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– ¿Imagináis que es la primera vez que oigo algo así? ¿Qué os creéis que estáis haciendo ahora mismo? ¿Probando hasta qué punto sois necesario para entrar en el Laberinto? ¿Jugando a haceros matar por un funcionario resentido? -Sonrió y lo miró fijamente, y de repente a Ígur no le pareció servil y rastrero, sino poderoso y magnífico-. Creedme, concentraos en la resolución del Laberinto, trabajo os queda, y si vuestra actitud general está de acuerdo con la que habéis exhibido aquí, os queda mucho camino por recorrer.

Y dio la entrevista por acabada, dejando a Ígur con la duda de si había valido la pena granjearse un enemigo por una necesidad casi física de lo que entonces le parecían principios y quizá algún otro día encontraría tan sólo gratuito y absurdo.

Ígur hizo una copia del segundo poema profético y lo envió por Cuantificador a la terminal de Debrel, y a media tarde se abandonó al azar de las calles de la parte más antigua de las ciudadelas de Gorhgró, en aquel tiempo reducidas a barrios marginales, como gran parte de Bracaberbría, y también lentamente devoradas por la suciedad y la miseria. Cuando ya era noche cerrada, tuvo un impulso y se fue al Palacio Conti.

Allí, con el afán de que no quedase nada por descubrir, optó por hacer uso de la puerta principal, y se recreó admirando la fachada y adivinando los elementos añadidos de entre las rigurosas proporciones Astreas. Cuando entró se encontró con que, además de que el sello no permitía abrir la puerta grande, también disparaba una alarma que convocó de inmediato a cuatro Guardianes que sin mediar palabra le apuntaron con sus armas. Ígur no tenía motivo de alarma, pero de forma instintiva hizo cálculos sobre sus posibilidades de éxito si optaba por rebelarse.

– El sello, rápido -le imprecó de mala manera el Jefe.

– He venido a ver a Madame Fei -dijo Ígur sin inmutarse.

– ¡Silencio! -dijo el Jefe-. He dicho que me des el sello.

Ígur se lo sacó del bolsillo y se lo mostró sin acercárselo.

– Ven a buscarlo -dijo con calma; el Jefe palideció, y el de su lado le habló en voz baja al oído; Ígur sonrió-. Quizá prefieras ir a buscar a Madame Fei.

– ¡Silencio! ¡Madame Fei no está!

– Entonces ve a buscar a Madame Conti -dijo Ígur imperiosamente; sabía que controlaba la situación porque ningún Guardián desconocía su sello en Gorhgró, pero las armas continuaban apuntándole. El Jefe hizo un gesto al segundo, éste salió, y volvió a los cinco minutos con la dueña del Palacio, que irrumpió en el vestíbulo con los brazos abiertos y riendo.

– ¡Pero hombre, a quién se le ocurre entrar por esta puerta sin avisar! Ven a mis brazos, deliciosa criatura, y vosotros ya os podéis retirar, y otro día fijaos más. ¿No conocéis al Caballero de Capilla más guapo del Imperio? -Los Guardias salieron, y ella tomó a Ígur del brazo y se lo llevó por otra puerta-. Chico, perdona, pero es que ahora con ese jaleo del Cuantificador que se ha vuelto loco nos llega cada colgado por la puerta grande que como comprenderás, si no has avisado, pero en fin, hablemos de ti, cada día estás mejor, ¿qué tal por Bracaberbría?

– le guiñó un ojo-, ya me han dicho que no dejaste escapar ni una. -Y le pasó la otra mano por la entrepierna de una forma tan inesperada que Ígur, instintivamente, echó el culo hacia atrás-. Así me gusta -rieron los dos-, buenos reflejos.

– Tus gorilas me han dicho que Fei no está.

– Fei, Fei, siempre Fei -remedó una entonación celosa-, a ver qué día me vienes a ver a mí -y con la boca muy abierta y expresión jocosamente feroz hizo un movimiento obsceno con la lengua, y después soltó una carcajada-; no te preocupes, claro que está Fei, estos días sólo hablaba de ti, ¡ay, estás hecho un buen castigador! Ven, le daremos una sorpresa. -Ígur temió llevarse él la sorpresa, y Madame Conti se lo debió notar-, ¡Vaya unos héroes, matan a montones y después se cagan al pensar qué se encontrarán en la cama de una mujer! Quizá te imaginas que en esta casa pasa algo que yo no sepa. -Lo acompañó hasta la habitación de Fei y abrió la puerta sin llamar-. ¡Sorpresa, sorpresa!

