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No serviría de nada prevenirlo. Había roto con sus padres, se había identificado con su abuela, ella y él, Laura y Santiago, se habían hincado juntos una noche en pleno Zócalo y juntos pegaron las orejas al suelo y oyeron juntos lo mismo, el tumulto ciego de la ciudad y del país, a punto de estallar…

– El infierno de México -dijo entonces Santiago-. ¿Es fatal el crimen, la violencia, la corrupción, la pobreza?

– No hables, hijo. Escucha. Antes de fotografiar, yo siempre escucho… Y ella que quisiera heredarles a sus descendientes una libertad luminosa. Los dos levantaron las caras de la piedra helada y se miraron con una interrogante llena de cariño. Laura supo entonces que Santiago iba a actuar como actuó, ella no iba a decirle tienes mujer, tienes hijo, no te comprometas. Ella no era Dantón, no era Juan Francisco, ella era Jorge Maura, ella era el gringo Jim en el frente del Jarama, el joven Santiago el Mayor fusilado en Veracruz. Ella era los que podrían dudar de todo pero no dejaban de actuar por nada.

Santiago su nieto, en cada marcha, en cada discurso, en cada asamblea universitaria, encarnaba el cambio y su abuela lo seguía, lo fotografiaba, él era insensible al hecho de ser fotografiado y Laura lo veía con cariño de camarada: ella grabó con su cámara todos los momentos del cambio, a veces cambio por la incertidumbre, a veces cambio por la certeza, pero al final toda certeza -en los actos, en las palabras- era menos cierta que la duda. Lo más incierto era la certeza.

Laura sintió en las jornadas de la rebelión estudiantil, a la luz del sol o de las antorchas, que el cambio era cierto porque era incierto. Por su memoria pasaron los dogmas que había escuchado durante su vida, desde las posiciones antagónicas, casi prehistóricas, entre los aliados franco-británicos y los poderes centrales en la guerra de 1914, la fe comunista de Vidal y la fe anarquista de Basilio, la fe republicana de Maura y ia fe franquista de Pilar, la fe judeo-cristia-na de Raquel y también la confusión de Harry, el oportunismo de Juan Francisco, el cinismo voraz de Dantón y la plenitud espiritual del segundo Santiago, su otro hijo.

Este nuevo Santiago era, a través de su abuela Laura Díaz, el heredero de todos ellos, lo supiera o no. Los años con Laura Díaz habían formado los días de Santiago el Nuevo, así lo llamó, como si fuese el nuevo apóstol de ia línea larga de homónimos del hijo de Ze-bedeo que fue testigo de Gethsernaní de la noche de la transfiguración de Cristo. Los Santiagos, «hijos del trueno», todos muertos con violencia. Santiago el Mayor atravesado por las espadas de Herodes. Santiago el Menor muerto a garrotazos por órdenes del Sanedrín.

Santos Santiagos la historia tenía dos; ella, Laura, tenía ya cuatro del mismo nombre y un nombre, se dijo la abuela, es la manifestación de nuestra naturaleza más íntima. Laura, Lourdes, Santiago.

Ahora la fe de los amigos y amantes de todos los años con Laura Díaz era la fe del nieto de Laura Díaz que entraba con centenares de jóvenes mexicanos, hombres y mujeres, a la Plaza de las Tres Culturas, el antiguo centro ceremonial azteca de Tlatelolco sin más iluminación que la agonía del atardecer en el antiguo valle de Anáhuac, todo era viejo aquí, pensó Laura Díaz, la pirámide indígena, la iglesia de Santiago, el convento y colegio franciscanos, pero también los edificios modernos, la Secretaría de Relaciones Exteriores, los apartamentos multifamiliares; quizás lo más reciente era lo más viejo, porque era lo que resistía menos, era ya lo cuarteado, lo despintado, los vidrios rotos, la ropa tendida, el llanto de demasiadas lluvias arrepentidas y sollozos derramados por los muros: iban encendiéndose los faroles de la plaza, los reflectores de los edificios prestigiosos, los interiores visibles de cocinas, terrazas, salas y recámaras; iban entrando centenares de jóvenes por un lado, los iban cercando docenas de soldados por los otros lados, aparecieron sombras agitadas en las azoteas, puños de guante blanco se levantaron y Laura fotografió la figura de su nieto Santiago, su camisa blanca, su estúpida camisa blanca como si pidiera él mismo ser blanco de las

