Todas estas evocaciones, que componían la imagen de una mujer que yo había juzgado extraordinaria, perdían sentido, se trasmudaban en meras caricaturas, al intentar insertarlas en la realidad de una muñeca, por perfecto que fuese su mecanismo motor. ¡A no ser -y la ocurrencia me hizo reír- que hubieran logrado insuflarle un espíritu! Con un espíritu, sí; con un alma. Irina era explicable, pero, ¿quién manipula las almas y sabe injertarlas en un mecanismo de materiales preferentes? Zeus lo hizo una vez, a ruegos de Pygmalión, pero esto no es más que el antecedente mítico de todos los que se enamoran de sus propias creaciones. Irina no era creación mía, y al enamorarme de ella, ignoraba su relación remota con cualquier mito. (De repente recordé también que, al ponerle el anillo, había doblado el dedo, pero aquel dedo no era de mármol.)
Sólo quedaba una respuesta racional, pero también incomprensible, una luz que nada iluminaba: alguien había sido capaz de construir una muñeca que no se diferenciaba, en su comportamiento, de un ser vivo, pero esto me obligaba a aceptar también la existencia de semidioses capaces de crear simulacros de vida, el paso acaso para la creación inminente de la vida misma. ¿Una vida regida por ordenadores? No ignoro que los mismos que los construyen imitando el cerebro humano, intentan ahora explicar el cerebro humano por mera comparación con las computadoras, pero esto no es más que una prueba de estupidez, que no quiero comentar aquí y que puede conducirnos a imaginar un Universo en el que Irina y Eva fueran seres normales. Sin embargo, necesito recordar, ante el espanto de un cosmos de mecanismos, que ninguna de las explicaciones conocidas ha razonado convincentemente sobre la experiencia mística. ¡Y era un hecho que a Irina, por dos veces, la había arrebatado Lo Indecible, en ocasiones que nadie juzgaría especialmente favorables a un contacto con Dios! Por muy desbaratada que quedase su figura tras mi análisis implacable, los hechos descritos en los dos poemas, que yo todavía guardaba, permanecían como un misterio sin respuesta, como se yerguen, intactas, las últimas preguntas en las mentes sinceras. Otra vez me eché a reír, pero mi risa se cortó como la del coronel Garnier, aquella misma mañana. Hay realidades que mueven a chacota, aunque inmediatamente hielen el corazón, o al menos la paralicen en los labios. Y la razón de mi seriedad súbita fue la conciencia ilógica de que, si Irina era inexplicable, yo también lo era, lo que me llevó a temer desesperadamente, también disparatadamente, saltando los razonamientos, brincando por encima de los trámites racionales (como cuando una piedra del cielo cae en las aguas de un estanque): ¿Y si yo fuera también…? Me lo había insinuado una vez la misma Irina, después de escuchar mi historia. ¿No parecía en cierto modo consecuente, fatal acaso? Si ella era un mecanismo perfecto, y yo un mecanismo extraordinario, ¿no estaba en nuestro destino el encontrarnos y amarnos como se pueden amar los mecanismos? Pero ¿afecta el Destino a un aparato, por similar que sea a un hombre? ¿Qué quiere decir Destino? ¿Qué quiere decir amarse dos?
Nada de lo que acabo de escribir, en su conjunto, es riguroso, pero ni siquiera los mecanismos, en una situación sentimental como la mía, son capaces de pensar con mediano rigor. Yo era, en aquel momento, un no sé qué razonante y doliente, metido en un automóvil, no sé si en medio de la niebla o de un mundo desierto, silencioso y oscuro, ni siquiera de un mundo; un no sé qué que se interroga acerca de sí mismo y de si alguien próximo, que ya no existe como alguien, sino sólo como algo, puede haber sido un semejante.
