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– Saludos de México.

– Saludos del oasis -respondió.

Le devolví el teléfono a Obermeier.

– Dile que haga una orden de pago por cuatrocientos mil dólares.

– Pero sólo recibí la mitad -farfulló.

– ¿Y los intereses? -dijo el detective tuerto desde la puerta.

Con varios milímetros de cañón metidos en la oreja dio la orden al luxemburgués. Pasados unos minutos hablé de nuevo con el tuareg.

– ¿Tienes el pastel?

– Chorreante de crema. Salgo a degustar.

Ahora, cabrón, dile a tu socio que lo acompañe hasta la puerta, que espere hasta que se haya marchado y que regrese al teléfono.

A los cinco minutos el luxemburgués estaba nuevamente al aparato. No cesaba de preguntar qué más debía hacer.

– Dile que tome un libro. Cualquiera.

El luxemburgués dijo que tenía La montaña mágica sobre la mesa.

Eran las ocho de la mañana cuando el luxemburgués empezó a leer la obra de Thomas Mann por teléfono. El detective tuerto fue hasta el cuarto donde el Vecino custodiaba a los tres matones y a las dos mucamas y regresó con ellos. Era una bonita tertulia que se prolongó hasta la una de la tarde pese a que el luxemburgués leía pésimamente. A la una y cinco ordené a Obermeier que colgara y llamé a Rabat. Se notaba a Salem eufórico.

– Cobrado. Si alguna vez caes por acá lo celebraremos.

– Prometido, hijo del desierto.

Antes de salir hicimos un buen paquete con los matones y a las mucamas las dejamos en un cuarto de aseo. Obermeier temblaba de miedo, bronca e impotencia. Se atrevió a lanzar una pregunta mientras lo atábamos a una silla.

– ¿Me entregarán a los judíos?

– Nosotros jugamos limpio. Yo te volaría los sesos, pero con eso nos echaríamos encima a la pasma. Y no te entregamos a los judíos por una sola razón: porque vas a negociar con ellos todo lo que sabes de los palestinos.

Salimos del bungalow y montamos en la camioneta. El Vecino opinó que no estaba mal la cosecha de cuarenta y cincos. El detective tuerto manifestó su preocupación por la cuenta de teléfono que le dejamos al viejo nazi.

Sí. Aquel tuerto era el único detective privado que conocía, y pensé qué bueno sería tenerlo a mi lado en Chile.

El cansancio me venció apenas despegamos de Buenos Aires, y juraba que recién me disponía a dormir esa última placentera hora de vuelo cuando sentí que alguien me metía un codazo en las costillas. Abrí los ojos y me enfrenté al gordito que me tocó por compañero de asiento.

– ¿Qué pasa? -pregunté sin saber si estaba despierto.

– ¡Mire! ¡Mire! -respondió el gordito tratando de perforar la ventanilla con un dedo.

– ¿Qué? -dije medio pensando en un motor en llamas.

– La cordillera de Los Andes. ¡Estamos en Chile!

Gordo de mierda. Me quitó el sueño. Dejé el asiento y caminé como un pelícano hasta el lavabo. Ahí me miré en el espejo. Carajo, Belmonte.

Cuando saliste de Chile no tenías ni una cana, y ahora te ves con la cabeza dividida en dos colores, como si una parte fuera un negativo mal conservado de lo que fuiste, y la otra una copia aún peor de lo que eres.

2 Santiago de Chile: un cascanueces sajón

El cascanueces de madera miraba la sala desde la parte más alta de una estantería. En su desmesurada boca abierta enseñaba dos hileras de dientes parejos y blancos. Los dientes superiores estaban pintados bajo un grueso labio púrpura, y los de abajo tallados en un extremo de la palanca que hacía de maxilar inferior. La palanca le cruzaba el cuerpo, salía por la espalda como una floja joroba colgante, y bastaba con moverla hacia arriba para que el maxilar bajara abriéndole la boca hasta la mitad del pecho. Otro movimiento de la palanca, esta vez hacia abajo, le cerraba la boca y la poderosa quijada destrozaba la nuez o lo que tuviera adentro.

