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– ¿El advenimiento de la ciencia, es decir, el triunfo de la filosofía sobre la poesía, es un movimiento de lógica histórica? -dijo Silamo-; Debrel no lo ve como sustitución, ni como derrota de una cosa por la otra, ni tan sólo como alternativa estratificada en el aspecto de categorías.

– ¿Lo ve como las dos caras de una misma moneda, pues? -dijo Ivana.

– Suponiendo que la moneda sólo tenga dos caras -dijo Erastre-. La cuestión continúa siendo cómo ligar los dos grandes bloques de visión del mundo, hayan estado unidos o no en origen, y cómo situar en ellos la experiencia personal. El aprendizaje del recuerdo colectivo, desde luego, no puede lograrse si no es a través del recuerdo individual, que actúa por compensación: acumula en el plato de la balanza del conocimiento y la capacidad de expresar lo que vacía del plato del sentimiento y el deseo. El Anágnor Harsafes sostenía que el conocimiento colectivo sigue un camino parecido, y que en nuestra época estamos aproximadamente a una tercera parte del conjunto, pero ¡quién se atrevería a mantenerlo a ultranza! La sabiduría, eso sí es cierto, se adelanta al envejecimiento y aleja la muerte, a pesar de que hoy ya nadie se hace la ilusión de forzar la realidad con un concepto. ¿Cuál ha terminado por ser el instrumento que mejor se adapta a una visión utilitariamente simplificada del mundo? La cuantificación: estadística, probabilidad, la cuadriculación del mapa en términos identifícables como combinaciones cartesianas de otros más elementales, ¡ésa es la verdad en porcentajes! ¿De qué orden se puede esperar vivir, en tales condiciones? Aparte del fracaso al que la operación está condenada como sistema de pensamiento, pensad en los perjuicios en el ecosistema de la felicidad social, vital y espiritual que conlleva el intento.

– Un intento devastador, sin duda -dijo el coronel Iazata, pero parecía que no hubiera escuchado.

– Un intento que conduce, como toda moral, a un sistema encarnador, a una iconografía significante que en unas épocas eran los dioses, en otras el arte, en otras la glorificación de los avances de la industria; con nosotros son los Juegos. Naturalmente -miró a Ígur y Silamo con soberbia-, aquí no llega la magnificencia de la Apotropía, ni la iniciativa privada se puede permitir los espectáculos de Gorhgró o del Lago de Beomia, y eso significa que los jugadores han de usar la imaginación si no quieren acabar en las naves desiertas y medio en ruinas del antiguo Palacio General.

– Aún funcionan mil salas, y del orden de cien máquinas en cada sala -puntualizó Iazata-, lo que no significa gran cosa cuando el Palacio había llegado a tener cinco mil salas y trescientas máquinas en cada una.

– ¿No creéis que la causa del descenso se debe más a la reforma de los porcentajes? -preguntó Ivana, e Iazata se vio obligado a explicarle el caso a los forasteros.

– La principal modalidad de las tragaperras era la ruleta rusa, basada en la jugada tradicional; el cliente, en la variante punitiva, jugaba con cien créditos a un sexto de posibilidades de muerte frente a cinco sextos de premio de mil créditos; a cada punto de aumento de probabilidades, lo que sería el equivalente de las balas, aumentaba linealmente el importe de la jugada y el premio, es decir, con dos probabilidades de muerte contra cuatro, la jugada valía doscientos créditos y el premio dos mil, hasta que se objetó que en función de la metaposibilidad, los premios debían aumentar en proporción geométrica (incluso había un sector que propugnaba la exponencial), porque la metaposibilidad (en realidad deberíamos llamarla posibilidad real) de morir en el Juego no queda realmente explicitada en la constatación matemática de que cuatro sextos es el doble que dos sextos, sino que en un caso existen verdaderamente más posibilidades de morir que de ganar, y es por eso por lo que se decidió primar geométricamente los premios, manteniendo el aumento lineal de los costes. Pero resultó que las arcas del Palacio no eran suficientes para hacer frente a los pagos, a pesar de que las máquinas estaban, según se ha demostrado, trucadas, y las probabilidades de muerte eran mayores de las indicadas, ¿recordáis la cantidad de empleados que llegó a tener el servicio permanente de identificación y recogida de cadáveres?

– Desde luego -dijo Erastre-. Y el servicio se colapsaba cada sábado, cuando los recogedores morían en tropel en las máquinas tragaperras… les faltaba tiempo para ir a gastarse el sueldo.

