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Poco a poco, con cualidades diferentes y con intensidades fluctuantes, el deseo de Sadó y la nostalgia por Fei pasaron a primer plano. Al día siguiente de haber visto a Sadó por la tarde, la cita en el Palacio Triddies era una obsesión omnipresente, y la dejó morir en el reloj. Al día siguiente hizo lo mismo, pero al tercer día, por la noche, ya no podía más, y puesto que el Informe, además, ya estaba prácticamente acabado, volvió al Palacio Conti.

Nada más entrar a los dominios de Isabel, Ígur notó que un exceso de presencia (y en las actuales circunstancias, dos veces en tres día debía de serlo) jugaba contra su consideración social. Madame Conti lo saludó con una efusión mucho más distraída que el día anterior, y sin desprenderse de los parásitos que como de costumbre la acompañaban. Ígur incluso tuvo que librar una pequeña batalla de atenciones para lograr un aparte con ella; con prisas le preguntó por Cuimógino.

– ¡Ah, sí! ¿Querías verlo, verdad? -Se volvió, dispersa, sonrió a uno que pasaba-. Sí, ayer estuvo aquí y se lo dije. Espera, ahora no me acuerdo. -Una nueva carcajada a la observación de otro-. Sí, dijo que hoy vendría.

– Muy bien -dijo Ígur, no demasiado convencido-. ¿Y Sadó, dónde está?

Madame Conti echó una ojeada alrededor.

– No sé, hace un momento estaba aquí. -Y se dio media vuelta para irse-. No la veo, pregúntaselo a esa chica.

Ígur abordó a la camarera que le había indicado la anfitriona.

– Sí, Caballero -dijo ella-. ¿Dónde estaréis, aquí? Ahora mismo voy a decírselo.

Ígur se sentó en una silla cerca del centro de la sala. Allí se quedó solo y aburrido en conjeturas circulares, y ya hacía rato que maldecía y pensaba en largarse cuando apareció Sadó, con una camiseta y unos pantalones negros ajustados que le daban la deliciosa agilidad de la improvisación.

– Ah, ¿eres tú? Es que no me lo han dicho -dijo, con decepción distraída, mirando a su alrededor-. No te esperaba, no puedo estar contigo.

Ígur la agarró del brazo con firmeza.

– Oye, móntatelo como quieras -intentó suavizar la presión con una sonrisa-, pero no me iré sin que hayamos hablado.

– Tienes razón. -Soltó una carcajada-. Soy una desconsiderada, el vencedor del Laberinto se merece más atención. -Volvió a mirar a su alrededor, como si meditase la solución a un problema complicado-. Vamos a ver, lo malo es que ahora… Mira, ahora no puedo, pero -se le iluminó la mirada- podemos hacer una cosa. Ve a mi habitación y espérame allí -afirmó con la cabeza, entusiasmada, como si así esperase incitarlo al mismo estado de ánimo-; hay lectura y películas. Entretente, y en menos de una hora estaré contigo.

– De acuerdo -accedió Ígur, arrepintiéndose tan pronto ella hubo desaparecido como una exhalación, arrepintiéndose también de no haber preguntado qué tenía que hacer durante esa hora.

Se instaló en el cuarto indicado, y pasaron más de cuatro hasta que ella compareció, con señales de haberse pasado alcohol y quién sabe qué otras cosas por el cuerpo y por el maquillaje.

– Ya no me acordaba de ti -dijo con fastidio nada más verlo, y anunció que estaba muy cansada.

– Muy bien, pero por lo menos me escucharás.

Más que hacerse escuchar, y sin proponérselo, Ígur despertó en ella un interés imprevisto por hablar de los últimos tiempos; después de hacer el amor medio por autoobligación, era él quien hubiera dado cualquier cosa por apagar la luz y que se hiciera el silencio, y ella quien, sin que ninguno de los dos supiera cómo ni por qué había comenzado, explicaba enamoramientos y aventuras sexuales recientes.

– Un día que no me apetecía ver a nadie, resulta que vinieron…

Tras dos o tres sobresaltos, completamente desvelado, Ígur se había instalado entre la curiosidad y la congoja de pasar la noche en esa tesitura. Ella dejaba a veces en la ambigüedad la conclusión de una vivencia, y el Caballero no siempre se atrevía a pedir la explicación fatídica:

– ¿Y con ése también fuiste?

Si lo hacía y la respuesta era que no, Ígur se tranquilizaba de repente, como si se desmantelase una amenaza, y caía, distendido, en una leve desilusión siempre espoleada por una pizca de desconfianza, que la lógica de actitud de ella no conseguía erradicar (porque, ciertamente, ¿qué interés podía tener en ocultar un capítulo entre tantos otros como exhibía?). Pero normalmente la respuesta era que sí, lo que sumía a Ígur en una morbosidad dolorosamente excitante, en el más furioso vértigo de anhelo de emulación, que intentaba camuflar, no siempre con éxito, aunque el resultado del intento no parecía importarle a la interlocutora, que, acabó pensando Ígur, quién sabe si ni tan siquiera era consciente de ello. Después de más de cuatro horas de confidencias, Sadó cayó dormida como una cría, pero Ígur, insomne a su lado, no dejaba de mirarla imaginando por aquel cuerpo, entonces aplacado con la expresión más inocente, el paso de tanta energía sensual, cómo tanta locura podía haber dejado un residuo detectable a la vista, y procuró distraer la indigencia de ánimo intentando recuperar los pensamientos de poco antes, conciliarlos con las recientes revelaciones, acordar el pensamiento de un determinado día pretérito, en que él no sabía lo que simultáneamente hacía Sadó, con lo que ahora había descubierto. No es que le hubiera hablado de mucha gente; mientras Ígur estaba en el Laberinto, Mongrius, Boris Uranisor y Neder Rist habían pasado por sus dominios; pero tal y como ella se había expresado, era de imaginar que la nómina fuera bastante más larga. Empezaba a clarear, e Ígur se debatía entre el deseo y el pesar junto a la placidez durmiente de Sadó.

Al día siguiente, Ígur se despertó solo, y con sensación de haber dormido tres minutos, y ya intentaba salir del Palacio Conti lo más desapercibido posible, cuando la camarera más antigua lo interceptó el pasillo de servicio.

– Caballero Neblí, tengo órdenes severas de no dejaros salir sin que desayunéis como es debido. -Ígur esbozó un gesto de resignación cortés-. Además, se han recibido dos recados para vos.

Poco después, ante un desayuno que le pareció excesivo (ya que además tenía más bien poco apetito), Ígur abrió las transcripciones de dos mensajes del Cuantificador. La primera decía así:

«Os ruego excuséis la falta de disponibilidad que he mostrado hasta ahora, del todo ajena a mi voluntad, y, por supuesto, contraria a la consideración y a la estima que me inspiráis. ¿Querríais hacerme el honor de aceptar una invitación para almorzar? Firmado, Jamini Cuimógino.»

Y, a continuación, unas señas. El segundo mensaje lo encabezaba, puntualmente trasladado por el fax, el sello de la Equemitía de Recursos Primordiales.

'La Benigna Institución Imperial que regentamos se enorgullece de éxito de nuestro antiguo colaborador y amigo el Caballero de Capilla Ígur Neblí, y tenemos el honor y la satisfacción de invitarlo al acto que a tal efecto se celebrará dentro de siete días en el Salón Central del Palacio de la Equemitía. Firmado, el Equemitor Noldera.'

Ígur lanzó un silbido. ¡El Equemitor en persona! Repasó el texto; ¿qué significaba 'a tal efecto'? ¿A qué efecto?

– Excusadme, Caballero, ¿qué clase de té preferís? -le preguntó la camarera.

– Con el que tú me des, enseguida me volverá a entrar sueño -respondió Ígur, evocador-. En cambio, el té que yo puedo darte te lo quitaría para siempre jamás.

– Está bien, Caballero -dijo ella riendo-. Este mismo de jazmín azul.

El vértigo de la noche pasada asaltó a Ígur de nuevo.

– No, demasiado perfumado. Té negro, gracias.

Ella se inclinó facilitando la retaguardia.

– ¿Qué más. Caballero?

– Nada que no tenga que volver otro día a buscarlo.

– No hace falta que volváis otro día. ¿De cuánto tiempo disponéis?

– Hasta media mañana.

Ella rió, y a Ígur se le ocurrió que junto a aquella mujer podía olvidarse de todo.