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– ¡Ahora va a pasar Eva Gradner! Cruzará la barrera. ¡Qué lástima que la niebla no nos permita contemplar nuestro triunfo!

La solté, pero no enteramente: quedábamos cogidos por la cintura, como las parejas jóvenes cuando pasean en primavera. Y cada uno sentía la palpitación del otro. Eva llegó a su hora. Había tres coches delante del suyo. La vimos al volante, con una boina negra y un pitillo en la boca. Ella también me vio, o fue su célula maldita la que sorbió mi rastro. Me miró. ¿Me miró? Al menos sus grandes ojos se posaron en mí. Le quedó el camino libre y arrancó. Al pasar delante de nosotros, sacó por la ventanilla la mano armada, disparó sobre mí y se la tragó la niebla. Irina se había interpuesto, y recibió el balazo. Gritó «¡Gospodi!», y resbaló por mi cuerpo.

Había gritado «¡Gospodi!», que en ruso quiere decir «Dios», o «Señor». No enteramente un grito, sino sólo el comienzo. Bajó el tono conforme iba muriendo, hasta acabar con un estertor áspero, casi inaudible. Así:

¡GOSPODI…!

Me agaché, la apoyé en mis rodillas, le desabroché el abrigo, rompí la blusa: la bala había rasgado la piel por encima del pecho izquierdo. De la brecha salía un humillo azul, y asomaban, enmarañados, unos cables sutiles.

EPÍLOGO

1

¿Tendría que elegir entre el dolor, la rabia y el espanto? Como el de vientos que chocan, me cogió un remolino y me zarandeó el corazón, mientras mi cuerpo, arrodillado, sostenía la cabeza de Irina. Pasaban cerca de mí los automóviles. Alguien me preguntó: «¿Sucede algo?» Y otro: «¿Le ayudo, amigo?» Un tercero se refirió a la mona que había cogido la muchacha, y que sería mejor llevársela. Me hicieron comprender, aquellas voces, que no podía seguir allí como atontado, contemplando la cabeza de una muerta que no lo era, sino sólo un mecanismo averiado y posiblemente reparable. ¿A quién odié con odio del infierno en aquellos momentos? ¿Por qué hombre de genio desconocido se preguntó mi alma y lo maldijo? Tuve que sobreponerme al tumulto interior y erguirme. La tomé en brazos, la metí en el automóvil, la envolví en la manta, y yo me senté también, pero no puse el coche en marcha, ¿adonde iba a ir?, sino que me debrucé sobre el volante, escondí la cabeza y dejé abierta la puerta a todos los vendavales: secuencias desordenadas de imágenes, de ideas, sentimientos contrarios en pugna, devastadoras ocurrencias como ráfagas furiosas… Estuve así. El rumor de los coches en la niebla, la luz difuminada de los faros, las hondas oscuridades siguientes, acabaron reducidos a una sola oscuridad, a un único silencio. Había oído los altavoces anunciando el inmediato cierre de la barrera. Todavía salió, del Este, un autobús de turistas, algún peatón rezagado se apresuró. Después, únicamente Irina inerte y yo perplejo, en un espacio indeterminado por la niebla: inmediato y cerrado como una cárcel, o ilimitado y profundo como la libertad. ¿Y cuál sería el sentido de Irina en mitad de aquel silencio? ¿Qué era lo que yacía espatarrado en un rincón del coche? A James Bond, aquella misma mañana, le había llamado cacharro, pero la idea de relegar a Irina a un cementerio de coches me hizo gritar un ¡No! que nadie oiría, un no contra mí mismo y contra las ideas que me sugería la niebla, madre de monstruos siempre. ¿Por qué? Aquello ya no era Irina, ni siquiera su cadáver, pero, ¿había sido algo, antes, capaz de llevar un nombre y de tener una vida, un ser que reclamaba amor desde su esencia misma? ¿O sólo lo que Eva Gradner, de quien me había burlado, a quien había entregado a la curiosidad o al estudio de los sabios del Este? Pero ellos habían fabricado a Irina. ¿Andarían por Europa, sueltas y en ejercicio, algunas más, semejantes a ella, o sería un arquetipo experimental, lo que los fabricantes llaman un prototipo, el automóvil al que se hace saltar taludes o el aeroplano que fuerza el motor a diez mil metros de altura, y riza el rizo? A lo mejor alguien la había seguido hasta aquel día mismo, hasta su misma muerte, y había tomado nota de sus palabras y de sus actos, y ahora redactaba un informe, con la historia de amor intercalada y la muerte a manos de una imitación (o una anticipación) americana, también en período de pruebas: se concluiría recomendando la conveniencia de que los nuevos prototipos fuesen provistos de detectores (aún no inventados, pero posibles) que les permitieran reconocer a sus congéneres para atacarles o para huir, según. Esto, y cosas como esto, lo pensé cuando el viento del rencor ante lo incomprendido dejaba mi corazón desierto del dolor y del espanto; pero giraba la veleta, y entonces me estremecía de horror el recuerdo de aquel amor sentido por un monstruo; el montón de chatarra averiada que, con forma todavía humana, yacía detrás de mí. Yo había despreciado en mi corazón a aquellos que, después de fabricar a Eva Gradner, habían dormido con ella, y ahora me encontraba ante la evidencia de que también mis labios habían besado labios de plástico suave, húmedos de una pasión en cierto modo programada, y que lo más exquisito de mi cuerpo había fecundado a una bolsa aséptica de riego interior automático. Se me levantaron en la memoria palabras de la propia Irina, cuando asistía a las convulsiones de una Eva Gradner escasa de fluido: claramente había manifestado su aversión, su repugnancia, su angustia, no ya delante de Eva convulsa en busca de electricidad, sino ante la idea misma de su ser, la vida simulada por un mecanismo oculto. Pero, ¿podía concebirse que un robot se repudiase a sí mismo en la persona (¿en la persona?) de otro? «El robot no sabe que lo es», había proclamado yo, ante los cuatro coroneles, triunfalmente, porque Eva no sabía de sí. Las palabras de Irina, casi oídas, casi vistas, como si las hubieran escrito en mi conciencia, me servían, no sé a qué hora de la noche, no sé en qué lugar del mundo que no era más que niebla y susurros remotos, para expresar también mi aversión, mi repugnancia, mi angustia, más aguda aún, porque las acompañaba la certeza candente de un amor realizado y aparentemente correspondido, de una esperanza compartida que ahora se frustraba en aquel muñeco grotesco…

