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Desde antes de Biutz domina la estampa la masa granítica del Yebel Musa, el monte que con el peñón de Gibraltar (Yebel Tarik) forma las míticas Columnas de Hércules. Levanta menos de 900 metros, pero lo hace directamente desde el mar y eso le da toda una apariencia. Su nombre, el de uno de los caudillos musulmanes que dirigieron la invasión de AlÁndalus, imprime carácter a la mirada que desde su cima África apunta a Europa. Es una mirada codiciosa y también la mirada amarga de la nación bereber, que todavía no puede creer que los cristianos restauraron la barrera del Estrecho.

Junto al Yebel Musa hay un estrecho valle y sobre él un pueblo. Al fondo del valle se ve una playa apetecible y parece que poco explotada. Nosotros continuamos sin embargo hacia el occidente, la dirección primordial de nuestro viaje. Pronto la carretera se acerca a la costa y podemos disfrutar de la solitaria quietud de este litoral, el más septentrional de Marruecos, donde el Mediterráneo pierde su nombre y su reino a manos del Atlántico. Es una costa poco ha bitada, y en la franja más próxima al océano está cubierta de una tupida vegetación, gracias a la brisa del Estrecho. La tarde es buena, apacible y soleada. Aun así, cuando nos detenemos para estirar las piernas junto a la orilla sentimos el golpe y el frescor del viento. Aunque el mar está en calma, ya no es la superficie lisa y clara del Mediterráneo frente a Restinga, apenas cincuenta kilómetros atrás. El Atlántico es oscuro y turbio, y su paz está erizada de crestas que el viento peina con sus dedos innumerables. Al fondo, hacia el este, se alza el Yebel Musa, esquina de todas las tormentas. Más allá del mar se divisa la costa española, tan cerca que desconcierta un poco. Es muy corto el salto y demasiado limpia la vista, desde esta cornisa de África.

La carretera costera continúa ofreciéndonos a la derecha el espejo ligeramente encrespado del Atlántico, bajo la luz de la tarde, y a la izquierda los relieves de los montes que se acercan a morir al mar. Entre ellos advertimos, a medida que avanzamos en dirección a Tánger, un número creciente de chalés. No son espectaculares, pero resultan más que deseables por su favorecido emplazamiento frente al océano. En esta costa todavía no se ha producido ninguno de los destrozos de los que suelen ser víctimas las costas en nuestro tiempo. Quizá hace demasiado viento y el mar de enfrente es demasiado bronco para que prospere como zona turística. Otra razón para mirar con arrobo las casas que se levantan en las laderas de los montes, y para alabarles el gusto a sus dueños.

El camino nos lleva sin grandes variaciones hasta Alcazarseguer (elKsar es-Sghir, "la fortaleza pequeña"). La carretera apenas roza el pueblo propiamente dicho. Cruza sobre el río y describe una curva mientras se encarama a su barrio más alto. Nos detenemos en esa curva y desde ella contemplamos la playa. En primer término vemos la desembocadura del río el-Ksar, sobre cuyo valle, semioculto entre los montes, se asienta el resto del pueblo. Al lado de esa desembocadura hay unas ruinas casi irreconoci bles, las de la pequeña fortaleza que le da su nombre al lugar. Antaño fue un puesto defensivo desde el que las tropas del sultán ejercían su control sobre la zona.

En octubre de 1458, el aventurero portugués Duarte de Meneses tomó la fortaleza en un audaz golpe de mano. Aguantó el sitio a que le sometieron a continuación y una vez que se deshizo de sus sitiadores se dedicó a guerrear por las montañas de Anyera. Duarte de Meneses fue un tipo notable, mezcla de héroe y bandolero. Durante años, desde su base de Alcazarseguer, se movió a sus anchas por todo el territorio entre Tetuán, Ceuta y Tánger, exigiendo tributos y desvalijando a quien le venía en gana. Su fama y la perspectiva de ganancias atrajeron a varios centenares de mercenarios castellanos, que se enrolaron en su ejército al mando de un tal Fernando Arias Saavedra. Pero Duarte de Meneses también fue un organizador. Dio a Anyera una constitución, cuyos dieciocho puntos redundaban principalmente en su propio provecho. Lo curioso del caso es que con esa constitución la región vivió en relativa paz.

