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las cuerdas porque me necesitaba. Recurría al chantaje, ergo los dos teníamos algo que ganar o que perder. Y además citaba una bonita suma de dinero como premio a mis servicios. En Nicaragua aprendí algo de Edén Pastora, uno de los mejores guerrilleros de la historia: las retiradas difíciles resultan cuando se disfrazan de ataques masivos.

– Está bien, Kramer. Haré lo que me pida, pero tengo un precio.

– Veamos. Todo se puede negociar.

– Su dinero me interesa un carajo. Quiero algo más: voy a cumplir con la misión, tendrá las malditas monedas, pero usted se encarga de traer a Verónica a Europa, al mejor centro médico para enfermedades psíquicas.

– De acuerdo. La mejor clínica suiza.

– No, danesa. En Copenhague está el mejor centro para víctimas de la tortura. Cueste lo que cueste.

– Acepto. En cuanto vea las monedas sobre mi escritorio empiezo a organizar el viaje de tu compañera. Cueste lo que cueste.

Los puntos suspensivos avanzaban lentamente sobre la mancha azul, como trazando un puente entre las dos orillas. Una azafata me preguntó si acaso tenía dificultades para dormir y me ofreció antiparras. Le pedí un Jack Daniel's con hielo y con el vaso en la mano empecé a recordar la salida de Hamburgo. Habían pasado apenas ocho horas y me resultaba como si hubiese ocurrido en otra vida de la que apenas conseguía retener detalles.

Pedro de Valdivia fue a dejarme al aeropuerto. El petisito quedó instalado en mi piso con instrucciones precisas.

– Entonces, ya sabes; si no regreso en dos semanas, vendes todo lo que puedas vender y el dinero lo giras a la dirección que te he dejado.

– No se preocupe, jefe. Usted va a volver. No sé por qué viaja a Chile, pero le irá bien. Yo no hago preguntas, jefe.

– Cierto. Es lo que más me gusta de ti.

– Febrero. Allá es verano. Ya ni me acuerdo del calor.

– Depende, jefe. En la capital es verano, pero en el sur está empezando el otoño.

– Cierto. Tengo una cita en la Tierra del Fuego.

– Yo soy de allá, jefe. De Porvenir. Tiene que llevar ropa gruesa. En esta época empiezan a soplar los vientos del polo. Sé lo que digo, jefe.

– O sea que no me voy a librar del abrigo.

– Mejor un anorak. ¿No tiene uno? No importa. Le paso uno mío que me queda súper grande. Es de los rellenos con plumas de pato.

La mañana de la partida apareció con el anorak verde que incluso a mí me vino grande. Nos despedimos con un apretón de manos, y luego de pasar por el control de policía giré la cabeza. El petisito seguía en el hall sonriendo, con el pasamontañas azul metido hasta las cejas y un ojo medio cerrado todavía.

Tras diez horas de vuelo fue un verdadero placer estirar las piernas en Sáo Paulo. Un calor pegajoso se adueñaba de las ropas y del cuerpo. Tomando por fin una taza de café verdadero en un bar de la sala de tránsito me vi alarmado por una idea: ¿y si el "alguien", fuera quien fuera, hombre o mujer, mandado por el Mayor viajara en el mismo vuelo? En el avión íbamos unas doscientas personas. Decidí preocuparme de los rostros. Apenas se reanudara el vuelo recorrería los pasillos memorizando caras. Al segundo café me pareció un esfuerzo inútil. Estaba actuando como si fuera un detective privado, suponiendo que así actúan los sabuesos por la libre.

Conocía muchos nombres de detectives privados que solucionan casos en los turbios mundos de las novelas policiacas, pero de carne y hueso no había visto más que a uno, cuyo nombre olvidé disciplinadamente.

Creo que fue en 1977, cuando el mundo era una especie de supermercado donde los revolucionarios de todos los pelajes se surtían de dinero y armamento. Regresaba de Mozambique a Panamá con dos días de descanso en Rabat. Allí debía topar con un militante del Frente Polisario que me entregaría un mensaje para Hugo Spadafora. Nos citamos en un café y el hombre me gustó desde el primer momento. Se llamaba "Salem", como los cigarrillos, y hablaba el español ceremonioso de los saharauis.