Una de las respuestas era fácil: buscar en el bolsillo de la chaqueta el puñalito con que Irina había intentado matarme, y clavármelo, no en el corazón (¿lo tengo por ventura?), sino sencillamente rasgar la piel de la mano hasta causarme sangre… o hasta descubrir, debajo de la epidermis vulnerada, una segunda capa de gutapercha, algo más tosca acaso. Bueno. Y, entonces, ¿qué? ¿Buscar por todo el mundo al mecánico capaz de restaurar a Irina y celebrar con ella las bodas del cielo y del infierno? ¿Traer a la ceremonia a Eva Gradner como gran diaconisa oficiante, casullas y tiaras, y a su centenar de secuaces como testigos que nos arrojan después puñaditos de arroz? Tuve el puñal en las manos, dejé que reflejara el resplandor escaso de la luz piloto, pero no fui capaz de herirme, y lo guardé. No lo arrojé fuera del coche, no. Conservaba, queriéndolo o sin quererlo, todo su valor sentimental.
No sé qué hora sería, no se me acuerda ya la vorágine que engullía imágenes y pensamientos, cada uno más irreal y menos satisfactorio. Un resplandor clarividente, un esfuerzo de voluntad, me permitieron comprender que sólo sobreponiéndome a aquella tumultuosa fluencia, podía pensar con sosiego y buscar una solución, ante todo, al más inmediato de los problemas: ¿qué hacer con el cuerpo de Irina? Por un momento, pensé llevarlo conmigo a casa de Von Bülov y esconderlo por tiempo indefinido (era una muerta incorruptible, aunque probablemente oxidable): podía construirle en el sótano un altar y consagrarme, Von Bülov para siempre, al culto de su nostalgia. ¿Y quién duda que acabaría por volverme loco e implicar en mi locura el nombre y la biografía de un profesor intachable que, además, era conde? ¿Iba a granjearme el odio, no sólo de los Estamentos Militares y de los Servicios de Información, que ésos ya los tenía seguros a un lado y a otro del Elba, sino también de los nombres ilustres del último Almanaque de Gotha fiable? Pero no fue esto lo que estorbó mi propósito, lo que me hizo arrumbarlo en el trastero de las renuncias olvidables, sino el inconveniente de las fronteras, dos nada menos, que tenía que atravesar para salir en coche de Berlín Oeste y llegar a la casa de Von Bülov, y aunque nunca me habían puesto dificultades personales, fuese la hora que fuese, siempre me habían registrado el coche, unos y otros. Si un muerto es difícil de ocultar, también lo es una muñeca que atrae sobre sí el ritual y el respeto de los muertos. ¿Y el embarazo de explicarlo? «Al profesor Von Bülov le ponía los cuernos su muñeca, y la mató.»
Me había enfriado: mis pies, mis piernas, no parecían sensibles. Puse el coche en marcha, encendí el circuito del calor, y me eché a recorrer avenidas desiertas bajo tilos desnudos. Pero, conforme caminaba, mientras inquiría en la niebla posibles bultos vulnerables, se me hizo, más que clara, acuciante, la certeza de que andar con una muñeca de forma humana e inmóvil en un rincón del coche podía traerme inconvenientes, aun dentro del propio Berlín, no porque fueran a hacerme responsables de un crimen, sino porque, ante la evidencia de un robot descompuesto, la Policía no se abstendría de intervenir, aunque no fuera más que por rutina, y, en ese caso, por muy bien parado que saliese yo, perdería lo que quedaba de Irina. ¿Y qué sería de aquello, entonces? Cuerpo, artilugio, muñeca… Acabaría, sí, en el laboratorio de un lugar bien conocido de Massachusetts, pero, hasta llegar allí, ¿cuántas violaciones tendría que sufrir? Se juntaban en él la tentación de la muñeca erótica y de la moza cuya hermosura no ha vencido aún la muerte: podían llegar a robarla… Y lo que me movía no eran celos, sino una especie de repugnancia, un resto de cariño hacia un objeto que había amado, aunque inexplicablemente (la inexplicabilidad, su conciencia dolorosa, se reiteraba a cada cambio de situación). Después de muchas vueltas por las calles (tuve que repostar gasolina) y de las infinitas de mi cabeza, llegué a la decisión de que el cuerpo de Irina había que destruirlo, y que el modo más noble de hacerlo era la incineración: preferible a inhumarlo, porque la tierra oxidaría (ya lo dije) unos metales, pero no los destruiría fácilmente. Y un cuerpo inhumado en secreto y no comido por la tierra puede descubrirse un día: el cuerpo de un robot. ¡Y qué historias después!