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Bebía de aquel vino áspero y fuerte cuando escuché ladridos de perros y ruido de cascos acercándose. El viejo encendió varias lámparas.

Primero entró un hombre de gruesa contextura, lo siguió una mujer pequeña y de ojos brillantes, enseguida otro individuo de cabellera cana y gruesos lentes con marco de carey. Me observaron extrañados.

– Debe unos huevos y dos botellas -dijo el viejo.

– Está bien, suegro. Anda a la cama -respondió el hombre grueso.

– ¿Es usted Mansur, el de la pensión?

– Sí. La pensión y la pulpería me pertenecen. ¿Me buscaba?

– Me manda Carlos Cano. Dijo que usted podría ayudarme.

– ¿Y usted, tiene también un nombre?

– Belmonte. Juan Belmonte.

– Como el torero. Yo soy Romualdo Aguirre. Matasanos -se presentó el de los lentes de carey.

– Ana, mi mujer. Es muda, pero escucha bien. Todo es cuestión de alzar un poco la voz -dijo Mansur estrechándome la mano.

– Busco a un alemán. Se llama Franz Stahl. ¿Lo conocen?

Los recién llegados se miraron entre sí. Mansur tocó un brazo de su mujer y ella fue hasta el cuarto contiguo.

– Llega tarde, paisano. Doctor, hable usted con el amigo. Voy a desensillar los caballos.

Romualdo Aguirre tomó tres vasos y se sentó frente a la mesa. Me ofreció un cigarrillo. Sirvió vino y antes de hablar movió la cabeza.

– Supongo que viene de Alemania.

– Hablemos claro, doctor. ¿Cómo lo sabe?

– No lo sé. Lo supongo. El hombre que busca, Franz Stahl, está muerto. Hace unas horas lo enterramos. Se voló los sesos con una escopeta.

El nombre de Galinsky me rasguñó la lengua. Llegaba tarde. Es muy simple simular un suicidio con una escopeta.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Ayer por la noche. Se comportó de manera muy extraña los últimos días. ¿Es usted el que preguntó por un tal Hallmann, o Hillman en el correo de Punta Arenas?

– No. Pero creo que sé de quién habla. Se notaba extraño…, ¿qué más?

– Así, no. El que tiene mucho tema de conversación es usted -dijo Mansur desde la puerta.

Ana también se unió al grupo. Con manos enérgicas cortó trozos de queso de oveja, pan y pedazos de charqui, esa fuerte carne seca de caballo que mi paladar había olvidado. Mansur descorchó otra botella de vino. Me sentía expuesto al veredicto de un jurado y, mientras buscaba las palabras precisas para hablarles del hombre que acababan de dejar bajo tierra, algo, ese algo inexplicable que rodea las muertes de quienes vivieron intensamente, me indicó que en la muerte del alemán había mucho de carta bien jugada, de carta de triunfo de mueca sarcástica dirigida a Kramer, al Mayor, a Galinsky, a Galo y a todos los hijos de puta que se lanzaron a cazarlo. Y fue ese mismo algo, inefable, el que me hizo ver en esa muerte un guiño de amigo, de compañero, dedicado a Ulrich Helm, el otro protagonista de la historia, el que la pasó peor.

Entonces, empecé por revelarles la verdadera identidad de Franz Stahl, y enseguida, fiel a los tiempos que me hicieron y a los que debo la amargura que camuflo de dureza, les narré la historia de aquellos dos antifascistas que soñaron con vivir la utopía de la libertad en la Tierra del Fuego y que para lograrla no vacilaron en robarle los huevos al águila en su mero nido.

En un silencio apenas interrumpido por los ronquidos del abuelo, que se negó a abandonar la mesa, escucharon la historia de aquella amistad, de una fidelidad que pasó por todas las pruebas, soportando incólume incluso la más terrible: la de los años.

– Nunca le vimos un gramo de oro. Todo lo que tuvo vino de sus manos, de su trabajo -suspiró Aguirre.

– ¿Sesenta y tres monedas de oro? -dijo Mansur, incrédulo.

– De diez onzas cada una. Su valor es incalculable. Deben de estar en alguna parte -agregué.

– No me interesan. Aquí vivimos tranquilos con lo que tenemos. ¿Qué dice usted, doctor? -consultó Mansur.

– Me gustan las leyendas. Esas monedas serán una leyenda más. La Tierra del Fuego está llena de tesoros ocultos. Uno más no la desborda.

