer grado de la orden de los Meditadores, y dicen que nunca ha sido vencido.