La autopista muere en Larache, junto a la desembocadura del Lucus, y con ella el territorio del antiguo Marruecos francés. En Larache volvemos a estar en la antigua zona española, y por tanto aquí cerramos el interludio que emprendimos en Xauen. A partir de este punto, volvemos a recorrer la tierra que antaño vio pasar a los nuestros.
Fue aquí, en Larache, donde mi abuelo paterno puso por primera vez pie en África. Era el 6 de marzo de 1920. Al día siguiente le tallaron, resultando útil para el servicio con estatura de 1,605 metros, peso de 59 kilos y 86 centímetros de perímetro.
En África no era mala cosa ser un poco bajo; a los altos les daban más fácilmente. En Larache cumplió mi abuelo su instrucción militar y juró bandera, el 25 de mayo del mismo año 1920. Gran parte del tiempo que restaba hasta diciembre le tuvieron guerreando contra el Raisuni más allá de Alcazarquivir, pero los años veintiuno y veintidós los pasó enteros en la ciudad y en buenos destinos; primero como cabo cartero y luego en la sección ciclista de la Comandancia General, donde ascendió a sargento. Fue por tanto Larache el lugar donde más tiempo estuvo, y el único donde pudo disfrutar de la rutina de guarnición. Eso, entre otras cosas, lo convertía en una etapa insoslayable de nuestro itinerario.
Larache, fundada en el siglo Vii por una tribu venida de Arabia en busca de Lixus, la ciudad romana cuyas ruinas se encuentran a unos pocos kilómetros, tiene una larga historia de vinculación con España, y no siempre para su bien. Ya en 1471 fue saqueada por los castellanos, aunque quienes la harían suya pocos años después serían los portugueses, que no la ocuparon durante mucho tiempo. A principios del siglo Xvii volvió a ser española, en pago por el sultán a Felipe Iii de ciertos favores, pero antes de que empezara el siglo siguiente Mulay Ismaíl ya había echado a patadas a los extranjeros. Durante la estrambótica aventura africana de 1860, que valió (aparte de para restaurar la popularidad de O'Donnell) para conquistar Tetuán y abandonarla poco después, Larache, por su situación costera, fue elegida para el infausto menester de sufrir unos cuantos bombardeos de represalia. Al fin, en 1911, los españoles, al mando de un impetuoso teniente coronel llamado Manuel Fernández Silvestre y en combinación con el Raisuni, tomaron la ciudad que ya no abandonarían hasta 1956. La maniobra invasora no encontró gran oposición. Ya en 1898 el comandante y antiguo residente en Larache José Álvarez Cabrera había publicado un bosquejo de plan de campaña que recomendaba intervenir aquí, en la cuenca del Lucus, y nunca cometer la "insigne locura" de penetrar en el Rif. Según él, la artillería que defendía la plaza estaba en parte compuesta por cañones de 7 y 8 centímetros que databan nada menos que de la batalla de Alcazarquivir, es decir, de 1578.
Larache, donde se instaló una de las comandancias generales del Marruecos español, fue siempre retaguardia segura. Para su suerte y la de su guarnición, jamás llegó el enemigo a acercarse peligrosamente a sus inmediaciones. Por eso se pudo trabajar desde pronto en un mediano desarrollo agrícola, y sus habitantes se contaron desde el principio entre los marroquíes más afectos a los españoles. Los regulares que siguieron hasta el final a Mola durante la terrible retirada de Xauen eran precisamente los regulares de Larache. También se empeñaron los españoles en hacer un puerto, aunque Larache tenía malas condiciones para servir como tal, por las crecidas del Lucus, los bancos de arena y los fuertes vientos ante los que estaba totalmente desprotegida. Hay viejas fotografías que muestran las primeras escolleras construidas por los españoles y la pequeña draga con la que sacaban pacientemente la arena.
