– No, coronel Preston; no se deje alucinar por la apariencia. Miss Gradner no es un misterio, como ese Maestro imaginario de que aquí hemos hablado tanto, sino un secreto técnico que alguna gente conoce en sus más íntimos intríngulis y que, tal vez, sea políticamente útil, tal vez, no. Por lo pronto, ustedes acaban de verlo, no es infalible. Les sugiero que, en este sentido, redacten un informe. Eva Gradner puede ser todavía corregida, y, en el peor de los casos, reciclada.
– No obstante, trae órdenes de Washington -intervino Peers-, órdenes indiscutibles.
– ¿Quién lo duda? La primera de todas, la de razonar matemáticamente, como razona una máquina; pero el razonamiento matemático excluye los saltos cualitativos, y ella pudo llegar a la conclusión a que llegó, merced a uno de ellos. ¿Quién se lo programó? ¿Se debió a una deficiencia del mecanismo, de una aproximación inesperada y peligrosa a lo humano? No podemos saberlo, pero conviene que el dato figure en ese informe, ya que la excesiva aproximación a lo humano disminuye la utilidad del artefacto. Puedo, en cambio, revelarles que el strip-tease se lo programé yo: era el único modo de convencerles de que se trataba de una muñeca. Para eso, únicamente para eso, solicité que me autorizasen la entrevista privada. Les agradezco, pues, su confianza.
Peers continuaba desasosegado; en realidad, no conseguía conciliar los hechos con las razones.
– Profesor, algo queda aún sin entender. Ella dijo que no le reconocía a usted por el aspecto, sino por el olfato. ¿Cómo lo explica?
– ¿Y usted cree, coronel, que un mecanismo puede ser sensible al ajo? Pongamos, como complemento, a la cebolla. Aparte de que en ningún código del mundo se prescribe que una persona pueda ser detenida porque huela de esta manera o de la otra. Por lo demás, coronel, puede estar bien seguro de que cuido de la higiene de mi cuerpo, como es evidente.
– ¿Qué sabe uno lo que puede inventarse?
– En todo caso, espero que usted no ordene mi detención por el hecho de que a una muñeca electrónica se le haya ocurrido atribuirme el poder maravilloso de la metamorfosis. ¿Qué más quisiera yo, caballeros? ¿Me imaginan de cisne en el lecho de Leda, o me prefieren de toro con Europa a mis ancas? Tampoco me importaría mucho sustituir a Amphitrión, pueden creérmelo: cualquiera de esas ocupaciones sería más divertida que explicar Historia contemporánea a unas generaciones que ni creen en ella ni les importa.
Preston parecía preocupadamente triste. Garnier, divertido, pero inquieto. «Long John» no había dejado de sonreír, y, sin que viniera a cuento, e incluso sin que correspondiese enteramente a su papel, interrumpió:
– Es una guapa chica, esa Miss Gradner, y tiene un cuerpo pistonudo. Creo que se parece a alguien. Sí, creo que se parece a una artista de cine, una que lucía muy lindas piernas.
– Todos los que la hicieron, a juzgar por su edad, debieron de estar alguna vez enamorados de Marilyn Monroe, el arquetipo erótico de varias generaciones. ¿O prefiere que la llamemos sex-symbol, querido Preston?
– ¿Quiere callarse? -me respondió gritando; y sin decir palabra, salió.
No quedamos en nada. La reunión se deshizo por abandono y en silencio. «Long John» me dio la mano; Garnier me acompañó un buen rato. Ya habíamos salido del Cuartel General, ya empezaba a tragarnos la niebla, cuando me preguntó:
– Y, usted, Von Bülov, ¿cómo sabe tantas cosas?
– ¿No lo adivina? Porque soy el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla.
Se echó a reír, pero de pronto se le quebró la risa. Me buscó y no me halló ya. Se habían perdido mis huellas, en efecto.
3
Telefoneé a Irina.
– Estaba inquieta. ¿Qué sucedió?
– Ahora no puedo contártelo, pero todo va bien. A las cinco menos cuarto en punto, con la madre y el niño, sin precauciones. Ni un minuto después. Estaré allí.
Quedaba un tiempo hasta entonces: quise llenarlo. Fui a pie al hotel, pedí habitación para una profesora que llegaría aquella noche, y, como mínima cautela, aunque también por razones sentimentales, encargué dos pasajes para París en el primer avión del día siguiente.
