Ígur Neblí entró en Información a media tarde, la hora que le habían aconsejado como la más adecuada, y topó con el implacable oficialismo del funcionario del Cuantificador.
– ¿Caballero de Capilla? -dijo, consultando la pantalla-. Lo máximo que os puedo ofrecer es el acceso al segundo pasillo a mitad de precio, o bien al primero con una rebaja del treinta y cinco por ciento.
La idea de Debrel no era la de que realizara una consulta, sino la de conocer el funcionamiento de la institución.
– Quisiera hablar con el Maestro de Ceremonias.
– No está -dijo el funcionario; Ígur se impacientó.
– Pues quiero una audiencia lo antes posible.
– El miércoles de la semana que viene, no, el de la siguiente -dijo el funcionario después de una inacabable consulta al Cuantificador; Ígur asintió, y cuando ya se iba el funcionario lo detuvo con un gesto-; son doscientos créditos.
– ¿Por qué doscientos créditos? No quiero hacer ninguna consulta.
– Lo siento, son doscientos créditos si queréis una entrevista.
Ígur pagó con el sello, y se largó maldiciendo el negocio de la incultura.
Una hora después, al apearse del transporte que le había devuelto al otro lado de la Falera, cerca de la Equemitía, notó que le seguían. Se volvió un par de veces, y tres individuos vestidos de gris de arriba abajo se le aproximaban cada vez más. Ya había oscurecido, y al detenerse en una esquina se le echaron encima con espadas hipodérmicas. Fonóctonos, supo Ígur con gran susto; sacó el arma y allí mismo derribó a dos. El tercero le hizo volar la pistola láser por los aires, y se vio obligado a esgrimir la espada; mientras tanto Ígur oyó el leve pitido del transmisor del atacante, y el pánico le dio fuerzas: patada, y un tajo en el cuello; el Fonóctono se desplomó como una piedra, la sangre le manaba a borbotones entre unos dedos que inútilmente se aferraban a la garganta. Demasiado tarde, de la otra punta de la calle llegaban tres más, disparando armas láser, prohibidas en Gorhgró, aunque no para los Fonóctonos, quienes de todas formas no existían oficialmente. Inútil buscar su arma; la única posibilidad, huir. Con la espada en la mano, Ígur regresó a la parada y se subió en marcha al transporte. Mala suerte, dos de los Fonóctonos habían llegado a tiempo, y se habían encaramado por el exterior; más disparos, Ígur protegido por la cabina, gritos de la gente, algunos saltan en marcha, otros se amontonan a cubierto, el pánico se apodera del conductor; Ígur le ordena no parar. Los Fonóctonos continúan disparando, hieren a pasajeros, matan a tres. Ígur rueda por el suelo hasta el lateral y los sorprende: uno cae y las ruedas del transporte lo destrozan, el otro queda colgado de la antena del estabilizador. Mala suerte, del bolsillo le cuelga el transmisor, Ígur distingue el puntual intermitente rojo, pronto se le echarán más asesinos encima; el transporte cruza uno de los puentes sobre el Sarca, demasiado arriesgado saltar, lo hace cuando el vehículo ya rueda por tierra firme, Ígur como un felino, siete u ocho volteretas por el suelo y, de pie de un nuevo salto, al acecho. No deben estar muy lejos, corre por una avenida desierta que desemboca en otro puente; está de suerte, a doscientos metros se distingue el Palacio Conti. Le parece oír otra vez a alguien por detrás. Tres siluetas lejanas en el extremo de la calle. Ígur corre por el puente hasta la Puerta de los Cocineros y la abre con el sello. La deliciosa camarera del primer día la cierra tras él.
– ¡Caballero Neblí, vaya prisas! -exclama con una risa contagiosa; Ígur no resiste la tentación de un abrazo de refugio y recuperación-. ¿Queréis ver a la Reina de los Dos Corazones?
Ígur asintió, y ella lo llevó a una salita, donde poco después entró Fei con la alegría de la sorpresa complacida en la cara. Iba totalmente desmaquillada, con ropa de estar por casa, y el pelo recogido en un moño. Tenía el aire reposado y tranquilo de quien da por terminada una jornada no especialmente movida.
– Ven conmigo, querido -dijo, tomando por la cintura a Ígur, y lo llevó a la habitación, la del pequeño jardín que Ígur ya conocía, la apartada maravilla del paraíso remoto que reduce los tormentos y las paradojas al ridículo. Se tumbaron en la cama y lentamente se quitaron la ropa.
– Mi Liebrecita a los pies del Cazador -dijo Ígur dulcificando la caricia-, el gran Perro te va a comer.
– ¿Por qué no se come la Palomita que está más abajo? -rió ella, respondiendo con el pie en el hombro de él; después se incorporó-; mi Delfín se dormirá entre el Águila y el Cisne. -Y apretó a Ígur entre la mano izquierda y la rodilla contraria.
– Me defenderé con la Flecha y el Caballito -dijo él con un gesto envolvente de las demás extremidades.