Hoy Larache es una de las ciudades marroquíes en las que más intensamente perdura la huella de la presencia española. El entramado de sus calles, el aire de sus edificios, y sobre todo, la traza singular de la antigua plaza de España (hoy de la Libération), recuerdan en todo momento a una pequeña ciudad andaluza. Sobre las fachadas blancas abundan las persianas y los postigos celestes, en una combinación similar a la de Xauen (otra ciudad andaluza, aunque más antigua). Su avenida principal, la de Mohammed V, llena de jardines y de árboles, evoca también paseos ajardinados de las ciudades del sur español. Subimos hacia la plaza precisamente por esta avenida, desde la que se ve lo que queda del Castillo de la Cigüeña. En ese castillo encerraron a los prisioneros portugueses capturados en la batalla de Alcazarquivir. Una vez en la plaza, aparcamos el coche, momento en el que se nos acerca el previsible guardacoches. Es un hombre muy mayor y muy delgado, que saluda con una sonrisa oficial. En el pecho lleva prendida una chapa en la que alguien ha escrito con un pulso tembloroso y un pincel las palabras "garde de estasionamiento". Larache, siempre a las puertas del Marruecos francés, no ha perdido del todo el castellano, que conmueve ver conservado por el mero apego de la gente en esa forma mestiza y seseante.
En la plaza de Larache, amplia y circular, nos sentamos a tomar unas cervezas. Con el sabor de la contundente Flag en la boca, miro a mi alrededor y sospecho que a esta misma plaza debió de venir cien veces mi abuelo a pasear y quizá también a tomarse una cerveza, como nosotros ahora. Al principio era un recluta recién llegado y perdido. Dos años después ya era veterano y sargento y podía elegir buenas mesas en las terrazas. El cielo sobre Larache no está nublado, como lo estaba en Rabat. Es de un azul tan vivo como las persianas de las casas. Las que forman el círculo de la plaza de Larache no tienen tejado, sino azoteas, como es usual en Marruecos (con la excepción de Xauen). Las fachadas están rematadas por almenas morunas, que sugieren una especie de triángulo mediante la superposición de rectángulos cada vez más pequeños. Todo el perímetro de la plaza tiene umbríos soportales (en uno de ellos estamos ahora) y las columnas que los aguantan están unidas por sencillos arcos de medio punto. Todo está exquisitamente encalado, salvo algún arco monumental en piedra ocre. En el centro hay un parque con palmeras. No es un mal sitio para estar, y debía de serlo aún menos cuando Lucus arriba había todos los días rifa de tiros. Mi abuelo se acordaría aquí de su pueblo blanco en las montañas de Málaga, y también de los fregados vividos en Muires y alrededores, con los cazadores de Las Navas. África le guardaba aún momentos peores que aquéllos, pero durante sus años de guarnición en Larache no debió quejarse de su suerte. A fin de cuentas, en la cercana Lixus, fundada por los fenicios hace tres mil años, situaban los griegos el mítico jardín de las Hespérides. Era un refugio envidiable, y sin embargo se da la paradoja de que mi abuelo abandonó Larache voluntariamente. Fue cuando decidió hacerse militar profesional, una vez cumplido el tiempo del servicio obligatorio. Sus planes habían sido siempre emigrar a Argentina, pero uno de sus jefes en la Comandancia General le persuadió de quedarse en el ejército, donde mejor o peor tenía ya un lugar. Aquel jefe era el futuro general Goded, y debió de utilizar entre otros el argumento del buen destino que a la sazón ocupaba mi abuelo, en la escolta del general Sanjurjo. No sería eso lo que lograra convencerle. Cuando descartó su proyecto argentino, mi abuelo fue a ver a Goded y le dijo que si se hacía militar se iría al campo con el batallón. No creía que un profesional debiera quedarse emboscado en la Comandancia General mientras otros que no lo eran se la jugaban en el frente. A la Comandancia, cuando contaba estas cosas, mi abuelo la llamaba siempre la tienda del crimen. Como en cualquier otro establecimiento militar de retaguardia, la corrupción debía de campar a sus anchas por allí.
A pie desde la plaza se llega en un par de minutos a la avenida Mulay Ismaíl, un paseo marítimo colgado sobre el océano que ofrece una hermosa vista. Por desgracia está pésimamente cuidado y en los acantilados junto a los que discurre se amontona todo tipo de basura maloliente. Sólo haciendo abstracción de la pestilencia se puede disfrutar de la imagen de la ciudad blanca que se extiende hasta el cabo Nador, donde todavía hoy se divisa la estilizada silueta del faro que construyeron los españoles.