– Estaré unos días fuera -comuniqué al rector-: algo inesperado que ha sucedido en Francia.
Conté el dinero que me quedaba y lo consideré suficiente: en París podría procurarme más. Después, tomé algo en un restaurante que Von Bülov frecuentaba, uno de esos rincones en que la vieja aristocracia se refugia a ciertas horas: subsistentes, a duras penas, durante el tiempo nazi, y también a duras penas decorados: anticuada, evocadoramente. Detrás de unas palmeras profusas, tocaban la Sonata a Kreutzer, y el camarero vestía frac color tabaco abotonado en oro. Me vino a saludar el patrón, me preguntó por mis viejas tías y por las viejas mansiones al otro lado del Telón.
– ¡Ya no quedamos más que nosotros! -suspiró en un momento.
El camarero dio por supuesto que lo de siempre: por fortuna, «lo de siempre» incluía media botella de vino del Rin, y, para hacer boca, rábanos, y la Prensa del día. Al pedir un segundo café, el camarero se sorprendió, pero me apresuré a justificarme con el frío, con la niebla y con que había dormido poco. Un taxista al que di instrucciones bastante vagas, encontró el lugar del parque en que había dejado mi coche aquella mañana. Tenía el papel de una multa debajo del limpiaparabrisas: corrí a hacerla efectiva, no fuera que una dilación mancillase el buen nombre de Von Bülov. De paso, pedí disculpas por haber abandonado mi automóvil durante tanto tiempo, y así entretuve otro pedazo de tiempo con la señorita que me cobró la multa, y a la que la conversación sobre la persistencia de la niebla no pareció fatigar. ¡Una hora todavía! Me daban ganas de telefonear otra vez a Irina, quizá de echar a perder lo que iba saliendo bien: me contuve, pero di una vuelta curiosa con el coche por los alrededores de Grossalmiralprinz-Frederikstrasse: dos vigilantes habían desaparecido, y los dos que quedaban podían ser protectores. Sin embargo, mi calma empezaba a naufragar en la impaciencia refrenada. Dejé el coche cerca de un cine, entré en la sala: proyectaban una película de guerra, en la que quedaban mal los alemanes del pasado, para masoquista fruición de los alemanes del presente. No puedo decir que Von Bülov participase de aquellos sentimientos, sino que se mantenía al margen y por encima, con algo de ironía y algo de pena. Pero de pronto, me sentí sacudido por el recuerdo de los iconos y de las velas de Irina. ¿Habría cumplido su compromiso Madame la concièrge, o lo habría olvidado y estarían a oscuras la estancia y las imágenes? Se me representaron el vago, dorado, tenue resplandor de aquella noche, y las palabras de Irina, escritas en su despedida, de que las velas encendían una oración. Yo no creía en nada, yo no podía orar, pero siempre había confiado en que las velas lo hicieran por los dos, voces mudas hacia el Dios que Irina había tenido cerca. Inquieto, con los ojos cerrados, repudiando la música que oía, permanecí un rato angustioso en el cine; hasta que no pude aguantar más, hasta que me levanté y salí, a sabiendas de que me sobraría tiempo, media hora, acaso menos. El camino hacia la Puerta de Brandeburgo fue difícil, había que conducir con precauciones, los coches eran fantasmas inesperados y efímeros; bulto informe y ruido. «¿No ve por dónde camina, imbécil?» ¿Y si Irina tenía un accidente? No de muerte, pero que la retrasase. ¡Qué difícilmente podía frenar mis imaginaciones desalentadas! Llegué después de dejar el coche bien parqueado, a las cinco menos veinte. El lugar donde me embosqué quedaba al lado del carril por donde Irina forzosamente tenía que pasar, y estaba seguro de verla en el interior del coche que la llevase. Fue puntual: me vio y me saludó; también me saludó la señora Fletcher, con el niño dormido en brazos. Se me sosegó el corazón, pero volví a inquietarme al pensar que, a lo mejor, Wieck, o alguien por encima de él, no hubiera aceptado mis condiciones, y al quedarse con la señora Fletcher y su niño, retuviesen a Irina. Miraba el reloj, miraba hacia el lugar por donde Irina tenía que volver: adiviné su figura a las cinco menos nueve minutos, la recibí en mis brazos a las cinco menos ocho, sólo me desasí al decirle: