– Recuerda. Cada papel de esos tiene copias. En México. En los Estados Unidos. En lugar seguro. Protégeme, papá, porque no tienes más protección que la de tu hijo desobediente. ¡A la chingada!
Y Santiago abrazó a su padre, se abrazó de su padre y le dijo al oído, te quiero viejo, tú sabes que a pesar de todo yo te quiero viejo cabrón.
Laura Díaz presidió la mesa aqueLa noche de Navidad del año 65. Ella a la cabeza, las dos parejas a sus lados. Se sintió segura, perfeccionada de algún modo por la simetría del amor entre sus nietos y sus amigos. Ya no estaba sola. A su derecha, su nieto Santiago y su novia Lourdes le anunciaron que se casarían el último día del año, ella esperaba un bebé en julio, él buscaría chamba y mientras tanto…
– No -lo interrumpió Laura-. Ésta es tu casa, Santiago. Tú y tu mujer se quedan aquí y le alegran la existencia a una vieja…
Porque tener al tercer Santiago con ella era como tener presentes a los otros dos, el Mayor y el Menor, el hermano y el hijo. Que tuvieran al niño, que Santiago terminara la carrera. Para ella era una fiesta llenar la casa de amor, bullicio…
– Tu tío Santiago nunca cerró la puerta de su recámara.
Llenar la casa de un amor feliz. Laura quería proteger desde la raíz a una pareja joven y bella, acaso porque a su derecha, en la cena navideña, tenía a una pareja que tardó treinta años en reunirse y ser feliz.
Basilio Baltazar había encanecido, pero mantenía el perfil gitano, moreno y bien recortado, de su juventud. Pilar Méndez, en cambio, mostraba los estragos de una vida de azares y privaciones. No de carencias físicas, no había pasado hambres, su desolación era interna, en el rostro sólo estaban dibujadas las dudas, las lealtades desgarradas, la obligación constante de escoger, de reparar con amor las heridas de la crueldad familiar, facciosa y, cómo no, fantástica. La mujer de pelo rubio ceniza y dientes maltratados, bella aún en su perfil ibérico, mezcla de todos los encuentros, musulmán y godo, judío y romano, como si trajera un mapa de su patria pintado en la cara, arrastraba también palabras duras, declamadas como en una tragedia antigua frente al escenario clásico de la puerta latina de Santa Fe.
– La mayor fidelidad consiste en desobedecer las órdenes injustas.
– Sálvela en nombre del honor.
– Ten compasión.
– El cielo está lleno de mentiras.
– Muero para que mi padre y mi madre se odien siempre.
– Ella debe morir en nombre de la justicia.
– ¿Qué parte del dolor no viene de Dios?
Laura le dijo a Pilar que los nietos, Santiago y Lourdes, tenían derecho a escuchar la historia del drama ocurrido en Santa Fe en 1937.
– Es una historia muy vieja -dijo Pilar.
– No hay historia que no se repita en nuestro tiempo -Laura le acarició la mano a la mujer española-. Te lo digo yo.
Dijo Pilar que no se quejó frente a la muerte entonces, y no lo iba a hacer ahora. La queja sólo aumenta el dolor. Sale sobrando.
– Creímos que ella fue fusilada aquella madrugada frente a los muros de la ciudad -dijo Basilio-. Lo creímos durante treinta años.
– ¿Por qué lo creíste? -preguntó Pilar.
– Porque nos lo contó tu padre. Era de los nuestros, era el alcalde comunista de Santa Fe, por supuesto que lo creímos.
– No hay mejor destino que morir desconocida -dijo Pilar mirando al joven Santiago.
– ¿Por qué, señora?
– Porque si te conocen, Santiago, tienes que justificar a unos y condenar a otros y acabas por traicionar a todos.
