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Una noche de enero de 1980, cinco enmascarados me interceptaron cerca del lugar donde vivía. Al mínimo intento de alegato respondieron golpeando con las culatas de sus kalashnikovs impecables, limpísimas, de esas que no dispararon jamás contra la guardia somocista. Recuerdo que perdí el conocimiento mientras me machacaban tendido en el suelo de un jeep y que, cuando abrí nuevamente los ojos, estaba molido y desnudo en un cuarto vacío. Las pateaduras se repitieron varias veces, con los intervalos necesarios para que no disfrutara de la inconsciencia. Aquellos gorilas hacían bien su trabajo. Sabían que al despertar del cuarto o quinto K.O. la víctima ha perdido la noción del tiempo y no sabe dónde está. Pero yo conocía muy bien aquel cuarto. Entonces se presentó Galo.

Hizo que me sentaran con las manos atadas a las patas delanteras de la silla. "Pau de arara del burócrata" llamábamos a aquella posición en la vieja jerga. No era la postura más confortable, porque los deseos de doblar el cuerpo eran impedidos por el gorila que me sostenía de los pelos. Galo se sentó frente a mí con la cara descubierta.

– Mírame bien. Soy el comandante Galo y vamos a tener una larga plática. Nombre y nacionalidad.

– Comandante de columna Iván Leiva. Nicaragüense.

– Me cago en tu grado. Te llamas Juan Belmonte y eres chileno.

– Comandante de columna Iván Leiva. Nicaragüense. Tus hombres tienen mis papeles.

– Me limpio el culo con ellos. Eres chileno. Infiltrado para desestabilizar el proceso revolucionario. Eres un agente de la CIA.

– Comunista paranoico. Pruébalo. Y si quieres desconcertarme dile a tus gorilas que me lleven a otro lugar. Conozco este cuarto. Sé dónde estamos; en el búnker. En este mismo cuarto juzgamos a varios "orejas" luego del triunfo. ¿Sabes de qué hablo? Hubo una insurrección en Nicaragua.

Las pateaduras se prolongaron durante dos semanas, y las acusaciones bajaron de categoría: de agente de la CIA pasé a provocador. De eso a trotskista, luego a anarquista, finalmente mi gran pecado fue haber combatido junto al Chato Peredo en Bolivia. Entraba a la tercera semana en el búnker, cuando quiso la suerte que me viera un comandante sandinista.

– ¡Hermano! ¿Qué haces aquí, y en bolas?

– Pregúntale a Galo.

Me sacó puteando a los gorilas de bellos uniformes, los que respondían haciendo chocar los talones y llevándose un puño cerrado al corazón. Mientras caminábamos por las ruinosas calles de Managua el sandinista me informó del trabajo de Galo.

– Les dieron con todo a los compañeros de la Simón Bolívar. Los desarmaron, detuvieron y juzgaron. Bueno. A su manera. La Brigada ya no existe, hermano. Lo sentimos, pero la política es el arte de negociar, y los cubanos tienen sus exigencias. Tu entiendes.

Entendí. Por entender, tuve que renunciar a mi recién adquirida nacionalidad nicaragüense, a mi nueva identidad, volver a ser chileno, a llamarme Juan Belmonte y a salir de Centroamérica. Pero por lo menos puedo contarlo. Otros no tuvieron la misma fortuna y desaparecieron en las mazmorras argentinas, paraguayas, uruguayas, porque Galo se encargó de devolverlos a sus países de origen.

Empezaba a sentir simpatías por el asesino de Galo cuando un detalle del periódico me inquietó. Junto a la toma que enseñaba el primer plano de su rostro había otra, de la habitación, que lo mostraba de cuerpo entero junto a una silla derribada.

A escasa distancia de sus pies se veía una estantería, y en la última tabla de arriba asomaba una figura que me pareció familiar.

Los detalles de la foto eran borrosos. Volví al edificio del aeropuerto y fui directamente al puesto de prensa. Aliviado vi que tenían anteojos de lectura. Compré un par, y entonces la imagen amplificada me permitió reconocer al monigote: era un cascanueces de madera. Un típico cascanueces sajón.

No me gustó. Y siempre que algo no me gusta mis neuronas empiezan a hilar fino.

