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– Eso creía. Ahora no lo sé.

– ¿Por qué has venido?

– Porque, en Berlín, tú eres mi refugio.

– ¿Todavía tienes miedo?

– Ya no.

– ¿Qué vas a hacer?

– De momento, ir a París. Después, debo pasar al Este, como sea. Lo que más adelante suceda no es previsible. Quizá me maten.

– Antes de pasar al Este, ¿volverás por aquí?

– Te dije que éste es mi refugio, pero no sé qué sucederá entonces, ni cómo vendré.

Me cogió una mano.

– Me gusta oírte hablar así. No eres como antes, aunque seas el mismo. Y, ahora, escúchame: no te vayas aún. Quédate conmigo, al menos hasta mañana. Te ayudará, créeme. Yo entiendo mucho de hombres.

Era cierto, sí. Mathilde entendía de hombres. Al día siguiente, regresé a París aliviado. Mathilde me acompañó al aeropuerto, y parecía una señorita de provincias algo influida ya por la capital.

2

Tardé en recobrar mi coche en un París lluvioso y frío, donde hasta la luz del crepúsculo parecía morir para dar vida a las farolas. Convenientemente vestido, un poco señorito, volví a Orly, donde, después de tomar algunas precauciones, me acerqué a reclamar la maleta. Estaba de suerte, porque me la dieron sin dificultad: bien es cierto que no rezumaba sangre ni despedía olor sospechoso. ¡No hay como estos muertos asépticos, sin rigor mortis, a los que no hay que trocear para enviar por vía aérea! La llevé a mi casa, no quise verla otra vez: quedó cerrada, en un rincón, y me valí de las malas artes de Maxwell para entrar en el piso de Irina. Encajé las maderas un poco a tientas, antes de encender la luz. No había estado nadie, al menos así lo parecía, pero las velas de los iconos se habían apagado, no consumido. ¿Por qué las encendí, qué frustrada oración de Irina encomendé a sus llamas? Después, busqué sus papeles: cartas, esbozos de poemas, poemas concluidos, y un cuaderno con notas autobiográficas. Cogí también del estante aquellos de sus libros que me parecieron más frecuentados, lo metí todo en una maleta, agregué la ropa interior que hallé en una cómoda, no sus trajes ni abrigos, pero sí una boina y un sombrerito muy gracioso, colorado: conscientemente, preparaba mis fetiches. Y cuando me disponía a abrir la puerta, decidí de repente quedarme: lo decidí, como todo lo importante de las últimas horas, obediente a un impulso repentino, o, más bien, aunque sin querer reconocerlo, al temor de quedarme solo en mi casa con lo que llamaba definitivamente el cadáver. Caro data vermis. ¿De qué especie aún no creada serían los capaces de comerse alambres? Dejé la maleta en el suelo, entré en el dormitorio: buscaba aquella luz dorada venida del salón, que mágicamente ensanchaba aquel lugar recoleto, lo ensanchaba a la medida de los recuerdos de una mujer que amaba con alegría, en silencio, pudorosa: ¡Qué ancha había sido aquella noche, qué profunda! Habíamos llenado solos el espacio inmenso de París, que ahora yo iba recobrando, ruido a ruido: el niño que llora próximo, la mujer que asesinan en el límite incierto, y una desolación incalculable que excede la noche misma, que alcanza casi a los cielos. Me tendí en la cama, me dejé envolver por la luz, mi imaginación se disparó y fue matando cuanto quedaba vivo; supongo que, en algún momento, me dormí: quizá nunca antes tan dulcemente, jamás después. Me desperté temprano: corría el riesgo de que a Madame la concièrge se le ocurriese visitar los pisos abandonados, pero no me pareció probable. Las velas de los iconos seguían luciendo, aunque moribundas ya. Me di una ducha, no pude afeitarme. Una vez vestido, agregué a las cosas de Irina sus iconos, y salí. Madame la concièrge faenaba en el portal. Me preguntó, malencarada, quién era y de dónde venía. La miré con los ojos malvados de Maxwell, con su gesto implacable: hasta arrinconarla de pavor.