Hubo carcajadas.

– El caso es -prosiguió Iazata- que enseguida empezaron los impagos a ganadores, con el desorden social consecuente: bandas de afectados asaltando las salas y destruyendo las instalaciones, procesos a los empleados por distraer los fondos de las cajas de las máquinas antes de cargarlas, o por embolsárselos una vez registrados, y a partir de entonces el inicio de la decadencia del Juego.

– La discusión de fondo -dijo Erastre- ha beneficiado mucho al Hegémono para arrebatar poder con el impulso de la famosa reforma institucional: ¿cuánto vale un hombre?, ésa era la cuestión, y la respuesta es la verdadera ideología sobre la que se asienta el Imperio. Distinguimos entre valor activo y valor pasivo. Valor activo: cuánto vale, en términos mercantiles, la persona, en tanto que resultado de la división entre el presupuesto que se dedica a 'a materia humana del Imperio y el número de individuos; así se obtiene una cifra determinada que sin más referencias no clarifica nada, y que, corregida con el coeficiente comercial pertinente, es lo que tendría que pagar por un hombre un hipotético comprador, en caso de que un hombre fuera explícitamente una mercancía, al margen de que en otros términos no deje de serlo. Valor pasivo: cuánto está dispuesto a gastar el Imperio, siempre como promedio, para evitar la destrucción de un hombre, en la misma medida en la que invierte para salvar un puente, pongamos por caso, una carretera, o lo que sea; en ese caso dependerá del hombre; el promedio del conjunto de la población está ligeramente por encima de uno, pero es gracias al enorme potencial que el Imperio dedica a la preservación de unos cuantos, el Emperador por encima de todos, lo que ocasiona que el resto quede por debajo, y la práctica ha obligado a reconsiderar los términos del cálculo. Hoy en día, finalmente, la cifra concreta de cada cual, por supuesto no accesible para el público en general, se cuantifica a través de una complicada fórmula matemática que, integrando factores esenciales o circunstanciales, por ejemplo edad, bienes producidos, estado de salud y excedentes en la profesión, establece una proporción entre lo que el Imperio pagaría por salvarle la vida y lo que pagaría por eliminarlo. Como el valor negativo de la mayoría es mayor que su potencial social, y, por supuesto, pecuniario, para evitar que los destruyan de oficio no les queda más remedio que el Juego, que de esa forma actúa como impuesto pasivo, no tan sólo desde el punto de vista económico, donde aporta diez veces más activo que los impuestos indirectos y directos, sino sobre todo sobre el excedente de población.

– ¿Heroísmo de consumo? -rió Ivana-; ¿convertirte en un héroe por cien créditos y solucionar un mes de vida? Quizá sí sea ésa la trampa con la que el Imperio recupera gastos. Nunca lo hubiera conseguido por decreto.

– De ahí surgió la controversia -dijo Iazata-, porque los baremos del Juego tasaban una vida humana muy por encima de su valor real, y el mercado oficial no lo ha resistido. -A Ígur se le apareció la imagen del mimo vagabundo instalado en el portal de su casa, un hombre ya bastante viejo y maltrecho, que dormía a la intemperie en la más completa indigencia-. De ahí que los verdaderos jugadores tengan que organizar privadamente las timbas valiéndose más de la imaginación que de grandes presupuestos. En otro momento -se dirigió a Ígur y Silamo- ya os contaré alguna.

– El problema práctico con que topa desde hace tiempo la inacabable reforma de Ixtehatzi -dijo Erastre- es la destrucción real del sentimiento de la imagen colectiva, que excede los propósitos del político histórico, y el anhelo retrógrado de la población, que está mucho más lejos en sentido opuesto, y en ese caso el punto medio no sirve. ¿Mantener los Juegos? Imposible tal y como están: potenciarlos o suprimirlos, y ésa es la paradoja, porque tampoco es posible ni una cosa ni otra. ¿Añadir poder al Gran Cuantificador? Muy bien, pero ¿qué pasará cuando estos señores resuelvan el Ultimo Laberinto? ¿Tensar al individuo entre el Cuantificador y las Demeterinas? Más valdrá cortarse las venas que presenciarlo y, sin embargo, ya nos han atrapado los tiempos en los que las características del pasado se ven no ya como anacronismos, sino como ambigüedades difíciles de situar. ¿Qué opináis del asunto de las Demeterinas?