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– Dicen que sufrió un coma diabético -dijo Silamo.

– Un coma diabético después de tres días de orgía ininterrumpida tiene el valor de una puñalada -dijo Guipria-. ¿Dónde estaba la Guardia personal? ¿Qué hacía el Apótropo de la Capilla?

– La cuestión más interesante -prosiguió Debrel- es quién tiene acceso al Emperador. Por derecho institucional, el Hegémono, el Príncipe de los Príncipes, por lo tanto Nemglour, que es como decir nadie, y el Apótropo de. la Capilla.

– El problema -dijo Guipria- no es quién más tiene acceso al Emperador, sino quién dictamina quién más tiene acceso al Emperador.

– Y lo único que tiene interés para nosotros -concluyó Debrel- es de quién te puedes fiar cuando te dice que sabe quién decide quién tiene acceso al Emperador.

– Lo cierto es -dijo Guipria- que Nemglour está demasiado viejo, el Hegémono es demasiado poderoso y está demasiado ocupado para divagar con un niño de doce años, y el Apótropo de la Capilla está demasiado ocupado negociando, por no decir conspirando, con La Muta y los Meditadores. ¿Quién rodea al Emperador? ¿El Anamnesor? ¿El Equemitor Caradrini? ¿Los institutores? En ese caso, ¿designados por quién?

Ígur detestaba la especulación como juego. Un discretísimo bostezo de Sadó le indicó el fín de la velada.

– Nunca os podré pagar tanta amabilidad y gentileza -dijo-; mañana iré a ver a la Cabeza Profética, y os comunicaré enseguida el resultado.

– Te esperaremos con impaciencia -dijo Debrel poniéndose en pie, y Silamo se encargó de acompañar a Ígur a la salida.

La Cabeza de Turudia era la única superviviente de una cadena de Cabezas Proféticas que se remontaba a las edades míticas, muchas de ellas, como Iokanaán o Bran, más tarde santificadas, y otras, como Holofernes, Onésilo, Orfeo, Carolus -no Jarfrak-, Sorel, María Antonieta y Boecio, por diferentes motivos incorporadas a la memoria colectiva, algunas incluso al cielo. La última serie de Cabezas Proféticas había sido de una especial riqueza y continuada proliferación, pero la mayoría se habían destruido o perdido durante la revuelta que, cien años atrás, había culminado con la sustitución de los Yrénidas por los Gúlkuros como dinastía imperial. La Cabeza de Turudia, que por razones de seguridad (aunque se decía que existían otros intereses) se guardaba en Gorhgró, era, según querían y defendían con argumentos y documentos sus guardianes, de uno de los tres Hegémonos Oybirios que conspiraron contra el Emperador Yrénida en la última década del siglo II del Imperio, cien años antes de la citada caída de la dinastía, en concreto la de Frima Kumayaski, ejecutado en el 197 en la fortaleza de Taidra, y, formando parte del botín de guerra del Archiduque Narolus, llevado después ante el Gobernador de Turudia como muestra de agradecimiento por su decisiva intervención contra los rebeldes. El sucesor del Gobernador se la obsequió a su sobrino, entonces delegado del Hegémono Imperial, que fue quien, ante la proliferación de consultantes, decidió transportarla a la plaza militar de Gorhgró, en aquella época sin duda la más fuerte del Imperio. Grabada en la memoria popular en forma de leyenda quedaba la historia de la Cabeza de su hermano mayor, y Caudillo de la revuelta, el filósofo Peirgij. Durante los años de la confrontación, Peirgij Kumayaski había demostrado ser el más hábil estratega orientador y ejecutor práctico de las correcciones ópticas de la acción, y una vez sofocada la revuelta y castigado de acuerdo a las leyes, demostró, como ya se había predicho, que sus cualidades trascendían a la insignificante circunstancia de la vida, y hasta al horror que en lo astral deja para siempre una muerte prolongada y cruel. Su cabeza, cortada ejemplarmente en el Pórtico de la Plaza de Homenajes del Palacio de la Isla del Lago de Beomia después de largamente sometido el cuerpo al flagelo, hierro candente, amputaciones y desollamiento, quedó expuesta a la entrada de la población, que a su vez era la puerta Norte de la Plaza de Homenajes, colgada del gran escudo de piedra y bronce que corona el pórtico central, y una vez vacía la testa de humores y sustancias por efecto del paso del tiempo, sin intervención humana alguna se instaló en ella un enjambre de abejas, que construyó su colmena y así, de forma natural y, para expresarlo de acuerdo a la ortodoxia auspicial, espontánea y fruto de una necesidad, se estableció un oráculo a la entrada de la ciudad, inspirado en las visiones del peregrino Coplis, que había descubierto las virtudes, dicen, gracias a una apreciación casual. Y toda una ciencia augural germinó en torno a las abejas: la regularidad y frecuencia del vuelo, el dibujo que trazaban y la dirección, los cruces y la hora exacta del día, o la circunstancia, hasta la ausencia de movimiento en una ocasión significativa, si entraban o salían por el agujero de la boca o por los ojos, o si sucedía por el cuello o las orejas, o si era por el ojo o la oreja derecha o la izquierda, o si salían por uno y retornaban por el otro. Con la frecuencia que decretaban los apicultores jurados, la miel y los panales se retiraban con gran ceremonia, el día y hora escogidos siguiendo el dictamen del propio oráculo, y la miel se destinaba a untar el cuerpo de tres doncellas que a continuación se ofrecían al placer de los siete primeros forasteros, ya fueran hombres o mujeres, que llegasen a la ciudad, durante siete días consecutivos, aunque esta última parte muy pronto degeneraría en orgías privadas de los sacerdotes del oráculo, los Príncipes y los comerciantes más poderosos, quizá, según argumentaron sin rubor algunos de ellos, porque cada vez era más difícil encontrar doncellas, aunque fuesen de doce años, ni la miel era siempre suficiente para untar la superficie necesaria y, una vez dispensada una parte del ceremonial, ya daba igual, hasta que un día, justo al año de morir Coplis el peregrino, atormentado por los escrúpulos y la cobardía, las abejas salieron todas por la boca y se dividieron en dos bandadas, una se fue hacia Levante y la otra hacia Poniente, y las de Levante volaron lejos y no volvieron, y las de Poniente trazaron tres círculos en sentido horario y plano vertical y volvieron a la Cabeza entrando por el ojo izquierdo y, según las crónicas, a causa del peso del contenido, o, como en tiempos posteriores de mayor luminosidad racional se ha querido hacer prevalecer, por la corrupción natural o por negligencia en el cuidado de las abejas, la materia orgánica no resistió más, y a la mañana siguiente encontraron la cabeza desprendida y destrozada en el suelo, en el umbral de la Puerta, la miel derramada y unas pocas abejas en desorden. Al cabo de tres días la Isla del Lago de Beomia fue asediada por la Guardia del Gobernador de Sunabani, y en veinte días vencida, los habitantes pasados por las armas o descuartizados, y las casas incendiadas y reducidas a escombros.

Con ese precedente, y perdidos el cuerpo y la cabeza del tercero de los rebeldes, el Hegémono cismático Aretario, en el transcurso de una peste que redujo a la nada la victoria militar y comercial del sector radical de los Yrénidas, es comprensible que a partir del renacimiento tecnológico del siglo III, la Cabeza de Frima se guardara en la cámara central de un gran edificio destinado expresa y exclusivamente para ese fin, dotado de una vigilancia y protección tan rigurosas y eficaces como las del Palacio del Hegémono, empezando por la elección del sitio, la zona Norte del anillo urbano más próximo a la Falera (considerado el sector seguro por antonomasia) y acabando en las defensas con armas semiconvencionales, preparadas para repeler un ataque con artillería pesada. Una vez pasados los controles, que exigían al consultante, entre otras cosas, una pureza social que maculaba una simple infracción de tráfico, la parte de la entrada del edificio estaba dedicada a documentación oracular, con biblio-filmoteca y consultorio electrónico, salas de espera, de acceso y de expendeduría de resultados; un ala aparte del edificio, con otra entrada, se destinaba a alojamientos de invitados y consultores ilustres, entre los cuales, con acceso único, se erigía un palacete cerrado para el Emperador. Finalmente, y ya pasada la consulta, estaba el pago en cajeros cibernéticos, y la salida. En el centro del edificio estaba el gran salón hexagonal de la Cabeza de Frima, rodeado por tres corredores concéntricos separados por vidrieras blindadas y accesibles desde escaleras subterráneas, el exterior destinado al público en general, y los otros dos para el uso de consultantes dispuestos a pagar más por ver la Cabeza más de cerca; tan sólo a visitantes ilustres les estaba permitida la entrada al interior del recinto propiamente dicho. Allí, la Cabeza se conservaba en el interior de una campana blindada, transparente y sensible a impresiones externas gracias a un estudiado sistema autocorrector que permitía la comunicación y a la vez un perfecto aislamiento, aire esterilizado y ciertas precisas condiciones de composición química del aire, presión, temperatura, grado de humedad, nivel y densidad lumínicas y sonoras, ausencia de vibraciones y radiaciones, factores todos ellos que, además, para no interferir en el proceso de captación que comportaba el fenómeno augural, se tenían que someter a las sutiles correcciones que un equipo de expertos ajustaba con la ayuda de un supercuantificador conectado a todos los bancos de datos sobre el asunto y a un circuito de sensores que detectaba hasta la más remota fluctuación de las ondas y las radiaciones del cerebro del consultante (de ahí el interés que comportaba una visita bienintencionada a la Cabeza Profética, y los peligros de una consulta con finalidades equívocas), atenciones que no se interrumpían en ningún momento respecto a la Cabeza, ni aun fuera del horario público (cuatro equipos humanos se relevaban en el cometido), por si la Cabeza iniciaba una predicción por iniciativa propia, cosa poco frecuente pero que cuando se producía afectaba a asuntos de importancia capital para el Imperio. En el exterior del Palacio, y mantenidos a una cierta distancia por la Guardia, de quien, sin embargo, se decía que recibían comisión, porque aplicando la ley con rigor hubieran tenido que detenerlos, había proliferado una multitud de puestos de venta de imágenes, postales y recordatorios de la Cabeza Profética (falsificadas o fraudulentamente obtenidas, porque en el salón de consulta no estaban permitidas las fotografías ni las grabaciones de ningún tipo, a excepción de las de los propios aparatos de los sacerdotes programadores oraculares), camisetas, llaveros, libros y películas, otros donde se encuadernaban en piel los resultados del oráculo, se pasaban de la cinta a la impresión o al revés, y hasta puestos de bebidas y bocadillos, a precios abusivos en relación a la ínfima calidad, para hacer más llevadera la cola, que a menudo llegaba a durar días enteros para el público ordinario, que no para los consultantes distinguidos, que como ya se ha dicho tenían entrada y trato aparte y directo.