– ¿Por qué dejó apagar las velas de la señorita Tchernova? -le pregunté. Mi voz sonaba como la voz de Maxwell, igual la mirada, no la de Paul, que había escuchado la portera-. ¿Sabe que la señorita Tchernova ha muerto? -Dio un chillido de angustia, no un gran chillido, algo así como un ratón al que pisan.

– ¿Y el alquiler? ¿Quién me paga ahora el alquiler? ¡Venció hace dos días!

Busqué unos billetes y se los arrojé a la cara.

– Venda los muebles, véndalo todo, pero no olvide jamás que no cumplió su compromiso de encender las velas.

– ¿Es usted el diablo? -preguntó con algo de terror en la voz trémula.

La dejé. A pesar del miedo, se había inclinado para recoger del suelo los billetes. Entonces, fui a mi casa, dejé, junto a la otra, la maleta con los recuerdos de Irina, y me encaminé a un París desconocido, en el que Maxwell me podía guiar. Iba a valerme de sus malas compañías, de su familiaridad con los bajos fondos: mi esperanza se asentaba, con bastante firmeza, en la convicción de que un funcionario latino es siempre peor que su colega alemán, pero bastante más humano, aunque sólo sea con la humanidad de lo pecaminoso y lo venal. Pasé tres días fuera de mi casa, me emborraché, dormí en lechos no ignorados por el cuerpo de Maxwell, besé bocas de exagerado carmín y jugué partidas de cartas donde todos engañaban a todos, y así era la ley. Al cabo de los tres días, un empleado de la Municipalidad, amigo clandestino de la amiga oficial de un concejal, me presentó a un empleado del Pére Lachaise, al que expuse mi intención. No me creyó, aceptó la situación y me pidió mucho dinero. Le dije:

– Usted me pide tanto porque cree que quiero deshacerme de un cadáver. Si le demuestro que no lo es, sino exactamente el robot de que acabo de hablarle, ¿me hará alguna rebaja?

Después de mirarme en silencio y de paladear con saña una copa de calvados, me respondió:

– La mitad. En ese caso, la mitad.

Seguía siendo más de lo que yo tenía, pero cerré el trato. Convinimos unos trámites y el aviso de una fecha. Los días que siguieron, no recuerdo ahora cuántos, los gasté en agenciarme el dinero, cosa que conseguí también merced a las malas artes de Maxwell: otra vez. (Sin embargo, algunas de las personas tratadas aquellos días me habían dicho: «Te encuentro muy cambiado, Max.»)

Me presenté con la maleta en el Pére Lachaise. ¡Cuántos amigos iban quedando a mi paso, conforme adelantaba por las veredas húmedas! Al cementerio del Pére Lachaise siempre se va en una tarde gris, de ráfagas locas, de goterones espaciados: o en una tarde de niebla que difumina París, que no deja ver las torres ni los tejados. No tuve suerte, porque la tarde estaba gris, pero apacible y razonablemente clara. Sin embargo, cuando ascendí hacia la entrada, se escuchó un acordeón, que me ayudó a sentirme portador de un cuerpo amado y de unos recuerdos tristes. Monsieur Junot fumaba la pipa cínica de la espera y me metió en un tugurio apenas iluminado. Había una mesa y la señaló:

– A ver.

Abrí la maleta. El cuerpo de Irina estaba doblado, como uno de esos cadáveres prehistóricos a los que metieron en una especie de olla funeraria, y cuyo hallazgo y profanación hace felices a los asaltatumbas. Monsieur Junot lo tocó.

– Puede usted verle la herida.

Despechugó el cuerpo, palpó los cables que aún salían, ahora más, porque el forense de Berlín se había entretenido en estirarlos, quizá mientras trataba de entender el misterio o de decidir que no lo era. Después, Junot rasgó la blusa y hurgó con los dedos en los pechos.

– Vaya muñeca, ¿eh?

– Tápela.

– Si me la deja, se la quemo gratis.

– Y yo le daré a usted un tiro en un lugar donde no le haga sufrir mucho.

– ¿Es capaz?

– Eso, a usted, no le importa.

Cubrió las desnudeces de Irina.

– El dinero.

– Si la operación vamos a hacerla ahora mismo, le entrego la mitad, y la otra cuando hayamos terminado.

Se resignó.

– Bueno.

Y, sin transición, ni siquiera en el tono, añadió: