XIII
La muerte del Príncipe Togryoldus, por más que por ser demasiao viejo en lugar alguno estuviera establecido que hubiera estado a su cargo la primacía vacante por la desaparición de Nemglour, había puesto en evidencia hasta qué punto la sola presencia de los hombres fuertes de la generación que había visto a los grandes Emperadores Eneanolkas y y Makalinam I, como si más que herederos morales o despositarios de memoria fueran portadores materiales de su poder y su autoridad, era suficiente para contener las manifestaciones más ordinarías y descaradas de la lucha por la sucesión, podridas la opinión pública de pistas inservibles y de movimientos de rencor las castas involucradas, y, puesto que ya el único gran personaje de aquel tiempo era el Hegémono Ixtehatzi, y pertenecía a un ámbito y a un círculo burocrático que no interfería, por lo menos formalmente, en el equilibrio entre los Príncipes, Bruijma y Simbri se habían lanzado abiertamente a la lucha por la supremacía, y el feroz reordenamiento de los espacios políticos había comportado como primera y más espectacular consecuencia la devoración de los correspondientes a los Astreos, incluso de las facciones que en los últimos tiempos, con notable esfuerzo de moderación, se habían ganado la confianza de todos, de manera que no tan sólo La Valaira y sus dos hijos, un varón y una hembra adolescentes, se ocultaban en lugar desconocido, sino que cinco Príncipes Astreos más eran objeto de persecución y hundimiento de bienes y domicilio,y, hecho sin precedentes, incluso el Decano de la Capilla del Emperador, Maraís Vega, príncipe sin título pero por valor propio entre todos los Caballeros Astreos, se había visto obligado a esconderse para no caer en manos de la Guardia Combinada de Bruijma y la Paratropía, o de los Fonóctonos que todo el mundo sabe quién paga pero nadie lo reconoce, y gracias a la propia ley de movimientos intercomunicados, los Meditadores y La Muta se habían visto, por contraste o por omisión, favorecidos por la circunstancia, y, en especial el Apótropo de Órdenes Militares y el Agon de los Meditadores, estudiaban las posibilidades de ganar un poder incalculable como últimos inclinadores de balanzas y, en ese sentido, decididos a inclinarla en favor de Bruijma, que les parecía el Príncipe con una disciplina doméstica más conflictiva y, por lo tanto, el más susceptible de ser comprometido o burlado.
Un orden nuevo invadía las calles de Gorhgró. La Guardia pretoriana propietaria de las expectativas se había hecho con los colores y los emblemas astreos, y, paradójicamente, formaciones de militares vestidos de negro cruzaban las desiertas avenidas de un Gorhgró fatalmente retornado a los hielos originales de su remota historia. La reforma de Ixtehatzi había culminado en un setenta por ciento, y ni la demanda social ni los mecanismos políticos, dedicados, tanto entre los estratos sociales como entre los individuos, a alimentar miserias de forma que nunca dejasen de desconocerse entre ellos, parecían proclives a propiciar el treinta restante. Corría, además, el rumor de que el Hegémono estaba cansado y no se guardaba de decir a sus acólitos que esperaba la primera ocasión para entregarse definitivamente a la vida retirada y a las indisciplinas del recuerdo, pero tal y como iban las cosas, con la pugna por la primacía de los Príncipes desatada y el Emperador demasiado joven aún para gravitar sobre el Imperio como correspondía, tal ocasión se acercaba cada día más lentamente, y la desidia de Ixtehatzi crecía en proporción directa a las posibilidades de no abandonar el poder sin dejar como herencia un segundo frente de luchas sucesorias que, sin duda, sumiría al Imperio en una de esas oscuridades de las que difícilmente se sale antes de tantos años que las ocasiones de males mayores son un riesgo excesivo incluso para el núcleo gobernante más temerario, más enloquecido o más indiferente.
Más que nunca exacerbada en sus extremos, la triple moral había sumido a la sociedad en un delirio de interpretaciones de los conflictos, y las Equemitías habían aumentado poder tácito a la vez que independencia y facultad de actuación, como si estuvieran en un mundo diferente del de la Hegemonía, y los Príncipes, Bruijma en especial, fueran un espectáculo de especulación social y distracción política. Hasta qué punto la reciente conquista del Ultimo Laberinto incidía en la situación como un factor determinante más, o bien, para los aficionados a los refinamientos causales, era una consecuencia de los propios hechos que habían desencadenado el conjunto, no parecía interesar ni a los directamente afectados. Tal y como determina una tradición no oficial pero al fin y al cabo más asentada que las leyes, Bruijma lo había aprovechado, y poco a poco le ganaba terreno a Simbri, con la ilusión de que la propiedad de la Falera que la Eponimia le había proporcionado era el signo providencial para tener contentos a los supersticiosos, pero con méritos personales como verdadero motor. Tal era el Imperio que Ígur Neblí encontró al salir del Laberinto. Un recibimiento triunfal pero sin nombres propios al principio, una barabúnda que se le antojó extraña, como si hubiera ido a parar a un lugar en parte vaciado, en parte desconocido, y poco a poco, con el barullo y la futilidad de los primeros días, notó en qué medida todo era diferente de como lo esperaba, y cómo tal diferencia lo descorazonaba y lo entristecía, cómo las consecuencias del Final del Laberinto se habían puesto ya en marcha con independencia de él mismo y habían generado conflictos ajenos y prevenciones imprevistas. Ígur esperaba reconocimiento y homenaje, y se dejó llevar, inmóvil a esa esperanza; ningún mérito le fue negado, pero por ninguna parte se veía la calidez que rodea a los héroes. Después de tres días de ambigüedades y reticencias servidas en cenas y celebraciones con dignatarios de segunda fila que él no había visto nunca antes, fue citado a la Agonía del Laberinto.
Hacía tan sólo tres días que Ígur había salido cuando fue a la Agonía, un ala interior adosada a la Salida, en la parte Norte de la Falera; allí no pudo evitar la extraña punzada de la melancolía al ver un trajín de operarios en torno a la formidable boca: ¿y ahora qué será del Laberinto? ¿Será destruido como los demás? ¿Hasta qué punto la degradación y la frivolidad se apoderarán de sus misterios? Sonrió con amargura. ¡Pero si el misterio está intacto, dónde cree que va toda esa gente!
En el pórtico posterior de la Agonía del Laberinto le esperaba el Primer Oficial de la Guardia, y después de las formalidades de rigor, en ese caso aligeradas, lo guió por diversas dependencias. Por el camino, Ígur se sintió observado con discreción. Había adelgazado un poco, pero, sobre todo, el Laberinto había pasado por sus facciones y su mirada como una sombra mórbida de gravedad y tristeza que por fuerza debía de excitar todo tipo de curiosidades. Al fondo de un extenso pasillo de techo desangeladamente alto, en un despacho grandioso y desamueblado, lo recibió el Secretario administrativo de la Agonía del Laberinto, acompañado de otro personaje a quien presentaron como un Delegado del departamento de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma; Ígur lo miró con una sonrisa de decepción.
– ¿Dónde está el Secretario Pauli Francis? -preguntó-. No me mueve menosprecio alguno hacia vos, pero después de tres días esperando, creo que el nombre del Príncipe ha sido lo bastante honrado como para que él mismo se hubiera dignado manifestarse.
El funcionario extendió los brazos.
– Caballero, hay trámites previos a las formalidades del Protocolo. No dudéis que cuando todo esté resuelto. Su Excelencia se ocupará personalmente de gratificaros como corresponde al vencedor del Laberinto.
Ígur se volvió hacia el Secretario de la Agonía, que se adelantó al que suponía un reproche similar.