Yo había amado a Irina. En la medida en que soy hombre (ahora tengo mis dudas), ni es extraño, ni merece reflexión, puesto que ignoraba que el ser amado fuese más bien un objeto. Irina me había amado. ¿Me había amado? Por lo pronto, lo había hecho a partir de su conocimiento de mi rareza después de haberme odiado y quizás a causa de ello, lo que implicaba el poder de selección y de elección; sí, a causa de mi rareza, sin la restricción de una duda, pero eso no constituía tampoco una singularidad sospechosa. La irregularidad de su conducta sólo se manifestaba ahora, después de haber visto y palpado su sistema nervioso enmarañado; consistía precisamente en el hecho mismo del amor, de nuestro amor: lo comparé con lo que a cualquier amante hubiera podido acontecer con Eva, y la mera confrontación de las imágenes, de las situaciones, implicaba su inmediato repudio: no había nada de común entre el comportamiento de Eva y el de Irina, espontáneo y libre, mientras que el de la otra revelaba, a quien no la mirase encandilado, la obediencia a una programación y a la música de fondo. Yo no podía imaginar a Irina cumpliendo el trámite de acariciarse los pechos hacia arriba, de excitar los pezones, como Eva, o cualquier otro de aquellos movimientos en que el tránsito de una incitación a otra se repetía idéntico a sí mismo en el tiempo y en la postura. Unas pocas horas me habían bastado, un solo día, para asistir, para sentir modos distintos de amar, la complacencia cariñosa de Etvuchenko, la pasión honda después. ¡Y un intento de homicidio entre medias, provocado, desencadenado, por algo tan espiritual, y con frecuencia arduo, como es una metáfora! Rápida, casi vertiginosamente, repasé la sucesión de mis recuerdos, hasta el momento mismo del disparo. ¿No era este último, precisamente, el más humano de todos? ¿No había interpuesto Irina su cuerpo para salvar el mío? ¿Es que le habían programado también el sacrificio por el prójimo? Todos los actos vividos con Irina, ahora recordados, componían la imagen coherente de la amada muerta, a la que se da un nombre, y cuya ausencia duele en el corazón como una totalidad perdida. Pero un robot es un conjunto de piezas.