– ¿No lo quiere cabalgar Arión?… La Saeta, la Red, el Lazo, el Fuego…
– Con remo feliz más allá de las Ceraunias, y acogido en las aguas tranquilas de Oricos…
– Y más allá del Reloj, tan sólo el Fénix…
Únicos remansos del tiempo, los del olvido en el placer, como esos que pasaban un espeso muro entre el presente y el pasado, por más amenazador y reciente que fuera, las horas de Ígur en los brazos de Fei no dejaban las sospechas tan en suspenso como él deseaba. Después de la contemplación y el repaso de la memoria, del paisaje transcurrido del espíritu y del cuerpo, las facciones de Fei, grandes y agradables, hechas para el placer (todo, en ella, era contundente y poderoso, pensó Ígur, era una de esas mujeres con las que puedes hacer el amor empleándote a fondo, sin miedo a dañarlas), eran pura quietud sin preguntas, pero a la vez tan expresivas que resultaba difícil mirarse en ellas sin estremecerse.
– Me gustaría haberte conocido de pequeña -murmuró Ígur.
– ¡Oh, de pequeña era muy fea!
La contrarréplica era innecesaria, Ígur se abandonó otra vez al olvido de todo; la idea de los Fonóctonos buscándolo por calles heladas lo sumía en la satisfacción del mentiroso más impune, y qué mejor triunfo que el cuerpo de Fei para acogerla.
V
A la mañana siguiente, Ígur tuvo mejor suerte. El Consultor de la Apotropía General de Juegos del Imperio resultó ser un hombretón afable y bien dispuesto, con más pinta de mecánico o pastelero que de alto cargo de la Administración, y recibió al Caballero de Capilla sin más dilación que la debida a la localización de su persona en el intrincado circuito de despachos. Tras las presentaciones y las cortesías de ritual, Ígur le explicó a Gemitetros sus propósitos, de acuerdo con las indicaciones de Debrel. De entrada, el Consultor se mostró, siguiendo con su gentileza, más proclive a las preguntas que a las respuestas.
– ¿Entonces formas equipo con Debrel? -dijo-; el Agon de los Meditadores estará contento.
Ígur no sabía si era una pregunta, una invitación o una provocación, y creyó más prudente no entrar en detalles sobre el Agon de los Meditadores, en quien parecía radicar el centro de gravedad de tantas cosas.
– Así pues, ¿éstos son los locales de la Apotropía?
Gemitetros se encogió de hombros; si aquel joven no quería sacarle partido a la situación, cuando tenía contra las cuerdas a uno de los dignatarios mejor situados del Imperio, allá él.
– La Apotropía no tiene locales propios, salvo la gran sala de máquinas tragaperras que hay en el sótano de este edificio (aunque se entra por otra calle); aquí ejercemos de agencia de contratación y promoción; los propietarios de las salas son los nobles, generalmente de grado medio: Barones y Vizcondes, rara vez Príncipes o Duques, y los clientes son los actores y los apostantes.
– Quisiera hacerme una idea general de las distintas clases de Juegos.
– No hay problema -dijo el Consultor; lo condujo a un despacho y lo invitó a sentarse ante unas pantallas donde, accionando el control, aparecieron diversas imágenes que fue comentando, esquemas al principio, después filmaciones de escenas reales-; existen dos modalidades básicas de Juego: aquellas en las que el jugador es tan sólo espectador, sin más participación en el espectáculo que su entretenimiento propiamente dicho, o, en todo caso, con el aliciente de una apuesta, y aquellas en las que el jugador participa directamente, arriesgando una parte importante de su patrimonio o de su físico, hasta los casos extremos en los que se juegan la propia vida, pasando por un sinnúmero de variedades mixtas, que a partir de una base diferencial se pueden inventar a medida que el Juego progresa creando o recreando su propias reglas, que quedan después archivadas en los Anales de la Apotropía; generalmente el punto de partida son los modelos clásicos en que se aplican los principios del Juego de Inducción. Por ejemplo: hay dos jugadores, A y B, A se juega cinco mil créditos, B se juega la vida; si gana A, mata a B, y si gana B, obtiene los cinco mil créditos. Pero, por ejemplo, sin modificar la apuesta inicial, se puede introducir la modalidad total, que consiste en acordar que quien gane lo gane todo, el dinero y la vida del otro jugador, y observa que puesto que ello no modifica el desenlace de la modalidad anterior en caso de ganar A, la modalidad total obliga a penalizar el procedimiento de tirada en contra de B, que de la otra forma jugaría con ventaja; existe también la modalidad de propiedad, en la que el que gana puede perdonarle la vida al perdedor si el resultado se lo ha concedido, pero con ciertas prerrogativas, entre las que hay también un amplio abanico de variantes: derecho a una parte de la herencia, vida en propiedad al estilo del código de honor de los duelos entre Caballeros (¡o de los esclavos!), prerrogativas que el perdedor tiene la oportunidad de eximir al cabo de un tiempo comprando su vida, si el otro se la quiere vender, y si no quiere, podría dar lugar a un pleito, o bien volviéndosela a jugar en condiciones muy inferiores, solución poco recomendable ya que en caso de un nuevo resultado desfavorable, además de la vida, las pérdidas patrimoniales serían absolutamente desastrosas.