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– ¿Qué va a ser? -saludó el mozo.

– El menú. ¿Qué hay?

– Pastel de choclos, ensalada, asado con papas fritas, vino o agua.

– Asado.

– No. El menú es todo eso, además del postre se entiende.

Me sorprendió comprobar que no sentía el cansancio de las horas de vuelo y que además comía con voracidad. "Vaya, Belmonte. Parece que sigues siendo chileno", me dije trinchando carne asada.

"Galo", "Moreira", o como se llamara, debía de tener alquilada la casilla en un correo de barrio, pero no en el suyo. Tampoco cerca del trabajo. Que la llave estuviera oculta en el barretín hablaba de la importancia de la casilla. Debía de ser en un correo de gran movimiento, pero no en el central. Antes de pagar pedí una guía de teléfonos y miré la larga lista de correos santiaguinos.

En el correo de la Avenida Matta, que elegí por el comercio que lo rodea, no resultó. La llave no correspondía. En el correo del mercado central, tampoco. Inteligente, Galo. Me llevó tres horas dar con el correo preciso. Funcionaba en un edificio compartido con un municipio, un banco y un centro comercial.

Abrí la casilla. La urna estaba vacía. Luego de echar una mirada al personal decidí intentar un blu£ Me acerqué al funcionario de más edad.

– Señor, disculpe, ¿cómo se llama la señorita nueva?

– ¿Cuál? Hay dos nuevas. ¿La rubia?

– No. La otra.

– Ah, Jacqueline. Se llama Jacqueline.

– Gracias. No me acordaba. Gracias.

– Claro, como es tan nueva…

Bendita la costumbre que obliga a los funcionarios a llevar una placa de acrílico con sus nombres.

Me acerqué a la ventanilla que atendía "J. Gatica" para seguir con el blu£

– Señorita, ¿puede ayudarme?

– Diga, señor.

– Tengo una casilla aquí y estoy esperando una carta de Alemania. Es de mi hermano, ¿sabe?, y en ella vienen documentos importantes. Lo extraño es que ayer hablé por teléfono con mi hermano y me dijo que mandó la carta hace como dos semanas. ¿Qué habrá pasado?

– ¿Cómo es su nombre?

– Bonifacio Prado Cifuentes, casilla 2722.

"J. Gatica" se levantó y consultó un grueso cuaderno. Anotó algo en un papel y regresó a su puesto.

Ya recibió la carta, señor Prado. La pusimos en su casilla hace nueve días. Venía de Berlín, Alexander Platz, y el remitente respondía a las iniciales W.S.

– Qué cosas. Tal vez la retiró mi mujer y se olvidó de dármela.

– Eso debe ser, señor Prado.

Santiago era para mí una ciudad nueva en muchos aspectos. Algunos me alegraron, uno de ellos fue la proliferación de centrales telefónicas en las estaciones del metro. Cinco de la tarde en Chile. Diez de la noche en Hamburgo. Kramer esperaba mi llamada desde la Tierra del Fuego a la medianoche. Me adelanté.

– ¿Belmonte? ¿Cómo va todo? ¿Dónde estás?

– Creo que nada va. Estoy en Santiago.

– ¡Qué diablos pasa?

– Escuche, Kramer: quiero que use sus relaciones con la pasma grande. Quiero que averigüe si tienen algo sobre un tipo de iniciales W.S. Creo que es el hombre del Mayor.

– Está bien. Busca un hotel y me llamas enseguida.

Los ordenadores de la pasma grande funcionaron con gran efectividad en Alemania. La llamada de Kramer la recibí a las ocho de la noche en un cuarto del Hotel Santa Lucía. Al inválido se le notaba eufórico.

– ¿Belmonte? ¡Bingo!

– Escupa de una vez.

– W.S. Werner Schroeders. Esa era la chapa de un oficial de inteligencia de la RDA en la base de Cottbus. Se llama en realidad Frank Galinsky, y eso no es todo: voló hace cuatro días a Santiago de Chile. Mañana sales a la Tierra del Fuego. No hay tiempo que perder.

– Hay un problema, Kramer.

– ¿Cuál?

– El tipo tiene una pistola nueve milímetros.

– Imposible. Nadie mete armas en los aviones de Lufthansa.