balas y su voz diciéndole abuela, no cabernos en el futuro, queremos un futuro que nos dé cabida a los jóvenes, yo no quepo en el futuro inventado por mi padre y Laura le dijo que sí, al lado de su nieto ella también había entendido que toda su vida los mexicanos habían soñado un país distinto, un país mejor, lo soñó el abuelo Felipe que emigró de Alemania a Catemaco y el abuelo Díaz que salió de Tenerife rumbo a Veracruz, soñaron con un país de trabajo y honradez, como el primer Santiago soñó con un país de justicia y el segundo Santiago con un país de serenidad creativa y el tercer Santiago, este que entraba entre la multitud de estudiantes a la Plaza de Tlatelolco la noche del 2 de octubre de 1968, continuaba el sueño de sus homónimos, sus «tocayos», y viéndolo entrar a la plaza, foto-grafiándolo, Laura dijo hoy el hombre al que amo es mi nieto.

Disparaba su cámara, la cámara era su arma disponible y disparaba sólo hacia su nieto, se dio cuenta de la injusticia de su actitud, entraban a la plaza centenares de hombres y mujeres jóvenes pidiendo un país nuevo, un país mejor, un país fiel a sí mismo y ella, Laura Díaz, sólo tenía ojos para la carne de su carne, para el protagonista de su descendencia, un muchacho de veintitrés años, despeinado, con camisa blanca y tez morena y ojos verde-miel y dientes de sol y músculo terreno.

Soy tu compañera, le dijo de lejos Laura a Santiago, ya no soy la mujer que fui, ahora soy tuya, esta noche te entiendo, entiendo a mi amor Jorge Maura y al Dios que él adora y por el que lame con la lengua los pisos de un monasterio en Lanzarote, yo le digo, Dios mío, quítame todo lo que he sido, dame enfermedad, dame muerte, dame fiebre, chancros, cáncer, tisis, dame ceguera y sordera, arráncame la lengua y córtame las orejas, Dios mío, si eso es lo que hace falta para que se salve mi nieto y se salve mi país, mátame de males para que tengan salud mi patria y mis hijos, gracias, Santiago, por enseñarnos a todos que aún había cosas por las que luchar en este México dormido y satisfecho y engañoso y engañador de 1968 Año de las Olimpiadas, gracias hijo mío por enseñarme la diferencia entre lo vivo y lo muerto, entonces la conmoción en la plaza fue como el terremoto que derrumbó al Ángel de la Reforma, la cámara de Laura Díaz subió a las estrellas y no vio nada, bajó temblando y se encontró el ojo de un soldado mirándola como una cicatriz, disparó la cámara y dispararon los fusiles, apagando los cantos, los lemas, las voces de los jóvenes, y luego vino el silencio espantoso y sólo se escucharon los gemidos de los jóvenes heridos y mo-

ribundos, Laura buscando la figura de Santiago y encontrando sólo los guantes blancos en el firmamento que se iba cerrando en puños insolentes, «deber cumplido», y la impotencia de las estrellas para narrar nada de lo ocurrido.

A culatazos sacaron a Laura de la plaza, la sacaron no por ser Laura, la fotógrafa, la abuela de Santiago, sacaron a los testigos, no querían testigos, Laura se ocultó bajo las amplias faldas su rollo de película dentro del calzón, junto al sexo, pero ella ya no pudo fotografiar el olor de muerte que asciende de la plaza empapada de sangre joven, ella ya no puede captar el cielo cegado de la noche de Tlatelolco, elía ya no puede imprimir el miedo difuso del gran cementerio urbano, los gemidos, los gritos, los ecos de la muerte… La ciudad se oscurece.

¿Ni siquiera Dantón Pérez-Díaz, el poderoso don Dantón, tiene derecho a recuperar el cadáver de su hijo? No, ni siquiera él.

¿A qué tienen derecho la joven viuda y la abuela de Santiago el joven líder rebelde? Si quieren, pueden recorrer la morgue e identificar el cadáver. Como una concesión al señor licenciado don Dantón, amigo personal del señor presidente don Gustavo Díaz Or-daz. Podían verlo pero no recogerlo y enterrarlo. No habría excepciones. No habría quinientos cortejos fúnebres el día tres de octubre de 1968 en la ciudad de México. El tránsito se haría imposible. Se violarían los reglamentos.