La actitud de su padre enchiló al joven Santiago, le dio mucha muina primero pero luego lo llevó a hacer cosas que nunca se le hubieran ocurrido antes. El joven se dio cuenta de su propia naturaleza moral y se dio cuenta de que Lourdes se daba cuenta; no se iban a acostar juntos hasta aclarar bien la situación, no iban a «chantajear» a nadie ni con un bebé por equivocación ni con un sexo de puro desafío. Santiago, mejor, se puso a pensar, ¿quién es mi padre, qué hace mi padre que tiene ese poder absoluto sobre los demás y esa confianza en sí mismo?
Le dijo a Lourdes, vamos a ser más listos que él, mi amor, vamos a dejar de vernos diario, sólo en secreto los viernes en la noche, para que el viejo no se las huela.
Santiago le dijo a Dantón que estaba bien, estudiaría Leyes pero quería práctica y deseaba trabajar en las oficinas de su padre. La satisfacción de Dantón lo cegó. No imaginó peligro alguno en darle cabida a su propio hijo en las oficinas del Bufete Unido de Factores Asociados (BUFA), un edificio relumbrante de vidrios y metales inoxidables en el Paseo de la Reforma, a escasos metros de la estatua de Cristóbal Colón y del Monumento a la Revolución. Allí había estado la casa parisina, con todo y mansardas esperando la nevada en México, del Nalgón del Rosal, el viejo aristócrata por-firista cuya gracia era deglutir su propio monóculo (de gelatina) en las soirées de Carmen Cortina. Pero La Reforma, el paseo trazado por la emperatriz Carlota para unir su residencia en el Castillo de Chapultepec al centro de la ciudad y concebido por la consorte de Maximiliano como una reproducción de la Avenue Louise de su nativa Bruselas, se parecía cada vez más a una avenida de Houston o Dallas, sembrada de rascacielos, estacionamientos y expendios de fast-food.
Allí, Santiago se iba a entrenar, que recorriese todos los pisos, se enterará de todos los asuntos, era el hijo del patrón…
Se hizo amigo del archivista, un aficionado taurino, regalándole boletos para la temporada dominada ese año por Joselito Huerta y Manuel Capetillo. Se hizo amigo de las telefonistas, consiguiéndoles pases a los Estudios Churubusco para ver filmar a Libertad Lamarque, la misma tanguista argentina que en los cines de Cuernavaca le arrancaba las lágrimas sentimentales a Harry Jaffe.
¿Quién era la señorita Artemisa que llamaba diario a don Dan ton, por qué la trataban con tanta deferencia cuando Santiago no andaba por ahí y con tanto secreteo apenas se acercaba el hijo del jefe? ¿A quién consideraba su padre, por teléfono, con un respeto casi abyecto de sí, señor, aquí estamos para servirle señor, lo que usted mande señor, en contraste con los que sólo recibían órdenes rápidas, implacables y sin adornos, lo necesito ahoritita mismo, Gu-tierritos, no se me duerma, aquí no hay lugar para güevones y a usted se me hace que le cuelgan hasta las rodillas, qué le pasa, Fonse-ca, se le pegaron las sábanas o qué, lo espero en quince segundos o vaya pensando en otra chamba, que a su vez contrastaban con los que recibían amenazas más graves, si estima usted a su mujer y a sus hijos, le recomiendo hacer lo que le digo, no si no le doy órdenes, le mando, a los mandaderos se les manda y usted, Reynoso, nomás recuerde que los papeles están en mi poder y me bastaría dárselos al Excélsior para que a usted se lo lleve la puritita chingada?
– Como usted mande, señor.
– Súbame el expediente volando.
– No se meta en lo que no le concierne, cabrón, o va a amanecer un día con la lengua cortada y los cojones en la boca.
A medida que penetraba el laberinto de metal y vidrio dominado por su padre, Santiago buscaba con ternura y voracidad parejas -eran dos nombres de la necesidad, pero también del amor- el cariño de Lourdes. Se tomaban de las manos en el cine, se miraban muy hondo a los ojos en las cafeterías, se besaban en el coche de Santiago, se tocaban sexualmente en la oscuridad, pero esperaban el momento de vivir juntos para unirse de verdad. Estaban de acuerdo en esto, por más extraño y hasta ridículo, a veces, que pudiera pare-cerle, a veces a uno, a veces, al otro, a veces a los dos. Tenían algo en común. Les excitaba aplazar el acto. Imaginarse.
¿Quién era la señorita Artemisa?