– A nosotros nos están olvidando. Parece que las guerras independentistas ya no se venden -dijo Salem.

– Yo, no. Sé poco de los saharauis pero me simpatizan. Debe de ser porque siempre me gustaron las historias de tuaregs.

– ¿Harías algo por nosotros?

– Llevo un mensaje para Hugo. ¿No basta?

– Se trata de algo más. De recuperar una pasta que necesitamos. Hay un traficante de armas que nos jugó sucio, nos entregó pura chatarra y eso no se les hace a los hijos del desierto.

– ¿Y dónde atiende el caballero?

– En México, D.F., que como sabes es una ciudad muy tranquila, pero la pasta la mueve en Luxemburgo. Tenemos a su segundo hombre vigilado día y noche.

De Rabat seguí viaje a Panamá y de ahí a La Habana para buscar al hombre que me ayudaría a echarles una mano a los hijos del desierto. Sé muy poco de Mexico, D.F., lo cual es normal, pues nadie puede jactarse de conocer la ciudad más grande del planeta. Y de los mexicanos sabía aún menos. Curiosos los mexicanos. Un pueblo sin el corte traumático de la historia que significaron los golpes militares en el cono sur. Vivían su rollo, la pasaban mal, pero continuaban empecinadamente la lucha por conseguir días mejores, sólo que, a diferencia del resto de los latinoamericanos, no hipotecaron la posibilidad de ser felices por el cheque fulero de la toma del poder.

Por entonces sabía poco de los mexicanos de México, pero mucho de los mexicanos de Cuba. Un año antes había hecho amistad con Marcos Salazar, un profesor que, a fines de la década de los sesenta, se lanzó a la aventura de la lucha armada para completar la gesta inconclusa de Villa y de Zapata. Se llamaron Movimiento Lucio Cabañas y pensaron que sus acciones se inscribían en el panorama insurreccional que sacudía al continente. Calcularon mal porque Cuba no los apoyó. La revolución cubana no podía darse el lujo de manchar las relaciones con México. Razones de Estado. Conclusiones basadas en "análisis objetivos de la correlación de fuerzas".

Duraron poco. La represión del Partido Revolucionario Institucional se descargó sobre ellos y varios militantes, entre los que estaba Salazar, secuestraron un avión para escapar de la muerte. Lo llevaron a Cuba y allí se quedaron, para siempre o hasta que la empalagosa telaraña de la historia decida sobre sus vidas, sus muertes, sus miedos, u otras alucinaciones.

Empecé a pasear por el malecón de La Habana. Ese era un lugar de encuentros y en él hallaría el hilo para llegar hasta Marcos. Compré el Gramma y lo leí de cabo a rabo sentado en un lugar visible desde los cuatro puntos cardinales. Fumé casi un atado de cigarrillos mirando a las bellas habaneras, hasta que por fin me saludó una voz conocida.

– ¿Tú por aquí, Belmonte? -saludó Braulio, un mulato de andar columpiado que cargaba una maleta atada con cordeles.

– ¿Qué tal, Braulio? ¿De viaje?

– Claro, me voy a Suiza a depositar las ganancias del día. Soy representante exclusivo, distribuidor y vendedor de un producto extraordinario. Se lo juro, caballero. Extraordinario.

– ¿Y quién es el productor?

– Un árbol. Vendo aguacates, coño.

Braulio era uno de los ingeniosos buscavidas cubanos. Ex combatiente de Playa Girón en desgracia, pero sin perder jamás el humor.

– Necesito encontrar a un amigo. Mexicano.

– Difícil. Hace una semana nos visitó el gerente de PEMEX y a los muchachos los movieron a Camagüey.

– Diez dólares abren más de una boca.

– Bonitas palabras. Tú podrías ser poeta. Ven mañana a mirar esos cultivos habaneros. Entre diez y doce. ¿Quieres un aguacate?

Marcos Salazar. ¿Qué será de él? Por entonces cuarentón, gesto cansado, implacable fumador. Una pronunciada y bronceada calva le negaba cualquier aspecto guerrillero. Un tipo de guayabera caqui y con aspecto de notario lo seguía simulando mirar las olas.

– Belmonte, carajo. Lo veo y no lo creo.

– ¿Nos echamos unos mojitos?