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Durante el siglo Xix se sucedieron las intrigas y los tratados, hasta que en 1880 la Convención de Madrid, firmada por los plenipotenciarios de trece países, reguló el estatuto de los diplomáticos y extranjeros asentados en la ciudad y garantizó en contrapartida la independencia del imperio jerifiano. Pero todos los grandes estados europeos tenían sus cálculos sobre Marruecos, y en los primeros años del siglo Xx maniobraban ya para acabar con esa reconocida independencia marroquí. A las intrigas de Francia, Gran Bretaña y España, el káiser Guillermo Ii respondió con un golpe de efecto. El 31 de marzo de 1905, a la cabeza de una imponente escuadra, entró en la rada de Tánger y desembarcó en la ciudad, donde le recibió una multitud entusiasta de 100.000 personas. Tras proclamar su respeto a la independencia de Marruecos y su esperanza de que el país otorgara iguales oportunidades a todos los demás países, descubrió sus intenciones: «Mi visita a Tánger tiene por finalidad hacer saber que estoy decidido a hacer todo lo que esté en mi poder para salvaguardar eficazmente los intereses de Alemania en Marruecos. Porque considero al sultán absolutamente libre, es con él con quien quiero entenderme acerca de los medios apropiados para salvaguardar sus intereses».

Resultado indirecto de aquella bravuconada fue el Acta de Algeciras de 1906, donde las potencias coloniales reequilibraron transitoriamente sus intereses en África y se gestó el embrión del futuro Protectorado francoespañol. En 1912, al instaurarse dicho Protectorado, se otorgó a Tánger régimen internacional y quedó bajo el gobierno de una comisión con representación francesa, británica y española. La internacionalización se completó en 1925, cuando se incorporaron al gobierno de la ciudad Portugal, Bélgica, Italia, los Países Bajos y los Estados Unidos. El ex sultán Mulay Hafid, el mismo con el que el káiser decía querer entenderse en 1905, luego depuesto por los europeos y por aquel entonces residente en la ciudad, ironizaría sobre este gobierno multinacional con una ocurrente pará bola. En el juicio final, las gentes de Tánger comparecen ante el juez supremo y éste les dice: «Sois los peores y los últimos de los hombres, ¿cómo lo habéis conseguido?" A lo que los tangerinos responden: «Hemos pecado, pero nuestro gobierno era internacional y estábamos administrados por todos los representantes de Europa». Y entonces Dios les dice: «Bastante castigo habéis tenido ya. Vamos, entrad al paraíso».

Con el intervalo de la ocupación española entre 1940 y 1945, Tánger continuaría bajo la administración de las potencias signatarias del acuerdo de 1925 hasta 1956, el año de la independencia de Marruecos. Fue precisamente en Tánger, en 1947, donde Mohammed V reivindicó esa independencia. Hay fotografías en las que el rey aparece rodeado por una multitud compacta, completamente vestido de blanco y montado en un caballo del mismo color. Alguien sujeta un parasol sobre su cabeza. La figura solitaria del rey que vino a Tánger a pedir su reino tiene un emotivo aire de fragilidad.

Tratados y pactos aparte, el caso es que desde fines del siglo Xix Tánger estuvo en manos de los extranjeros, dirigidos por las legaciones diplomáticas respectivas. Por intentar abusar de ellos perdió el Raisuni su cargo de bajá de la ciudad. La corporación municipal tenía 20 representantes europeos y 20 indígenas, pero en la práctica la que gobernó Tánger durante años fue la llamada Comisión de Higiene, «ninguno de cuyos miembros sabía qué cosa higiene fuese, aunque hubo entre ellos más de un médico», si hemos de atender al cáustico veredicto del geógrafo pro bereber Gonzalo de Reparaz. Esta comisión, manejada libremente por los diplomáticos extranjeros, organizaba los servicios públicos y mantenía el orden en la ciudad. Bajo su gobierno Tánger venía a ser mitad africana, mitad europea, y en el fondo no era ni lo uno ni lo otro.

