Pronto avistamos Ceuta. Desde aquí abajo es un enorme peñón que se mete en el mar y que se une al continente por una escueta línea blanca. Su situación natural, mucho más ventajosa que la de Melilla, justifica sobradamente que cuando Portugal se separó de España y hubo que partir el ajuar, España insistiera en quedarse con ella. Si a la rotundidad de su peñón (el llamado monte Hacho) se une el hecho de que está en la misma boca del Estrecho de Gibraltar, el asunto no tiene ninguna duda. La carretera que nos lleva hasta allí, siempre paralela a la costa y a la vieja vía férrea, registra un nutrido tráfico de frente, en su mayoría coches europeos con grandes fardos en el techo. Ese trajín viario contrasta con la molicie que reina al lado del mar. Durante el trayecto al calor de la tarde vemos muchos campings y lugares de vacaciones (entre ellos, un Club Méditerranée), y sobre el agua los triángulos de colores de los veleros de recreo.
Más allá de Restinga se pasa junto a un viejo edificio con aspecto de estación férrea, en cuyo letrero semiborrado aún se lee la palabra española Castillejos. El nombre se lo pusieron las tropas de O'Donnell, cuando bajaron por aquí dándoles estopa a los cabileños de Anyera. A esta altura había un par de fortines, que los nuestros machacaron con sus cañones. Una de las deliciosas ventajas de la guerra de 1860 era que los moros no tenían nada que se pareciera ni remotamente a los modernos cañones españoles.
A partir de aquí, la proximidad de Ceuta condiciona completamente el paisaje. Por la vía del viejo ferrocarril español, inútil desde hace décadas, caminan decenas de personas, unas rumbo a Ceuta y otras que vienen de allí. Muchos cargan al hombro bol sas de basura de tamaño industrial, llenas a reventar de cosas que han comprado o que intentan vender al otro lado de la frontera. Normalmente se trata de lo primero. Ceuta, como Melilla, sirve de proveedora de muchos productos apreciados en Marruecos, que cada día miles de personas intentan traerse de contrabando. Cuando llegamos a Fnideq, un pueblo que se extiende a lo largo de la carretera, cerca ya del puesto fronterizo, la imagen es alarmante. Centenares de hombres, mujeres y niños pululan por la vía y por la cuneta, caminando como sonámbulos, arrastrando su carga u observando codiciosos a quienes llevan algo a cuestas. El trozo de la feliz Europa engastado en este saliente de África tiene el poder de trastornarlo todo a su alrededor. Mi tío nos dice que muchos van y vienen por la vía porque intentan no cruzar la frontera por el puesto, donde los gendarmes vigilan. Pero hay gendarmes en las calles de Fnideq, que ven pasar a los cientos de contrabandistas como quien ve caer una tempestad. No van a detenerlos a todos. Por eso, al contrario, han llegado a establecer con ellos un acuerdo sobreentendido. Cuando el gendarme deja pasar, el contrabandista le desliza un billete que el gendarme no mira. Por la noche, al llegar a casa, el gendarme se vacía los bolsillos de los pantalones y cuenta lo que ha sacado. Los sueldos de los gendarmes no son altos, y ésta es una buena ayuda que no debe de suponerles un gran cargo de conciencia. Nadie puede ponerle puertas al campo.
Las comarcas limítrofes con Ceuta viven de este comercio. Y el contrabando en general da de comer a muchos marroquíes y a no pocos gendarmes, algunos no tan inocentes como los que dejan pasar a los pequeños traficantes que vemos en Fnideq. Si se elige bien el género, y no hace falta que sea dinero, una maleta no registrada puede servir para introducir una fortuna. Una vez detuvieron a uno con varios cientos de corbatas Hermés en sus maletas. Cometió el error de intentar sobornar al gendarme diciendo que llevaba pantalones vaqueros, otra mercancía preciada, pero no tanto. La fortuna que puede dar en Marruecos el comercio, sobre todo el ilegal, es incomparablemente más rápida que la que puede obtenerse trabajando en un oficio. Para algunos, que ni siquiera tienen dónde trabajar, el trapicheo es simplemente la única forma de comer.