Ella estaba sentada de espaldas, leyendo un libro con los pies en el pretil de la ventana, y se levantó de un salto.

– ¡Si es mi Caballero de Capilla! -Y se echó en brazos de Ígur; llevaba una camiseta y unos pantalones ajustados de estar por casa, iba descalza y con el pelo suelto.

Madame Conti los dejó solos, y ellos se contemplaron de arriba abajo, retardando el estallido del sexo que ya los empujaba a aumentar la urgencia. Fei dispuso platos fríos y bebidas para toda la noche.

– Hoy sí que no me esperabas -dijo Ígur.

– Komm, du schóne Freudenkrone, bleib nicht lange. Deiner wart ich mit Verlangen.

Y, con las manos en la nuca, se dejó subir la camiseta hasta los brazos, y sin soltarse cayeron de rodillas entre almohadones. Habían alcanzado ese punto en el que los amantes conocen tan bien el propio cuerpo como el del otro, y toda la energía que antes alimentaba el deseo en forma de incertidumbre, de pesar o de duda, hasta de miedo al enfrentamiento o al rechazo, ahora era puro deseo autoalimentado en la seguridad de realización.

– Tenía tantas ganas de verte… -dijo él, y, sin salir ni desempalmarse, continuaba moviéndose con lentitud y profundidad, presa de las asociaciones de ideas más extrañas estrellándose en la mirada de ella perdida en círculos, en los movimientos de sus labios enrojecidos a más no poder.

La noche rebosaba de sonidos difíciles de identificar, y los vaivenes de la dedicación de los cuerpos conducían a horas ilocalizables, a situaciones con un regusto terminal. ¡Y, sin embargo, quedaba aún tanto por decir! Fei se detenía en miradas que dejaban al deseo la enormidad de todas las elocuencias, y aún Ígur no sabía dejar de insistir para que ella le dijera lo que se resistía a decirle, y que a él le parecía una tara en el dominio del placer y de la vida. ¿De qué servía hacerla chillar de emoción pellizcándole intimidades del cuerpo si no podía hacerla gemir de inquietud pellizcándole las intimidades del alma?

– Pero yo te quiero a ti -dijo ella con la risa triunfal de mujer-niña, cuando ya clareaba.

Odiarse en incomplitudes de la entrega sentimental, zarandear presuntas provisionalidades del deseo, tales eran los temores de Ígur cuando se quedaba sin argumentos al contemplar a Fei, al reconocer el mapa del mundo entre su cuerpo, el Imperio entero sobre un trapecio.

– El otro día -dijo Ígur- soñé contigo. Teníamos una conversación en un paraje desconocido. Tú llorabas y me decías «¿por qué no me has avisado, si lo sabías?», y después retrocedíamos a un sitio más conocido, y me decías «avísame rápidamente, todavía estás a tiempo; tú no sabrás de qué, pero yo sí»… Y así desaparecías. -Fei se rió-. He aquí la historia… Te aviso, pero no sé de qué. ¿Lo sabes tú?

– Ven, querido, abrázame.

Ígur sentía esa inestabilidad inconcreta e insistente de cuando uno se olvida de algo y no sabe de qué, y quizá ni sabe que se olvida algo, pero tiene un impedimento animal: el cuerpo le advierte, y la cabeza no sabe cómo hacerle caso.

– ¿Sabes de qué te aviso?

– Sí, y me doy por avisada -dijo, e Ígur estaba casi seguro de que ella se lo había tomado como un juego y por condescender lo seguía.

Pero, sin más datos en la mano, tal vez ella lo había interpretado correctamente, y él era el más perdido de los dos. Dentro de un juego temporal subjuntivo, se dio cuenta de que él ya había fallado, de que no había sabido advertirle de lo que debía, y ni tan sólo podía saber a qué se había referido cada suposición recíproca.

– Pronto -dijo Ígur-, cuando todo cambie… Crees que tú y yo…

Fei no dijo nada. Las luces de Gorhgró, empapadas en niebla, se anticipaban al alba y pisaban su inicio. Hacía frío en todas partes, e Ígur se fue a su casa a intentar dormir unas horas.