Hasta que le echaron de la ciudad y de su puesto en la Legación por escribir un artículo tildado de anties pañol, Reparaz, como otros muchos compatriotas, vivió y trabajó en Tánger. Gracias a él disponemos de un retrato que nos acerca a cómo eran los aproximadamente 6.000 españoles que vivían en Tánger en 1909. Según Reparaz, la colonia estaba encabezada por una élite formada por empleados del Estado, el Banco de España, la Compañía Transatlántica y la Red Telefónica, más un pequeño número de tenderos y comerciantes. La Junta de Comercio española y el Casino español de Tánger venían a ser los dos centros principales de esta minoría acomodada. Después de ellos, venía un populoso segmento inferior compuesto por «arrieros, cabreros, carboneros, albañiles, canteros, hortelanos; gente muy pobre y en gran parte sospechosa». Y finalmente, la colonia la completaba «una masa considerable de sujetos sin oficio conocido, zánganos de todas clases, hampones, fugados de presidio, mal relacionados con la Guardia Civil, betuneros, vendedores de cacahuetes, mendigos de oficio, etcétera». De esta plebe española afirma Reparaz: "El ochenta por ciento no sabe leer ni escribir. Vienen, ignórase de dónde; viven, no se sabe cómo; van, a donde pueden". Los desheredados españoles de Tánger, según el testimonio de Reparaz, eran bebedores, jugadores, viciosos y blasfemos, y vivían en su mayoría en patios infectos a los que llamaban aduares, como los poblados marroquíes. Por otro lado, la mayor parte de las prostitutas de Tánger eran españolas. Cobraban 30 céntimos, mucho menos que las francesas. Las meretrices españolas eran las únicas mujeres europeas que podían permitirse los moros, y éstos no sólo disfrutaban regularmente de ellas sino que también las maltrataban si les venía en gana.

Resulta todavía perceptible al atravesar las calles de Tánger la mezcla promiscua entre lo europeo y lo africano que la ciudad ha albergado durante décadas. El estatuto internacional trajo aquí por oficio a funcionarios de las potencias participantes en el gobierno de la ciudad, y atrajo por distintas razones a aventureros y exilados de toda clase y condición (algunos después ilustres y en buena medida forjadores de la leyenda, como el inevitable Paul Bowles). Aquí se alentaron continuas conspiraciones, desde la de Reparaz en favor de la penetración pacífica de España en Marruecos, hasta la de las distintas potencias que durante la guerra del Rif entraron en tratos con los rebeldes. Tánger era el lugar ideal para estas maniobras, en la retaguardia española y estratégicamente asomada al punto de encuentro entre el Mediterráneo y el Atlántico. La convivencia entre europeos y marroquíes tuvo momentos pasmosos, como la época de los incorregibles secuestros del Raisuni, y otros de agravio, como los encantadores días de la ciudad internacional, cuando los opulentos europeos paseaban absortos entre la miseria de la kasba y vivían un sueño oriental en medio de la cochambrosa pesadilla del resto. Cuenta Ramón Buenaventura, cuya juventud transcurrió en la Tánger de poco antes de la independencia, que había incluso playas separadas, para moros y europeos, y que cuando fue a Madrid le extrañó que los barrenderos fueran españoles, porque para el adolescente tangerino ése era oficio de moros. Pese a haber nacido en la ciudad, Buenaventura confiesa que no habló con una chica marroquí hasta los veinticuatro años. Hoy todo está mucho más difuminado y sin embargo Tánger conserva el rastro de aquel tiempo en que en la ciudad coexistían dos mundos, el de los excéntricos y las recepciones en las embajadas y el de los que luchaban simplemente por no morirse de hambre. La imagen misma de la ciudad, quitando las modernas adherencias, es la de esa herida nunca suturada.

En las calles, esta tarde, vemos sobre todo turistas nacionales y unos pocos extranjeros. Son una masa ruidosa, anárquica, apresurada. Pero de pronto, en mitad de la avenida, aparece una marroquí elegantísima, que camina despaciosa y solemne junto a una criada. Va erguida, con la cabeza cubierta de la misma seda verde que el resto del cuerpo y el rostro tapado por un velo negro. Por sus formas se adivina que ya no es una mujer joven, pero el desconocido sólo atisba de ella sus quietos e implacables ojos oscuros, que lo contemplan todo como un vil espectáculo de decadencia. Puede ser una hija de la vieja Tánger, que forjó su orgullo para que los usurpadores extranjeros no la miraran con altanería, como a una mora cualquiera. Quién sabe, quizá ahora los echa de menos. Es de las pocas tangerinas, por cierto, que vemos con el rostro velado.