Basilio quiso decirles a los jóvenes lo que ya le había contado a Laura cuando pidió licencia y regresó volando a México para ver a su mujer, a su Pilar. Don Alvaro Méndez, el padre de Pilar, fingió la ejecución de su hija aquella madrugada y ocultó a la muchacha en una casa arruinada de la Sierra de Gredos, donde no le faltaría nada mientras durase la guerra; los dueños de la granja vecina eran imparciales, y amigos tanto de don Alvaro como de doña Clemencia. No traicionarían a nadie. Sin embargo, el padre de Pilar no le dijo nada a su mujer Clemencia. La madre de la muchacha quedó convencida de que su hija era mártir del Movimiento. Así lo proclamó cuando triunfó Franco. Don Alvaro fue pasado por las armas en el mismo sitio donde debió morir su hija. La madre cultivó la devoción a su hija mártir, consagró el sitio donde Pilar debió caer muerta, el cuerpo nunca se halló porque los rojos lo arrojaron por allí, seguramente, en una fosa común…
Pilar Méndez la heroína, la mártir ejecutada por los rojos entró al santoral de la Falange y la verdadera Pilar, escondida en la sierra, no pudo mostrarse, vivió invisiblemente, primero escindida entre mostrarse y decir la verdad o esconderse y mantener el mito, pero convencida, cuando conoció la muerte de su padre, que en España la historia es triste y siempre acaba mal. Era mejor seguir en la
invisibilidad que protegía la memoria fiel de su padre y la santa hipocresía de su madre. Se acostumbró, acogida a la misericordia de los amigos de sus padres y más tarde, cuando éstos se sintieron en peligro por el cerco vengativo de Franco, protegida por la caridad de un convento de Carmelitas Descalzas, la orden fundada por Santa Teresa de Ávila y sometida desde entonces a los rigores en los que Pilar Méndez encontró, siempre amparada por la caridad cristiana pero ansiosa de unirse a las reglas de las hermanas, una disciplina por acostumbrada, salvadora: pobreza, hábito carmelita de lana, sandalias rudas, abstinencia de la carne; barrer, hilar, orar y leer, porque Santa Teresa dijo que nada le parecía más detestable que «una monja estúpida».
Las monjas pronto descubrieron las aptitudes de Pilar, era una muchacha que sabía leer y escribir, pusieron en sus manos los libros de la Santa y con el paso de los años, la identificaron de tal modo con los usos del convento (y aun con ciertas rispideces personales que les recordaron a su Santa Fundadora, esa «mujer errante» como la llamó el Rey Felipe II) que las autoridades no pusieron reparos cuando la Madre Superiora pidió un salvoconducto para la humilde e inteligente trabajadora del convento, Úrsula Sánchez, que deseaba visitar a unos parientes en Francia y no tenía documentos, pues los comunistas quemaron los archivos de su pueblo natal.
– Salí cegada, pero con una memoria tan intensa de mi pasado, que no me costó demasiado trabajo recordarlo en París, hacerme la voluntad de recuperar lo que pudo ser mi destino si no me paso toda una vida en pueblos de aguas malas donde los ríos caen de las montañas blanqueándolas de cal. Las madres me recomendaron con unas teresianas de París, empecé a pasearme por los bulevares, recuperé el gusto femenino, sentí envidia por la ropa elegante, tenía treinta y cuatro años, quería verme guapa y bien vestida, me hice de amigos en el cuerpo diplomático, obtuve un puesto en la Casa de México de la Ciudad Universitaria, conocí a un mexicano rico cuyo hijo estudiaba allí, nos liamos, me trajo a México, era celoso, ahora vivía encerrada en una jaula tropical de Acapulco llena de loros, me regaló joyas, sentí que he vivido en jaulas toda mi vida, jaulas de aldea, de convento y de oro, pero siempre prisionera, encarcelada sobre todo por mí misma, para no delatar a mi padre primero, para no robarle a mi madre su rencor satisfecho en seguida, ni la santidad que me adjudicó creyéndome muerta para sentirse ella misma santa, me acostumbré demasiado a vivir en secreto, a ser
otra, a no romper el silencio que me imponían mis padres, la guerra, España, los aldeanos que me protegieron, las monjas que me dieron refugio, el mexicano que me trajo a América.
Se detuvo un momento, rodeada del silencio atento de todos. El mundo la creía inmolada. Ella tuvo que inmolarse para el mundo. ¿Qué parte del dolor nos viene de los demás y qué parte proviene de nosotros mismos?
Miró a Basilio. Lo tomó de la mano.
– A ti te quise siempre. Creí que mi muerte conservaría nuestro amor. Mi orgullo consistía en creer que no hay mejor destino que morir desconocido. ¿Cómo iba a despreciar lo que más agradecía en mi vida, tu amor, la camaradería de Jorge Maura y Gregorio Vidal, dispuestos a morir conmigo si era necesario?