La información del periódico decía que Galo trabajaba en un parvulario desde hacía dos años. Eso significaba que regresó a Chile durante la dictadura. En 1980 era un tipo joven que reunía experiencia y hacía méritos. Luego de su trabajo en Nicaragua el Partido tenía que haberlo movido a un país socialista de los duros. A Cuba no. Los latinoamericanos siempre terminamos por encontrarnos para saldar las viejas cuentas, y los colombianos de la Simón Bolívar que consiguieron salir indemnes de Nicaragua se la tenían jurada. A Cuba no. Tampoco a China o a Corea. Los camaradas de ojos rasgados comerciaban con Pinochet. Tampoco a la URSS. En ese mismo año 1980 el PCUS congeló la preparación militar de los chilenos. Los soviéticos descubrieron que el aparato militar del partido comunista estaba infiltrado por la dictadura. Tampoco a la URSS. El trabajo realizado en Nicaragua hizo a Galo merecedor de un premio, y el único lugar donde podían dárselo era Cottbus la academia de

inteligencia militar de la RDA. Aquel cascanueces sajón insistía en probarme que Galo estuvo en Cottbus y, de paso, en llenarme de interrogantes: si Galo pasó por Cottbus, ¿conoció al Mayor? ¿Era el hombre del Mayor en Chile? Si todo esto se confirmaba, el cadáver de Galo auguraba dificultades que ni Kramer ni yo supusimos.

– Quiero cambiar mi vuelo a Punta Arenas -dije a la chica de la aerolínea.

– ¿Cuándo quiere volar, señor?

– Mañana, o pasado.

– Le haré reservaciones, señor Belmonte. Pero por favor, si no vuela, cancele varias horas antes de la salida del avión.

– Gracias. Muy amable.

– De nada. Estamos en democracia.

Santiago. Qué ciudad tan fea. El sol pegaba como un castigo a las doce del día. Salí del metro a la Gran Avenida, justo a pocos metros de la calle Ureta Cox. No sabía qué buscar en la vivienda de Galo, pero iba seguro de encontrarlo. Frente al edificio había una fábrica. Varios obreros con monos azules se reunían en un quiosco de refrescos. Me acerqué y pedí un helado.

– Putas, qué calor hace -dijo un petisito que me recordó a Pedro de Valdivia.

– Así es. Hace más calor que la cresta -respondí sorprendido de recuperar el idioma chileno.

– Y uno trabajando, como huevón -agregó el petisito.

– Hay que trabajar.

– Claro. ¿Y usted? ¿En qué se las machuca?

– Soy cobrador de una mueblería. Espero a un cliente que vive ahí enfrente.

– ¿Allí, donde se cargaron a un tipo?

– Allí mismo. Qué extraño que no se ven policías.

– Hay. Dejaron a un par de carabineros, pero ahora están almorzando en el bar de la esquina.

Subí los escalones de dos en dos. La puerta 3-C estaba sin llave, como si el cinturón de plástico del precintado judicial sirviera de barricada. Entré. Lo primero que vi fue la silueta de Galo marcada con tiza en el suelo. Fui directo a la estantería y tomé el cascanueces sajón. Lo di vuelta. Tenía una dedicatoria en alemán: "Genosse Moreira wir wererden siegen. Berlín, 7. November 1985". Compañero Moreira, venceremos. ¿Se movió con esa chapa en la RDA? Recuerdo del día de la revolución bolchevique. Recorrí las habitaciones buscando lo que no sabía, hasta que de pronto decidí que estaba actuando estúpidamente. "Vamos, Belmonte", me dije, "¿dónde tendrías el barretín?"

Me envolví un puño con una toalla y rompí el espejo del baño. No fue difícil dar con el ladrillo suelto. En el barretín encontré una baqueta para limpiar un cañón calibre nueve, una lata de aceite Walter, y una llave con la inscripción: Correos DE CHILE 2722.

Salí de allí caminando con calma. Al parecer los carabineros disfrutaban de un buen almuerzo.

Al llegar a la esquina de la Gran Avenida con Ureta Cox pensé que me bastaba con subir al metro y en cinco minutos estaría frente a la casa de la señora Ana. ¿Reaccionaría Verónica? ¿Sería amor, como si despertaras de un largo sueño? ¿Me llenarías de preguntas? ¿Sería yo capaz de responderlas? Con la llave en una mano entré a un restaurante.