Ana golpeó la mesa y, mirando fijamente a los ojos de Mansur, empezó a gesticular con las manos. Su mirada brillaba, los movimientos eran enfáticos, seguros, indiscutibles. Mansur asentía con la cabeza.

– Creo que la mudita tiene razón. Ese oro traerá desgracias. La primera fue la muerte de Franz. Hay que encontrarlo antes de que se transformen en epidemia. Ella quiere saber quién es el hombre que preguntó por él en Punta Arenas.

Les dije lo que sabía de Galinsky, de las huellas que dejó a su paso por Santiago.

– Dos muertes -comentó Aguirre.

– Tres. No olvide a Ulrich Helm. Pienso como ella. Esas monedas no traerán más que complicaciones. Bueno. Les he dicho todo lo que sé, ahora quiero conocer los detalles de la muerte de Hillermann, o como ustedes prefieran llamarlo.

– Desde que supo que alguien preguntó por él, bueno eso lo sabemos recién, se tornó extraño -empezó a decir Aguirre-. Eramos amigos, todos lo apreciaban por acá. Hace unos cuatro días me sorprendió al pedirme que le ayudara a redactar un testamento, en él deja todos sus bienes a Griselda, una mujer viuda que lo acompañó durante unos veinte años. Escribí lo que me dictó, firmé como testigo y remití todo al notario de Porvenir. Esa fue la última vez que lo vi. Quien más sabe es Griselda, ella estuvo con él ayer por la tarde. Como siempre, fue a prepararle algo de comer y lo dejó a eso de las diez de la noche. Según ella lo dejó bien, tal vez un poco alegre por unas copas de vino que bebió mientras comía. Lo dejó, se alejó un kilómetro, y, de pronto, una de esas intuiciones de mujer la hizo volver. Estaba muy cerca de la casa cuando escuchó las detonaciones. Lo encontró muerto, con la escopeta todavía entre las piernas. Yo revisé el cadáver y puedo asegurar que se suicidó.

Griselda salió de la casa en su cabalgadura y se vino directamente a avisarnos de la desgracia. ¿Qué más ocurrió? Salimos casi de inmediato y todavía no amanecía cuando llegamos a la casa de Franz. Anoche estaba Ledesma con nosotros, es un capador de borregos que recorre las estancias. A él lo mandamos a Puerto Nuevo para que avisara a la policía. Más tarde se nos unió con una pareja de carabineros -concluyó Aguirre.

– Debo ir a la casa del difunto. ¿Pueden ayudarme?

– Claro. Deje que amanezca y partimos. Los caballos necesitan unas horas de descanso -indicó Mansur, pero no pudo seguir hablando pues en ese preciso instante escuchamos los cascos de un caballo acercándose al galope.

Mansur salió a la puerta.

– Doctor. Es el animal de Griselda -llamó desde afuera.

Ana sellevó las dos manos a la boca.

– Mierda. Griselda se quedó sola allá -masculló Aguirre.

Saltamos de las sillas y el ruido despertó al abuelo.

– El viejo Franz. Usted también quiere ir donde el viejo Franz. No me pegue. Le diré cómo se llega -gimió buscando el amparo de Etelvina.

– Tranquilo, abuelo. Estás soñando -dijo Aguirre.

– No. El otro hombre que preguntó por el viejo Franz me pegó. Ahora me acuerdo. No dejen que me pegue.

– ¿.Cuándo le pegó el otro hombre, abuelo? Acuérdese. ¿Cuándo?

– No lo sé. Venía en un carro verde. No tenía caballo.

Salimos. Mansur maldecía el cansancio de sus caballos. Aguirre tomó una lámpara y nos lanzamos a revisar el camino. No nos costó dar con las huellas de neumáticos y con la enorme pista dejada por Galinsky: al borde del camino brillaba una cajetilla de alemanísimos cigarrillos Revals.

– ¿Por dónde? pregunté ya trepado a la motocicleta.

– Derecho hasta el puesto postal. Luego siga la quebrada. Lo seguimos en una hora -respondió Aguirre.

Empezaba a amanecer cuando topé con la construcción levantada sobre pilotes. Antes de salir del camino detuve el vehículo, levanté el asiento y tomé la Browning. El sonido de la bala entrando en la recámara fue el primer signo de vida que escuchó la pampa.