Lo más interesante, sin embargo, es el panorama humano. Son los chicos bien de Rabat (no pueden ser menos, si tienen para pagar lo que vale una copa, que es mucho incluso para nosotros). Ellos llevan tejanos de marca, impecables americanas, camisas de fantasía, o bien camisetas de tirantes para lucir los hombros. Ellas visten pantalones ajustados, minifaldas de infarto, escotes espeleológicos, y van maquilladas como showgirls. Causa una cierta turbación verse rodeado de toda esta belleza amenazante y morena en el angosto espacio del pub. Poco después de nuestra llegada se nos une una amiga de mis primas, que por cierto no se queda demasiado atrás en cuanto a indumentaria respecto del resto de la concurrencia. Mis primas, y no es que no se hayan arreglado, parecen un par de monjas en comparación.
Una vez que el grupo está completo, tres hombres y tres mujeres, podemos dirigirnos a Cinquiéme Avenue, la discoteca de moda. Tienen la precaución de no dejar entrar a un solo varón que no lleve compañía femenina. Y cuando estamos dentro, comprendemos por qué, como comprendemos la indignidad con que un par de sujetos, antes de entrar, les han mendigado a mis primas y a su amiga que finjan que van con ellos. Por mucha modernidad que pueda verse ya hoy en las calles de Rabat, no basta para dar crédito a lo que sucede en la discoteca. Bajo sus luces, humos y demás parafernalia (nada especial, como cualquier discoteca), se agitan consumados travoltas e interminables bailarinas a las que no cuesta nada encontrarles cualquier parte del cuerpo y casi cualquier centímetro de piel. Nos tropezamos con todo tipo de osadías: vestidos de leopardo, corpiños de cuero, maillots rosas, camisetas ajustadas sin sostén.
No hay una sola mujer que no sea marroquí, pero entre los hombres hay algunos europeos. Advertimos, por cierto, que salvo alguno que ya se ha metido en la pista a ver qué cae, los otros tres o cuatro observan apartados y solos. Es muy posible que la prohibición de entrar sin compañía femenina rija sólo para los indígenas. Uno de los europeos bailones, bastante desmañado como tal (los buenos bailarines son todos chavales morenos y de pelo ensortijado), se acerca a una de las marroquíes más potentes, que no le hace en principio muchos ascos. Ya puede intuirse cuál es el juego que aquí se juega. El europeo, a quien deslumbra la pantera africana que se contonea en la noche de Rabat, tiene sus propios recursos, ya que no el baile, para embaucarla a ella.
La música, ensordecedora, da para mucho. Suenan todas las canciones olvidables, más alguna que sobrevive a ese destino, I will survive o Don't go. Pero en general se prefiere la rabiosa actualidad, con sus ritmos frenéticos que no siempre están mal traídos. Justo cuando estamos deleitándonos con una de esas canciones ínfimas en las que florece alguna pizca de talento, ataca por sorpresa el ruido denigrante (increíble pero cierto) de Macarena, versión special dance. La pista de Cinquiéme Avenue se convierte en un delirio, y aunque normalmente no podríamos soportar el espectáculo, esta notable congregación de rabatíes consigue que la fuerza estética del momento sea poderosa. Es curioso hasta dónde hay que venir a veces para reconciliarse con la bajeza nacional.
Una de mis primas y su amiga entran en la pista, y después de ellas mi hermano y Eduardo. La verdad es que apetece abandonarse, meterse en mitad del ruido y del desorden, a cualquier riesgo. Pero mi otra prima no baila y me quedo para hacerle compañía. Somos los dos únicos casados. Ella tiene un marido en Canadá y yo una mujer en Madrid, así que guardaremos la compostura (aunque me cueste cuando oigo el comienzo de una canción de Cheb Khaled, también muy celebrada por el público). Mi hermano y Eduardo se desahogan a gusto, y si tuvieran más tiempo (y no sé si ganas), diríase que no encontrarían grandes dificultades para cosechar una marroquí rompedora. Especialmente mi hermano, que es larguirucho y baila con bastante donaire. Mis primas, malvadas, le señalan a una con los lustrosos pechos morenos apretados en un ceñido corpiño. Según ellas, no para de mirarle. La marroquí puede ser una muchacha de veintidós o veintitrés años. Tiene el pelo corto y unos portentosos ojos dorados.
