XIX
Que el Hegémono Dilart fuera tan claramente una figura de transición a la espera de que el cada día más poderoso Parapótropo Marterni consolidase posiciones no parecía ser obstáculo para ninguno de los poderes para que, en compensación, o quizá para que no todas las indefiniciones criasen incertidumbre desde un mismo nido, el Príncipe Bruijma reinase en toda la extensión que le propiciaba el tener los triunfos en la mano, en especial el que desde todos los sectores se consideraba el pacto más importante desde la alianza entre Gúlkuros, Jéiales y Beomios para estabilizar el Imperio: el cometido con "el ala dura, a la que ahora todos tenían que llamar la genuina, de las dinastías Astreas, con el rehabilitado Príncipe de La Valaira al frente, inclinando el dominio de la nobleza hacia una no declarada bicefalia protocolaria, que no real, es decir económica, porque muchos engranajes oxidados aún, aún muchos resortes perdidos se tenían que reconstruir, aunque fuera al precio de ensangrentar más patíbulos que durante la superada persecución de los tiempos de Ixtehatzi, en la burocracia Astrea, tan maltratada por los años de ostracismo y depresión. Y como el péndulo y la balanza tienen sus leyes y de acuerdo con ellas pagan su tributo a la gravitación y al equilibrio, así la restauración de los Astreos en toda su magnificencia arrastró a La Muta a los fangosos marasmos de la persecución y la caída: el profeta Jarfrak, el ex Anamnesor en persona, conoció los horrores de la Agonía de la Prisión, y con las piernas cortadas a la altura de la rodilla acabó sus días ante la multitud del Palacio Lodeia asaetado por su hombre de confianza y designado sucesor en la guía de la causa, y toda la dirección, hasta el último subalterno, fueron eliminados por exterminio físico, por desdibujamiento personal o por integración, hasta que, borrada La Muta hasta del recuerdo, en la medida en que una voz de crítica y cuestionamiento provoca ser despreciada y perdida, las luces y las sombras de la vida cortesana se instalaron de nuevo en la cansada nobleza y la casta dignatarial del tantas veces consecutivamente encendido y helado Gorhgró, y de allí se extendió a los Palacios de Lago de Beomia, hasta Eraji, a partir de donde llegó al lugar de donde con toda probabilidad había salido: el Palacio Imperial de Silnarad, la torre oscura que desde las más conspicuas solvencias fue por fin de forma explícita reconocida como Residencia del Emperador. Pocos fueron los llamados a la corte, pero los suficientes para hacer revivir la agitación y la polifacecia moral y sentimental sobre la existencia de un Lutaris XII en plenitud de sus atributos intelectuales y decisorios y de salud, o por lo menos excesivos para que entre ellos un engaño no encontrase la escapatoria que siempre en la más insidiosa acogida encontrará difusión y resonancia. Aunque el pueblo no le hubiese visto la cara, aunque continuase en cierta manera tratándose de una presencia oculta, la seguridad sobre el Emperador, unida, por lo menos oficialmente, al fin de los enemigos institucionales del Imperio, revitalizó como hacía tiempo que no se veía la aparentemente desmilitarizada vida pública de las ciudades. En cultivo tal se sumergió, liberado de su larga condena y olvidado de amigos y parientes, el vigilante nocturno Ore Enui, desorientado por un cambio de relaciones con las cosas que no sabía, y ya ni le angustiaba la certeza de que no acabaría nunca de saberlas, en qué proporción era consecuencia más de un cambio de las cosas o de un cambio de sí mismo y, respecto al último caso, en qué consistía ese cambio y qué había eliminado en su interior. Los primeros días, hasta que se acostumbró a vivir en los barracones del Almacén de Excedentes de la Bruijmathron amp; Co., y con un horario laboral muy absorbente, no veía la hora ni la disposición para salir del círculo trabajo-reposo, y estaba demasiado cansado hasta para notar el recelo que despertaba en sus compañeros de trabajo y entre los del barracón, del aislamiento en que vivía, quizá porque tantas caras diferentes le parecían una maravilla de frondosidad social después de tanto tiempo solo entre cuatro paredes, higiene y alimentación por procedimientos mecánicos sin más presencia que el guardián que pasaba revista.