Continuamos por la carretera hasta que avistamos la bandera rojigualda y los edificios del puesto fronterizo. Más allá del acantilado está Ceuta, la nutriente de toda esta gente que reza cada noche para que ese territorio nunca sea marroquí y no se le estropee su medio de subsistencia. Conocemos la ciudad. Como tantos españoles, hemos ido alguna vez a comprar allí artículos sin impuestos, que luego hemos pasado más o menos de contrabando ante nuestros propios policías.
Pero sólo por el vicio de la avaricia, no por necesidad. No vamos a entrar hoy en Ceuta. Además de haberla visto ya, la cola es disuasoria. Damos media vuelta para ir en busca del camino de Tánger.
Se nos queda para siempre impresionado, en la memoria y en el corazón, el espectáculo de los centenares de caminantes sobre las vías abandonadas y la cuneta polvorienta de Fnideq. Andan y miran como podrían mirar y andar los refugiados y los fugitivos de una guerra. Y hay una guerra. La que la fría Europa libra contra ellos para que nunca puedan vivir como los europeos, porque de ello depende en muchos aspectos nuestra prosperidad. Para empezar, sólo se es próspero cuando se tienen cosas de las que carecen otros. Pero también nos conviene por otras razones que ellos sigan pasando ropa y cachivaches en bolsas de basura para poder malvivir. Así, cuando se pone una fábrica o se organiza una explotación agraria en Marruecos, basta con pagar un par de perras de jornal. Así, además, hay donde colocar los trastos que ya no tienen valor allende el Estrecho; a cambio sacamos cosas más baratas, las que ellos nos producen. Cada viaje de esta gente con su hato al hombro, felicitémonos, nos hace un poco más ricos.
4. Fnideq-Alcazarseguer
La carretera que lleva desde Fnideq hasta Tánger, primero por las montañas y luego por la costa comprendida entre el Yebel Musa y el Cabo Malabata, no es en modo alguno una ruta principal. De hecho, hasta hace no mucho era difícilmente transitable en sus primeros tramos. Mi tío nos cuenta que una vez que intentó ir a Tánger por aquí tuvo que volverse porque no podía seguir. En compensación de todas estas penalidades, la ruta atraviesa uno de los paisajes más hermosos de Marruecos.
Al principio la carretera transcurre entre las poderosas montañas que se alzan en la frontera que separa Ceuta del resto del continente. La imagen que ofrecen estas montañas, verdes y misteriosas, con la bruma que les llega del Atlántico, es tan seductora que el viajero no puede evitar detenerse, y admirarlas a placer desde alguno de los muchos miradores que van surgiendo en la cuneta. Los ojos se pierden entre los valles y recorren sin uno quererlo una nítida herida trazada en las laderas. Esta herida la forman las alambradas y la pista de la línea fronteriza, que tantos intentan traspasar cada día. Algunos vienen del propio Marruecos. Otros vienen desde el lejano río Níger, han cruzado el Sáhara y en estas montañas queman su última etapa. Les parece la salvación, pero antes de poder pasar a la Península los almacenarán en un campo de internamiento (aunque pueden buscarse muchos eufemismos, hay un solo nombre exacto).
La carretera impide ir deprisa y nadie lamenta que así sea. De vez en cuando nos cruzamos con algún coche, pero en general circulamos solos. Sobre algún altozano, aquí y allá, se divisan pequeñas casas aisladas. Junto a la carretera hay a veces paradas de autobús en las que espera un único cliente, como si no existiera el tiempo. La altura le da profundidad y volumen al paisaje, y la brisa que llega desde el océano cercano entra purifi cante en nuestros pulmones. Hemos pasado del camino polvoriento a la limpia senda montañera y el ánimo lo agradece. Pasamos cerca del pueblecito de Biutz. Fue en estos riscos y despeñaderos, hoy tan bucólicos, donde el entonces capitán Franco recibió su famoso tiro en la barriga, sobre cuyas consecuencias tan malvadas especulaciones hubo siempre. Andaba guerreando junto al Raisuni contra los Anyera, que debían complacerse en atraer a los soldados españoles a este terreno especialmente desventajoso. El ambicioso capitán de infantería, entonces un chaval de veinticuatro años que ya buscaba la gloria, sólo sacó en el asalto a aquel blocao un mal balazo. Estos valles y barrancos vieron su angustia, una angustia como quizá nunca sufriera. Pero no era más que un aplazamiento. La Cruz Laureada que entonces le denegaron sus jefes, considerando que nada había de heroico en su desempeño, se la autoconcedería él, ya como Caudillo, en 1939.