Tenía una voz grave pero azucarada y la remataba dicién-dole por teléfono a Dantón, «te quedo, mi Toncito, te quedo, cada-medo». Santiago se murió de la risa cuando escuchó, sin derecho
alguno, este diálogo acaramelado por la extensión telefónica de su padre, y más cuando el severo don Dantón le dijo a su caramelo, «¿qué dice mi tetoncita, qué siente mi güevona, qué come mi Michita que la trompita le sabe a pichita?», «es que como camotito cada jueves» contestó esa voz ronca y profesionalmente cariñosa: Lourdes, le dijo Santiago a su novia, esto se pone muy bueno, vamos a averiguar quién es la tal Micha o Artemisa y a qué sabe de veras, ¡palabra que mi jefe se las trae!
No pensó en traiciones a la arrumbada doña Magdalena, Santiago no era un puritano, pero sí soy curioso, Lourdes, y yo también, rió la fresca y núbil oaxaqueña, mientras los dos esperaban la salida de Dantón de la oficina un jueves en la noche, cuando el papá tomaba el poco conspicuo Chevrolet él solo, sin chofer, y se dirigía a la calle Darwin en la colonia Nueva Anzures, seguido por Santiago y Lourdes en un Ford alquilado para despistar.
Dantón estacionó el coche y entró a una casa adornada por estatuas de yeso de Apolo y Venus a la entrada. La puerta se cerró y reinó el misterio. Al rato, se escucharon música y risas. Las luces se prendían y apagaban caprichosamente.
Regresaron una mañana cuando un jardinero podaba los setos de la entrada y una criada espolvoreaba las estatuas eróticas. La puerta de entrada estaba entreabierta. Lourdes y Santiago entrevieron un salón burgués normal, con sillones de brocado y floreros llenos de alcatraces, pisos de mármol y una escalera de película mexicana.
Al instante, apareció en lo alto de la escalera un hombre joven y arrogante, con el pelo cortado muy corto, una bata de seda, gazné al cuello y, extravagante, poniéndose unos guantes blancos.
– ¿Qué quieren? -les dijo con una ceja muy arqueada y muy depilada que contrastaba con la voz ronca-. ¿Quiénes son?
– Perdón, nos equivocamos de casa -dijo Lourdes.
– Nacos -murmuró el hombre de los guantes.
Supongo que sí, le dijo a Santiago el archivista del BUFA, si es el hijo del patrón, pásele nomás.
Todas las tardes, mientras su padre prolongaba las comidas en el Focolare, el Rívoli y el Ambassadeurs, Santiago filtraba minuciosamente los papeles de la firma como por un cedazo en el que la repugnancia y el amor se reunían, a pesar de todo, dolorosamente, porque el joven pasante de Derecho se repetía sin cesar, es mi padre, con este dinero he vivido, este dinero me educó, estos negocios
son el techo y el piso de mi casa, manejo un Renault último modelo gracias a los negocios de mi padre…
– Vamos a comportarnos como amantes secretos -le dijo Santiago a Lourdes-. Haz de cuenta que no queremos ser vistos.
– ¿Más?
– Hasta ahí nomás. ¡Mi amor! No, te lo digo en serio. ¿Adonde iríamos si no quisiéramos ser vistos?
– Santiago, no te hagas. Mejor sigue el coche de tu papá -rió ella.
El Chez Soi era un lugar amplio pero oscuro en la Avenida Insurgentes; las mesas estaban muy separadas entre sí, no había iluminación general, cada mesita tenía una lámpara pequeña y baja, la penumbra reinaba. Los manteles eran todos de cuadros rojos y blancos, para dar el toque francés.
Lourdes y Santiago siguieron a Dantón y lo vieron entrar tres semanas seguidas, puntualmente, a las nueve de la noche cada martes. Pero entraba y salía solo.
Una noche, Santiago y Lourdes llegaron a las ocho y media, tomaron asiento y ordenaron dos cubas. El mesero francés los miró con desdén. Había parejas en todas las mesas menos una. Una mujer de escote descarado, mostrando con alarde la mitad de los senos, levantó un brazo para arreglarse la abundante cabellera rojiza, mostró otra vez con alarde una axila perfectamente rasurada, sacó una polvera y se arregló la cara abundantemente blanqueada en torno a las cejas depiladas, la mirada arrogante y los labios exageradamente gruesos, como una Joan Crawford declinada. Lo llamativo era que hacía todo esto sin quitarse los guantes blancos.