Medía unos cuarenta centímetros de alto y representaba a un farolero sajón, altivo y disciplinado, de esos que existieron hasta que los bombarderos aliados sepultaron Dresden en 1945. En la cabezota hidrocefálica llevaba una chistera negra, y en el cuerpo le habían pintado un gabán azul, con botones, charreteras y bocamangas doradas. Unos pantalones blancos con ribetes azules y botas de montar negras completaban su indumentaria. En la mano derecha sostenía una larga vara con la punta plateada y en la izquierda un farolillo sexagonal. De las cortas alas de la chistera sobresalían mechones de crin de caballo, y un mostacho puntiagudo al estilo kaiser, pintado bajo la prominente nariz, terminaba la personificación del monigote. Se veía inútil y atónito. Como cualquier exiliado.

– El Bocazas se vino conmigo -dijo Javier Moreira indicando el cascanueces.

Moreira era un cuarentón de cabellera tan escasa como las razones que lo obligaban a asumir una identidad postiza, a sabiendas de que el otro conocía sus datos al dedillo. Pero así lo dictaban las reglas de una dramaturgia persistente como la sarna, y cuya observancia irrestricta tenía categoría de consecuencia. No se llamaba Javier Moreira, y el hombre sentado al otro lado de la mesa tampoco se llamaba Werner Schroeders. La vida insistía en mostrarse como lo que era: una farsa.

– Es una pieza de museo. Pero ya empezaron a fabricarlos en Hong Kong -comentó Schroeders.

– Así que todo se fue a la mierda. Algunos opinan lo contrario. Dicen que todo era una mierda, de tal manera que no precisó moverse de donde estaba.

– El hijo de puta de Gorbachov. Fueron demasiado blandos. Todos fuimos demasiado blandos. ¿No lo crees?

– Yo soy un tipo disciplinado. No pienso, no opino, no creo ni digo nada. Cumplo órdenes.

Moreira fue hasta el mueble de cocina y empezó a exprimir limones para hacer unas rondas de piscosour. Quería descubrir alguna señal de optimismo en las palabras del alemán. Si un individuo un "cuadro" como él, llegaba a Chile cumpliendo órdenes, quería decir que todavía había quienes las daban, y que tal vez aún no se libraba la última batalla. Pero los acontecimientos se habían sucedido con tal vertiginosa rapidez que la realidad pesaba como una lápida y no dejaba pasar ningún rayo de luz esperanzadora.

– Werner, ¿contabas con encontrarme?

– Corrí el riesgo, y me alegra comprobar que no me equivoqué.

Moreira se mordió los labios. Esperaba un: "Sí naturalmente, compañero". Había regresado a Chile en 1986, en las peores condiciones, cuando su partido se deshacía, y su única acción consistió en alquilar una casilla en un correo de barrio y hacer dos copias de la llave. Una la envió a Cuba y la otra a la RDA. Durante casi cuatro años acudió cada lunes y cada jueves, disciplinadamente, a revisar la pequeña urna empotrada en una pared de ladrillos, enfrentándose siempre al vacío de los derrotados, de los náufragos olvidados en islas sin nombre, hasta que una tarde, y de eso hacía exactamente siete días, la presencia de un sobre remitido desde Berlín le provocó taquicardia.

En él encontró un aviso recortado de un periódico alemán: "¿Ratones? Déjenos su dirección y en siete días lo libramos de la plaga". El mensaje era breve, pero para Moreira contenía más información que una enciclopedia.

– Me alegra verte, Werner.

– Eso lo sabré luego de probar lo que haces.

Moreira sirvió dos copas.

– ¿Brindamos por algo? cPor los viejos tiempos?

– Sigues siendo un romántico, Moreira. Te recuerdo como a uno de los pocos que se emocionaban al brindar por la hermandad de los pueblos.

– En Rostock. Con champaña de Crimea.

– O con ron. Nos pegamos unas buenas juergas con el agregado militar cubano.

– Por los viejos tiempos y los nobles camaradas.

– No tienes remedio, Moreira. Salud.

Los dos hombres se conocieron en Cottbus a comienzos de los ochenta. Por aquel tiempo existía un gran malestar en el Ministerio del Interior de la RDA, pues se estaban filtrando a Occidente los nombres de numerosos chivatos al servicio de la Stasi y todo indicaba que la válvula de escape era de fabricación latinoamericana.