Un día, por fin, pasadas unas semanas, se sintió recuperado y con una mínima disposición de ánimo para intentar romper la férrea rutina, y quiso entablar conversación con los compañeros de trabajo; todos se lo quitaban de encima con evasivas, y lo atribuyó a su pasado de presidiario. Desistió, y escondiéndose sin saber por qué instinto de protección, empezó a hacer ejercicio físico y a entrenar la elasticidad y el fondo al principio, más adelante la potencia muscular y los reflejos. Una tarde, poco antes de entrar al turno, lo abordó un compañero, un hombretón de los más huraños y reservados, pero también uno de los que más confianza le inspiraban.
– Eres valiente -dijo el individuo con una sonrisa-. ¿Sabes qué podría pasar si el encargado te ve?
– No -dijo Ore-. ¿Qué podría pasar?
El otro se rió.
– Me caes bien. ¿Qué haces el día libre menologial?
– El pasado me quedé tumbado en el parque. Podríamos dar una vuelta por el centro.
– Muy bien -dijo, y le dio la mano-. Me llamo Tibu.
– Ore Enui -dijo el vigilante, y se la estrechó; Tibu soltó una carcaja
– No me hagas caso, Ore. Entonces, hasta el día libre.
El día libre menologial, Ore y Tibu tomaron un transporte hasta el centro de ocio comercial de Gorhgró, y allí se gastaron los créditos que se habían permitido llevarse, reservando algunos para la vuelta. Despues de que el alcohol los hubiera aburrido, Ore propuso tomar otro transporte para ir a la izquierda del Sarca, una zona que, sin saber por qué, le atraía especialmente. Por el camino, la conversación que las dilaciones mentales había diluido se reestableció.
– ¿Y tú antes qué hacías? -preguntó Tibu.
Ore se extrañó.
– ¿Antes de qué?
Tibu miró al horizonte con melancolía.
– Antes de que te enviasen aquí.
Ore miró el mono gris que llevaba puesto. Se miró las manos y los zapatos, y en la terminal de transportes se apearon.
– No lo sé, no me acuerdo. ¿Y tú?
– Yo recuerdo solamente la Prisión y la Apotropía de Juegos -dijo Tibu con orgullo-. Yo sobreviví a tres jornadas de Juegos en el Palacio Golring.
El nombre encendió una minúscula chispa en el desviado intelecto de Ore.
– Eso me recuerda algo. Me gustaría ir a echar un vistazo.
Tibu miró la hora.
– Hoy no tenemos tiempo. El próximo día libre, si quieres.
Contrariado, Ore desafió las miradas de reprobación de los Guardias armados que patrullaban de cuatro en cuatro. No se había dado cuenta de que sus atuendos no se adecuaban a una zona residencial distinguida -Está bien -dijo, y de repente sintió extrañezas recónditas, impulsos desconocidos, atracciones inexplicables hacia lugares precisos.
– Deberíamos volver -dijo Tibu pasado un rato-. Entramos dentro de tres horas.
– Un momento.
Fueron hacia un imponente edificio dormitorio. En la portería se escondían dos o tres mendigos, y cuando los vieron acercarse, adoptaron una actitud hostil; uno de ellos se asomó agresivo. Ore se le encaró; el otro llevaba restos de maquillaje en la cara, y la ropa se le caía a jirones. Se quedaron mirando, con más curiosidad que indisposición. En el aire del indigente había algo de payaso, y de repente se puso a reír y señaló a Ore.
– ¡Caballero! -dijo; retrocedió, y los demás pelagatos estallaron en carcajadas roncas.
– Vamonos de aquí -dijo Tibu, tirando de su compañero.
En el transporte de vuelta los dos estaban pensativos.
– ¿Qué ha querido decir con Caballero? -preguntó Ore.
– ¡Y yo qué sé! -se lo quitó de encima Tibu.
Se hacía de noche, y les esperaba una larga jornada de trabajo.