Es preferible apurar eso, la extraña y juvenil belleza del instante. Es mejor no pensar (pero saberlo, y además recordarlo) que Marruecos también es esto, unas atrevidas muchachas que esperan con ansiedad que alguien venga a salvarlas y que dudosamente serán redimidas. El patoso bailón europeo, compruebo poco después, ya tiene su garra pegajosa puesta en la cintura de una larga garza morena.
Jornada Novena. Rabat-Tánger
1. Rabat-Larache
Antes de abandonar Rabat, vamos a dar un último paseo junto a la torre Hassan. La mañana está nublada y corre una brisa refrescante. En la gran explanada salpicada de columnas blancas (recuerdo simbólico de la mezquita que nunca llegó a terminarse), apenas estamos nosotros, algún paseante y los soldados de la guardia real que vigilan el mausoleo de Mohammed V. No queríamos irnos sin echarle un último vistazo a la torre, cuya forma ocre se recorta más nítida contra el cielo gris. Tal y como está ahora supera los cuarenta metros, pero se cree, comparando sus proporciones con la Kotubia y la Giralda, que si se hubiera terminado mediría cerca del doble. Es sólo media torre, por tanto, y quizá deba a eso la mezcla de gracia y robustez que la distinguen. Una obra inacabada es además una obra con su propia historia y su propio drama. Se la quiere más.
Nos asomamos por última vez sobre la ría. Las casas de Salé casi no se distinguen del cielo. Suenan en el aire los gritos de las gaviotas, y el Bu Regreg baja ancho e imperceptible, como siempre. Unos niños juegan abajo, junto al agua. A veces uno va por un lugar del mundo, no importa cuál, y de pronto su espíritu se encuentra en casa. A mí me ha sucedido en Escocia, en Praga, en Brooklyn, y me sucede ahora al pie de la torre Hassan, donde mi abuelo venía a mirar Salé todas las mañanas.
Pero al viajero siempre le aguarda la jornada, y ésta es tal vez la más apretada de todas, acaso porque es la última. Tras despedirnos de mis primas (mi tía nos acompaña), subimos al coche y vamos en busca de la carretera. Apuramos ya con nostalgia el recorrido junto a las murallas y entre los frondosos bosques de eucaliptos.
Una vez en la autopista, ésta nos lleva rápidamente hasta Kenitra, a sólo cuarenta kilómetros de Rabat. La ciudad fue fundada por los franceses y hasta 1956 se llamaba PortLyautey. De su base aérea despegaron el 16 de agosto de 1972 los cazas F-5 que intentaron sin éxito abatir el avión en el que viajaba el rey. Hoy Kenitra es una aglomeración de medio millón de habitantes, situada junto al caudaloso río Sebu, muy cerca de la desembocadura, y su importante puerto fluvial es la salida natural para los productos de la rica zona agrícola del Garb. El paisaje de esta zona, visible ya en los alrededores de Kenitra, da una idea de la productividad de sus cultivos. Los desarrollaron los franceses, que no pasaron por alto la buena condición del suelo y la abundancia de agua, y los continúan ahora los propios marroquíes. En esta cuenca del bajo Sebu (donde el río ya ha recibido el aporte de caudal del Uerga) se sitúa el centro de la temible potencia agrícola de Marruecos. Las vegas, los campos verdes y las huertas de plantas bajas o frutales tienen muy poco que ver con el paraje desolado del sur o de los alrededores de Fez.
Desde Kenitra puede seguirse a Larache directamente por la autopista o por una carretera que da un cierto rodeo para pasar por Zoco el-Arbaa de Garb y Alcazarquivir (el-Ksar el-Kbir, "la fortaleza grande"). Tomamos la primera opción no sin pesadumbre, conscientes de la mucha ruta que tenemos ante nosotros. Avanzamos paralelos a la costa y dejando a la derecha los fértiles campos. Es un largo trecho sin grandes variaciones, que recorremos desahogadamente. La autopista en esta parte es nueva y aprovecho que voy al volante para pisar el acelerador, sin superar mucho el límite, por si acaso. Cada poco me tengo que apartar del carril rápido para dejar pasar a un flamante BMW o Mercedes metalizado que me empuja con las luces. Son los marroquíes acaudalados, en quienes el coche alemán de lujo es un signo casi tan ine vitable como el grueso reloj de oro.