En tiempos, la fortaleza despedía a los guerreros almohades que partían desde aquí hacia la Península Ibérica para hacer la guerra santa. Hoy es el mudo escenario de los juegos de un grupo de muchachos que corretean entre sus muros. En su conjunto el paraje resulta bastante tranquilo. La playa no es del todo mala, el río es más bien modesto y los campos cercanos no parecen descuidados ni tampoco todo lo contrario. Sobre la arena de la playa descansan un buen número de pateras. Alcazarseguer, por su situación privilegiada frente a las costas españolas y la poca distancia, es una de las bases principales de los transportistas de peregrinos al mundo de los sueños. Es todo un símbolo, si se piensa, que sus clandestinas travesías sigan la misma derrota que llevaban las naves de los expedicionarios almohades que llevaron a cabo las invasiones de antaño.

Hemos parado en Alcazarseguer para contemplar a nuestras anchas esta playa. El 1 de marzo de 1925, Primo de Rivera ordenó un desembarco para reprimir una revuelta de las cábilas de la zona. Era un problema incómodo, porque Alcazarseguer estaba detrás de las líneas españolas. La operación fue un ensayo del futuro desembarco de Alhucemas, a menor escala. Pero la escala es lo de menos cuando uno va en la barcaza y sabe que en las costas hay enemigos dispuestos a hacerle un agujero en la cabeza. En una de las barcazas que se acercaron hasta Alcazarseguer el 1 de marzo de 1925 iba mi abuelo, con su sección de ametralladoras y sus}cuotas} apenas curtidos en los apuros del tren Ceuta-Tetuán. La arena de esta playa que hoy pisan despreocupadamente los chavales marroquíes, la tuvo que pisar él con la mirada fija en los montes desde donde les disparaban. Y como sargento y veterano, debía estar pendiente de que los hombres que iban a su cargo no se dejaran desbaratar por el miedo. La historia no registra que aquella operación, que alcanzó sus objetivos, encontrara grandes obstáculos. Eso no quiere decir gran cosa: aunque por debajo del centenar de muertos la historia no se inmute, conviene recordar alguna vez que con que sólo haya diez muertos ya son diez los mundos destruidos. Una vez que consolidaron la cabeza de puente y obligaron a replegarse a los levantiscos, las tropas fijaron sus posiciones. Una gran parte de la fuerza de desembarco se retiró, pero a mi abuelo lo dejaron en Alcazarseguer con una máquina y su dotación para cubrir el parapeto.

Aquí pasó seis meses, mirando cara a cara al enemigo. Cuando llegó el verano, le dieron orden de soltar unas ráfagas todas las noches, cambiando de hora, para que los moros no pudieran recoger la cosecha del sembrado que había enfrente de la posición. Los que no se habían rendido por las armas, se rendirían así por hambre. La orden era fácil de cumplir y se cumplió. Algunas noches los moros respondían, pero entonces acudían más soldados al parapeto y la respuesta se acallaba pronto. Una mañana, a plena luz del día, el oficial de servicio vio con los prismáticos a un anciano moro agachado sobre el sembrado. Parecía estar recogiendo el cereal, justo lo que se trataba de impedir. Ni corto ni perezoso, se llegó donde mi abuelo y le ordenó que abatiera al viejo con la ametralladora. Mi abuelo miró al oficial, miró hacia el sembrado, apuntó la máquina y en el momento en que tuvo en el punto de mira al viejo, pensó que él no iba a matar a un pobre hombre que estaba indefenso y cogiendo algo para comer. Sabía que el moro, si se le presentaba la ocasión, no vacilaría en liquidarle, pero eso no le pareció razón suficiente. Tiró alto. El viejo, al oír silbar las balas sobre su cabeza, salió corriendo. El oficial, que seguía la escena con los prismáticos, recriminó duramente a mi abuelo por su falta de puntería. "Se me ha ido", repuso mi abuelo, aunque aquella ametralladora Hotchkiss tiraba de miedo y no se le había ido nunca. "Y si quería arrestarme que me arrestara", solía terminar la historia mi abuelo. "Yo no iba a matar a un viejo por la espalda para darle gusto a un imbécil". Por aquel entonces, a mi abuelo apenas le quedaban unos meses y un par de pedazos más de guerra en Marruecos. Tras las operaciones de noviembre en los alrededores de Tetuán, y una vez desaparecidas las necesidades extraordinarias, el regimiento Borbón 17 y sus cuotas fueron devueltos a su lugar natural, la confortable guarnición de Málaga. Embarcaron en Ceuta el 2 de enero de 1926, en el vapor Isleño. En cuanto a mi abuelo, nunca volvió a poner el pie en África.