– La compró aquí. Y mató al vendedor.

– Tenemos un trato, Belmonte. Mañana me llamas desde el sur.

– Cumpliré con lo pactado, Kramer. Pero voy a actuar a mi manera.

Vi caer la noche sobre Santiago. Y Verónica estaba tan cerca, tan cerca, amor, y yo con mi miedo al encuentro, que lentamente dejaba de ser miedo, y si no corria a tus brazos era porque estaba paralizado por esa maldita fiebre que me hace llegar al final de lo que empiezo, y porque la cercanía de la acción me fue mostrando un camino que ya creía olvidado, Veronica, mi amor, el camino que me llevaría de regreso al que fui, al que quisiste.

Tercera parte

… pues sólo a los bobos podría importarles algo que no fuera el arte de seguir vivos.

Marcio Souza, final de Illad Illaria

1 Tierra del Fuego: el último adiós

Griselda ocupaba una silla cerca de la chimenea y a la derecha del muerto. Junto a ella se sentaban el doctor Aguirre y su hijo Jacinto. Al otro lado del cajón se ordenaban: Mansur el de la pensión y su mujer Ana la mudita, Santos Ledesma el capador, el sargento Gálvez y el carabinero Bryce, policías quellegaron con la insólita misión de cuidar del orden público.

Cada uno de los presentes le había ofrecido sus sinceras condolencias, que Griselda primero escucho avergonzada, pues ofrecían la confirmación a los infundados rumores de concubinato que rodearon su relación con el viejo Franz y que muy pronto fue aceptando como justas. Después de todo, la vida le debía un velorio en forma, con un muerto suyo presidiendo la ceremonia con su rostro cerúleo. A su difunto marido no pudo verle la cara antes del entierro, porque tenía puesta la escafandra de buzo y media tonelada de hielo lo separaba del mundo.

– No entiendo por qué lo hizo. Hace pocos días lo vi, cuando estaba cambiando el techo. Le ofrecí ayuda y me respondió que hay asuntos que un hombre debe hacer solo. Se veía bien. No lo entiendo, pero lo respeto -dijo Santos Ledesma.

– ¿Estaba triste últimamente? -preguntó Mansur.

– No. Estuve con él antes de…, bueno. Quiso comer cabrito asado y se lo hice. Se tomó sus vasitos de vino y escuchó la música que le gustaba. Hasta hizo bromas antes de que lo dejara -sollozó Griselda.

– No es de cristianos volarse los sesos, disculpe señora -opinó el carabinero Bryce.

– Pero hay que ser buen hombre para hacerlo -corrigió el sargento Gálvez.

– ¿Cambiamos de tema? -sugirió el doctor Aguirre.

– Tiene razón, doctor. Ven, mudita.

Llamó a Mansur y se alejó con su mujer hasta la chimenea. Griselda quiso levantarse también, pero Mansur la conminó con gentileza a permanecer sentada.

La mudita juntó brasas, puso sobre ellas una marmita con aceite y, cuando comprobó que estaba a punto de hervir, fue tirando los pequenes que traian preparados. Uno a uno se fueron dorando los pequenes, las empanadas sin carne, pura cebolla, y que son complemento indispensable de los velorios fueguinos.

Comieron con los cuerpos inclinados para evitar que las gotas de espeso jugo los mancharan. Mansur sirvió vino y la bandeja de los vasos pasó de mano en mano.

– Usted sí que sabe hacer pequenes, Mansur -dijo el sargento Gálvez.

– Yo hago el relleno. El arte está en la masa y ése es trabajo de la mudita -¿ontestó Mansur, palmoteando un brazo de su compañera.

– Tiene mano de monja, señora -piropeó el carabinero Bryce.

La mudita miró a Mansur con ojos interrogantes.

– Dice que tienes mano de monja.

La mudita sonrió y se precipitó a seguir friendo pequenes.

– Por el difunto. Que en paz descanse -brindó Griselda.

Todos asintieron levantando los vasos en silencio.

Jacinto y el doctor Aguirre salieron al aire libre. El cielo se veía intensamente azul y una bandada de avutardas volando hacia el norte les hizo alzar las cabezas. Caminaron hasta una loma desde la que se divisaba Bahía Inútil en toda su inmensidad.